Este es el primer Capítulo del libro “The devastated Vibeyard”, de Dietrich von Hildebrand, versión inglesa
del original en alemán “Der verwuestete
Weiberg”, 1973. Reedición en inglés de “Roman
Catholic Books”, New York, USA, 1985. Traducción al español de Santiago
Zervino.
Una
de las enfermedades más horripilantes y difundidas en la Iglesia de hoy es el
letargo de los Guardianes de la Fe de la Iglesia. No estoy pensando aquí en
aquellos obispos que son miembros de la “quinta
columna”, que desean destruir la Iglesia desde adentro, o transformarla en
algo completamente diferente. Estoy pensando en los obispos mucho más numerosos
que no tienen esas intenciones, pero que no hacen ningún uso de la autoridad
cuando es el caso de intervenir contra teólogos o sacerdotes heréticos, o
contra prácticas blasfemas de culto público. O cierran los ojos y tratan, al
estilo de las avestruces, de ignorar tanto los tristes abusos como los llamados
al deber de intervenir, o temen ser atacados por la prensa o los mass-media y
difamados como reaccionarios, estrechos de mente o medievales. Temen a los
hombres más que a Dios. Se les pueden aplicar las palabras de San Juan Bosco: “El
poder de los hombres malos reside en la cobardía de los buenos”.
Es verdad que el letargo de aquellos en
posición de autoridad es una enfermedad de nuestros tiempos que está
ampliamente difundida fuera de la Iglesia. Se la encuentra entre los padres,
los rectores de colegios y universidades, las cabezas de otras numerosas
organizaciones, los jueces, los jefes de estado y otros. Pero el hecho de que
este mal haya penetrado hasta en la Iglesia es una clara indicación de que la
lucha contra el espíritu del mundo ha sido reemplazada por dejarse llevar por
el espíritu de los tiempos en nombre del “aggiornamento”.
Uno se ve forzado a pensar en el pastor que abandona sus rebaños a los lobos
cuando reflexiona sobre el letargo de tantos obispos y superiores que, aun
siendo ortodoxos ellos mismos, no tienen el coraje de intervenir contra las más
flagrantes herejías y abusos de todo tipo tanto en sus diócesis como en sus
órdenes.
Pero enfurece aún más el caso de ciertos
obispos, que mostrando este letargo hacia los herejes, asumen una actitud
rigurosamente autoritaria hacia aquellos creyentes que están luchando por la
ortodoxia, ¡haciendo lo que los obispos
deberían estar haciendo ellos mismos! Una vez me fue dada a leer una carta
escrita por un hombre de alta posición en la Iglesia, dirigida a un grupo que
había tomado heroicamente la causa de la verdadera Fe, de la pura, verdadera
enseñanza de la Iglesia y del Papa. Ese grupo había vencido la “cobardía de los buenos” de la que
hablaba San Juan Bosco,
y de ese modo debían constituir la mayor alegría para los obispos. La carta decía: como buenos católicos, ustedes
deben hacer una sola cosa: ser obedientes a todas las ordenanzas de su obispo.
Esta concepción de “buenos” católicos es particularmente sorprendente en momentos en
que se enfatiza continuamente la mayoría de edad del laico moderno. Pero además
es completamente falsa por esta razón: lo que es apropiado en tiempos en que no
aparecen herejías en la Iglesia que no sean inmediatamente condenadas por Roma,
se vuelve inapropiado y contrario a la conciencia en tiempos en que las
herejías sin condenar prosperan dentro de la Iglesia, infectando hasta a
ciertos obispos que sin embargo permanecen en sus funciones. ¿Qué hubiera ocurrido si, por ejemplo, en
tiempos del arrianismo, en que la mayoría de los obispos eran arrianos, los
fieles se hubieran limitado a ser agradables y obedientes a las ordenanzas de
esos obispos, en lugar de combatir la herejía? ¿No debe acaso la fidelidad a la
verdadera enseñanza de la Iglesia tener prioridad sobre la sumisión al obispo?
¿No es precisamente en virtud de la obediencia a la verdad revelada que
recibieron del magisterio de la Iglesia que los fieles ofrecen resistencia a
esas herejías? ¿No se supone que los fieles se aflijan cuando desde el púlpito
se predican cosas completamente incompatibles con la enseñanza de la Iglesia?
¿O cuanto se mantiene como profesores a teólogos que proclaman que la Iglesia
debe aceptar el pluralismo en filosofía y teología, o que no hay supervivencia
de la persona después de la muerte, o que niegan que la promiscuidad es un
pecado, o inclusive toleran despliegues públicos de inmoralidad, demostrando
así una lamentable falta de entendimiento de la hondamente cristiana virtud de
la pureza?
La tontería de los herejes es tolerada tanto
por sacerdotes como por laicos; los
obispos consienten tácitamente el envenenamiento de los fieles. Pero quieren
silenciar a los fieles creyentes que toman la causa de la ortodoxia, aquella
propia gente que debería de pleno derecho ser la alegría del corazón de los
obispos, su consuelo, una fuente de fortaleza para vencer su propio letargo. En
cambio de esto, estas gentes son vistas como perturbadoras de la paz. Y en caso
de que expresen su celo con alguna falta de tacto o en forma exagerado, hasta
son excomulgados. Esto muestra claramente la cobardía que se esconde detrás del
fracaso de los obispos en el uso de su autoridad. Porque no tienen nada que
temer de los ortodoxos: los ortodoxos no controlan los mass-media ni la prensa;
no son los representantes de la opinión pública. Y a causa de su sumisión a la
autoridad eclesiástica, los luchadores por la ortodoxia jamás serán agresivos
como los así llamados progresistas. Si son reprendidos o disciplinados, sus
obispos no corren el riesgo de ser atacados por la prensa liberal y ser
difamados como reaccionarios.
Esta falta de los obispos de hacer uso de su
autoridad, otorgada por Dios, es tal vez por sus consecuencias prácticas, la
peor confusión en la Iglesia de hoy. Porque esta falta no solamente no detiene
las enfermedades del espíritu, las herejías, ni tampoco (y esto es mucho peor) la flagrante como insidiosa devastación de
la viña del Señor; hasta les da vía libre a esos males. El fracaso del uso de
la santa autoridad para proteger la Sagrada Fe lleva necesariamente a la
desintegración de la Iglesia.
Aquí, como con la aparición de todos
los peligros, debemos decir “principiis
obsta” (“detengamos el mal en su Origen”). Cuanto más tiempo se permite al
mal desarrollarse, más difícil será erradicarlo. Esto es verdad para la crianza
de los niños, para la vida del estado, y en forma especial, para la vida moral
del individuo. Pero es verdad en una forma completamente nueva para la intervención
de las autoridades eclesiásticas para el bien de los fieles. Como dice Platón, “cuando los males están muy avanzados nunca
es agradable eliminarlos”.
Nada es más erróneo que imaginar que muchas
cosas deben ser autorizadas a irrumpir y llegar a su peor punto y que uno
debería esperar pacientemente que se hundan por su propio peso. Esta teoría
puede ser correcta a veces respecto a los jóvenes que atraviesan la pubertad,
pero es completamente falsa en cuestiones referentes al bonum commune (el bien común). Esta falsa teoría es
especialmente peligrosa cuando se aplica al bonum commnune de la Santa Iglesia,
que involucra blasfemias en el culto público y herejías que, si no son
condenadas, continúan envenenando incontables almas. Aquí es incorrecto aplicar la parábola del trigo y la cizaña.
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