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jueves, 3 de julio de 2025

El amor divino triunfa de todo – Por San Alfonso María de Ligorio


 

   Fuerte como la muerte es el amor. Así como la muerte nos desprende de todos los bienes de la tierra, de todas las riquezas, de todas las dignidades, de todos los parientes y amigos, y de todos los deleites mundanos, así cuando reina en nuestros corazones el amor divino, arranca de nosotros todo apego a los bienes de este mundo. Por esto se ha visto a los Santos despojarse de cuanto les ofrecía el mundo, renunciar las posesiones, las altas posiciones y todo lo que tenían, y se han retirado s los desiertos o a los claustros para no pensar más que en Dios.

 

   El alma no puede existir sin amar al Criador o a las criaturas. Examinad a un alma exenta de toda afección terrestre: la encontraréis llena del amor divino. ¿Querernos saber si somos de Dios?  Preguntémonos si estamos despegados de todas las cosas terrenas.

 

   Se quejan algunos de que en los ejercicios piadosos, en sus oraciones, en sus comuniones, en sus visitas al Santísimo Sacramento, no encuentran a Dios. A estos es a quien Santa Teresa dice: Desprended vuestro corazón de las criaturas, y después buscad a Dios, que ya le hallaréis.

 

   No siempre encontrarán las dulzuras espirituales que el Señor no da continuamente en esta vida a los que le aman, sino sólo de cuando en cuando, a fin de aficionarlos a las inmensas dulzuras que les tiene preparadas en el paraíso. Con todo, les deja saborear aquella paz interior, que supera todos los placeres sensuales ¿Puede haber delicia mayor para un alma enamorada de Dios, que poder exclamar con verdadero afecto: Mi Dios y mi todo? San Francisco de Asís pasó una noche entera en un, éxtasis celestial, y durante toda ella repetía de continuo: ¡Mi Dios y mi todo!

 

   Fuerte corno la muerte es el amor. Si viésemos que algún moribundo se llevaba algo de acá abajo, eso sería señal de que no estaba muerto: la muerte nos priva de todo. El que quiere ser, enteramente de Dios, lo debe abandonar todo; si retiene algo, su amor al Señor será débil e imperfecto.

 

   El amor divino nos despoja de todo. Decía el Padre Segneri, el joven, gran siervo de Dios: El amor de Dios es un ladroncillo simpático que nos despoja de todo lo terreno.

 

   A otro siervo de Dios, que había repartido a los pobres cuanto poseía, le fué preguntado, qué era lo que le había reducido a tanta pobreza, y él, sacando el Evangelio de su seno, respondió: Ved ahí lo que me ha despojado de todo.

 

   En suma, Jesucristo quiere poseer nuestro corazón por entero, y no quiere sociedad con nadie en esta posesión. Dice San Agustín, que el Senado romano no quiso decretar la adoración de Jesucristo, porque decía que era un Dios orgulloso por cuanto quería ser él solo el adorado. Y así es. Siendo él el único Señor nuestro, justo es que él solo quiera ser amado y adorado por nosotros con puro amor. San Francisco de Sales dice, que el puro amor de Dios consume todo lo que no es Dios. Así pues, cuando se alberga en nuestros corazones cualquier afición o cosa que no es Dios ni por Dios, debemos ahuyentarla al punto diciendo: ¡Fuera! no hay aquí lugar para ti. En esto consiste aquella renuncia total que el Salvador tanto nos recomienda si queremos ser suyos del todo. Total, es decir, de todas las cosas y especialmente de parientes y de amigos.

 

   ¡Cuántos por agradar a los hombres dejan de hacerse santos! David dice, que los que se esmeran en agradar a los hombres son despreciados de Dios.

   Pero sobre todo debemos renunciar a nosotros mismos, domando el amor propio. Maldito amor propio que quiere entrometerse en todo, aun en nuestras obras más santas, poniéndonos delante la propia gloria el propio gusto.

 

   ¡Cuántos predicadores pierden por esto todos sus trabajos! Muchas veces, aun en la oración, en la lectura espiritual el en la Sagrada Comunión, se introduce algún fin no puro, como hacerse ver, o sentir dulzuras espirituales.

 

   Debemos, pues, dedicar todo nuestro esmero a domar este enemigo, que nos hace perder las mejores obras, Debemos privarnos, cuanto nos sea dable, de todo lo que más nos agrada: privarnos de aquel pasatiempo: servir al hombre ingrato, precisamente porque nos es ingrato: tomar aquella medicina amarga, precisamente porque es amarga.

 

   El amor propio quiere que creamos que no es buena una cosa sino cuando él se halla satisfecho. Pero el que quiere ser todo de Dios, es menester que cuando se trata de alguna cosa de su gusto, se haga fuerza y diga siempre: Piérdase todo y dese gusto a Dios.

 

   Por otra parte nadie está más contento en el mundo que quien desprecia todos los bienes del mundo: el que más se despoja de tales bienes, resulta más rico de gracias divinas.

 

   Asi sabe el Señor premiar a sus fieles amantes. ¡Dios mío! Vos conocéis mi debilidad: habéis prometido socorrer a los que ponen toda su confianza en vos. Señor, yo os amo, confió en vos: dadme fuerzas y hacedme todo vuestro.

 

   También espero en vos, ¡oh Virgen María! mi dulce protectora.

 

lunes, 5 de mayo de 2025

De cómo un joven reducido a la pobreza, renegó de Dios, para obtener favores del demonio, y cómo salvo su alma, y recupero sus bienes, por su gran amor a María. – Por San Alfonso María de Ligorio.


 

   Cuentan el Belovacense y Cesáreo que un joven noble, al verse reducido sus vicios de rico —porque su padre lo había dejado en tan pobre situación que le era preciso mendigar para vivir— se alejó de su patria para irse a vivir con menor vergüenza en un país lejano, donde no lo conocieran. Durante el viaje se encontró con un antiguo servidor de su padre, quien, al verlo tan afligido por la pobreza a la que había rodado, le dijo que se alegrara, porque él iba a llevarlo a un príncipe tan generoso, que lo proveería de todo. Aquel servidor se había convertido en un impío hechicero. Un día se llevó consigo al pobre joven, lo condujo a través de un bosque hasta una laguna, donde empezó a hablar con una persona invisible. Por lo cual el joven le preguntó con quién hablaba.

 

— Con el demonio —le respondió—, y al ver su reacción de temor, lo animó a no asustarse. Hablando todavía con el demonio, le dijo:

 

— Señor, este joven se encuentra reducido a extrema necesidad y querría regresar a su situación anterior.

 

— Si quiere obedecerme —contestó el enemigo— lo haré más rico que antes. Pero ante todo, tiene que renegar de Dios.

 

   Horrorizóse el joven. Pero el maldito mago lo incitó a hacerlo y él renegó de Dios.

 

— No es suficiente, replicó el demonio; tiene también que renegar de María, porque ésa es la que, tenemos que reconocerlo, nos ha causado las mayores pérdidas. ¡A cuántos nos arrebata de las manos para convertirlos a Dios y salvarlos!

 

— No. Esto no, replicó el joven; no voy a renegar de mi Madre; ella es toda mi esperanza. Prefiero seguir mendigando toda la vida. Y diciendo esto, el joven se alejó de aquel lugar.

 

   De regreso, pasó ante una Iglesia de María. Entró el afligido joven y arrodillándose ante su imagen comenzó a llorar e implorar a la Santísima Virgen que le alcanzara el perdón de sus pecados. Y María comenzó al momento a orar a su Hijo por aquel miserable. Jesús dijo al principio:

 

— Madre, pero este ingrato, ha renegado de mí. Más, al ver que su Madre no dejaba de pedirle, dijo finalmente:

 

— Madre mía, nunca te he negado nada; que sea perdonado, ya que tú me lo pides.

 

   El ciudadano que había comprado la hacienda del joven derrochador, observó en secreto todo esto. Al ver él, la compasión de María con aquel pecador, le dio a su única hija por esposa, constituyéndolo heredero  de su fortuna. De esta manera, aquel joven recuperó por medio de María la gracia de Dios e incluso los bienes temporales.

 

“Las Glorias de María”

 

 

lunes, 10 de febrero de 2025

El amor de Sor Dominica del Paraíso a Jesús y a María – Por San Alfonso María de Ligorio – Una bellísima y piadosa historia de amor.





   Se lee en la vida de sor Dominica del Paraíso, escrita por el padre Ignacio del Niente, dominicano, que en una aldea llamada Paraíso cerca de Florencia nació esta doncellita de padres pobres.

 

   Desde niña empezó a servir a la divina Madre. Ayunaba a honra suya todos los días de la semana, y después en el sábado repartía a los pobres aquella comida que se había quitado de la boca, y cada sábado iba al huerto de su casa o a los campos vecinos donde recogía todas las flores que podia, y las presentaba delante de una imagen de la santísima Virgen con el niño en los brazos, que tenía en su casa.

 

   Pero volvámonos ahora a ver con cuantos favores la agradecidísima Señora compensaba los obsequios que esta su sierva le ofrecía. Estando una vez Dominica a la ventana, y era entonces de diez años, vio en la calle una mujer de hermoso aspecto y consigo un niño, que entrambos alargaban la mano en acción de pedir limosna. Va ella a tomar el pan, y he aquí que sin abrir la puerta se los ve delante, y advierte que el niño tenía heridas las ¡manos, los pies y el pecho. Por lo cual preguntó a la mujer:

 

   — ¿Quién ha herido este niño?— Respondió la mujer:

   — Le ha herido el amor.

  — Dominica enamorada de la modestia y hermosura de aquel niño, le preguntó si le dolían aquellas heridas. Más Él no respondió sino con una sonrisa. Entre tanto estando ya todos cerca de las imágenes de Jesús y de Maria, dijo la mujer a Dominica:

   — Dime, hija, ¿quién te mueve a  coronar a estas imágenes de flores?

   — Ella respondió:

   — Me mueve el amor que tengo a Jesús y Maria.

   — ¿Y cuánto les amas?

   — Los amo cuanto puedo.

   — ¿Y cuánto puedes?

   — Cuanto ellos me ayudan.

   — Prosigue, dijo entonces la mujer, prosigue en amarlos, que bien te lo pagarán ellos; en el cielo.

 

   Luego la doncella percibiendo que salía de aquellas llagas un olor celestial, preguntó a la Madre con qué ungüento las ungía, y si aquel ungüento se podia comprar. Respondió la mujer:

   — Se compra con la fe y con las obras.

   —Dominica les ofreció el pan.

   La Madre dijo:

   — ¡La comida de este mi Hijo es el amor, dile que amas a Jesús y le alegrarás.

   — El niño apenas oyó este nombre de amor empezó a  regocijarse, y vuelto a la doncellita le preguntó, cuanto amaba a Jesús. Y respondiendo ella que le amaba tanto que día y noche siempre pensaba en Él, ni buscaba otra cosa más que el darle gusto cuanto podia:

   — Ahora bien, añadió Él, ámale, que el amor te enseñará qué debes hacer para darle gusto.

   —Creciendo después el olor que exhalaba de aquellas llagas, exclamó Dominica:

  — ¡O Dios! esta fragancia me hace morir de amor. Si el olor de un niño es tan suave, qué será el olor del paraíso —

 

   Mas he aquí entonces ve mudarse la escena: La Madre apareció vestida de Reina y cercada de luz, y el niño hermoso resplandeciente como un sol, que tomando aquellas mismas flores las esparció sobre la cabeza de Dominica, la cual reconociendo ya en aquellos personajes a Maria y a Jesús, se había postrado para adorarlos. Y así dio fin la visión.

 

   Dominica tomó después el hábito de santo Domingo, y murió en opinión de santa en al año 1553.

 

“LAS GLORIAS DE MARÍA”


 

sábado, 9 de noviembre de 2024

RAZONES POR LAS QUE DIOS PERMITE QUE SEAMOS TENTADOS – Por San Alfonso María de Ligorio. (Traducido por Nicky Pío del texto en portugués).


 



   Alma cristiana, difícilmente estará Dios feliz con tu vida pasada, y ciertamente tú mismo no lo estas, y si la muerte te viniese ahora a buscar, seguramente no morirías de buen grado. Con todo, espero que estés decidida a servir a Dios más fielmente en el futuro, y amarlo más fervientemente, y, por eso, prepárate para el combate.

 

   LAS TENTACIONES. Escucha cómo el Espíritu Santo te exhorta: “Hijo, entrando al servicio de Dios…prepara tu alma para la tentación” (Ecli 2, 1). Y, de hecho, el Señor a veces permite que las almas más queridas  por Él, también sean las más atormentados por las tentaciones.

 

   En el desierto de Palestina, entre ejercicios y oraciones, San Jerónimo estaba terriblemente atormentado por las tentaciones. “Estaba solo, escribe, y mi corazón estaba lleno de amargura, mis miembros macilentos y exhaustos, cubiertos de cilicios, mi piel estaba ennegrecida como el de un africano; la dura tierra era mi lecho, que me sirvió más para el tormento que para el descanso; mi comida era escasa y, a pesar de todo esto, mi corazón se inflamaba, contra mi voluntad, y ardía con la lujuria más espantosa, mi único consuelo consistió en dirigirme apresuradamente a Jesucristo y pedirle su auxilio” (Ep. ad Eustoch.).

 

   1) Si Dios Nuestro Señor permite que nos sobrevengan tentaciones, es para que no humillemos. ¿Qué sabe aquel que no es tentado? (Ecli. 34,9). Pregunta el sabio. Y, en verdad, nunca se aprende mejor a conocer la propia miseria que cuando se es tentado. Antes de la tentación como hace notar San Agustín, se fiaba San Pedro mucho en su propia persona, llegando hasta declarar que prefería morir antes que negar a Jesús. Pero cuando fue tentado, cobardemente lo negó, y de esta manera aprendió a conocer su propia flaqueza. San Pedro que antes de la tentación, colocaba su confianza en sí mismo, continúa San Agustín, llegó a conocerse en la tentación”

 

   Por la misma razón quiso el Señor que San Pedro fuese atormentado por unas de esas molestas tentaciones, que más que otras humillan  al hombre, para que no se envanezca con las revelaciones celestiales que les fueron hechas. “Y a fin de que por la grandeza de las revelaciones, no me levante sobre lo que soy, me ha sido clavado un aguijón en la carne,  un ángel de Satanás que me abofetee, para que no me engría” (2 Cor 12, 7).

 

   2) ¡Oh Señor! permítenos también que seamos tentados para enriquecernos de méritos. Muchos cristianos piadosos son atormentados de escrúpulos por causa de los malos pensamientos  que tienen. Se afligen sin razón, pues no son los malos pensamientos, sino el consentimiento en ellos, lo que constituye pecado.

 

   Por grandes que sean las tentaciones, no podrán manchar vuestra alma, si sobrevienen sin nuestra culpa, y si lo repelemos. Santa Catalina de Siena, y  Santa Ángela de Foligno tuvieron fuertes tentaciones contra la pureza, más lejos de ofuscar la pureza de esas almas castas, aumentaron en ellas tales virtudes.

 

   Cada vez que un alma vence una tentación, adquiere un nuevo grado de gracia y, correspondientemente un nuevo grado de gloria en el cielo. De manera que ganaremos tantas coronas, como tantas fueren las tentaciones vencidas, afirma San Bernardo. Nuestro Señor mismo dice a Santa Matilde: “Tantas serán las perlas que un alma engarza en su corona, cuantas fueran las tentaciones por ella vencidas con el auxilio de mi  gracia”. En los anales de los Cistercienses se consta que una vez, durante la noche fue un monje asaltado por tentaciones impuras, consiguiendo a pesar de todo salir vencedor. Ahora entre tanto un hermano lego tuvo la siguiente visión: “Le aparece un joven encantador, que le presenta una corona de piedras preciosas diciéndole: procura de entregar a tal monje esta corona, que la conquisto esta noche. El hermano lego le relata la visión al Abad, que manda llamar al referido monje y, sabiendo de la resistencia que opuso a la tentación, reconoce que aquella era la recompensa, que el Señor le preparaba en el cielo”.

 

   También Nuestra Señora revelo a Santa Brígida, que ella abría de recibir una recompensa especial del cielo, si se esforzase por repeler los malos pensamientos, aunque éstos no desaparecieran de su espíritu, a pesar de sus esfuerzos. “A cada uno de tus esfuerzos le corresponderá una corona en el cielo” le dice la Santísima Virgen.

 

   3) Dios permite entonces las tentaciones, porque ellas nos mueven a la práctica de las virtudes, en especial la humildad, y la sumisión a la voluntad de Dios. Las penas que más afligen a las almas amantes, no es la pobreza, los desengaños, los desprecios y persecuciones, sino el abandono a las tentaciones internas. Cuando un alma goza de la presencia amorosa de Dios, los dolores, las injurias y malos tratos que tienen que sufrir de parte de los hombres, lejos de abatirlas, las consuela, ya que se les permite ofrecer alguna como a su Dios, como prenda de su amor; todo esto le sirve, por así decirlo, como combustible con el que alimenta el fuego del amor divino.

 

   Un tormento, sin embargo, inmensamente atroz para quienes aman a Jesucristo con todo el corazón, es verse expuestos al peligro de perder la gracia de Dios por la tentación, o la desolación, y el miedo de haberla perdido ya, que es aún más horrible.

 

   Sin embargo, este mismo amor le da la fuerza para sufrir con paciencia tales pruebas y continuar decididamente por el camino de la perfección.

 

   Ninguna tormenta es tan peligrosa para un velero, escribe San Jerónimo, como la prolongada falta de viento. Entonces la tormenta de las tentaciones obliga al hombre a no quedarse ocioso, sino a unirse más íntimamente a Dios a través de la oración y la renovación de sus buenas intenciones, realizando repetidos actos de humildad, confianza y renuncia.

 

   A este respecto leemos el siguiente hecho de la vida de los Padres: Un joven estaba continuamente atormentado por violentas tentaciones contra la pureza. Cuando su padre espiritual lo vio una vez en tal angustia, le preguntó: ¿Quieres, hijo mío, que le pida a Dios que te libre de tantas tentaciones que no te dejan ni una hora de paz? El buen joven respondió: No, padre mío, porque aunque siento el tormento de estas tentaciones no dejo de reconocer su utilidad; me ejercito así continuamente en la práctica de todas las virtudes;  y ahora rezo más que antes, ayuno más a menudo, hago mayores esfuerzos para mortificar mi carne rebelde. Por lo tanto  es mejor que pida a Dios me asista con su gracia para aguantar con paciencia estas tentaciones y a través de ellas avanzar hacia la perfección.

 

   No debemos desear tentaciones contra la pureza; sin embargo, si somos asaltados por ellas, debemos recibirlas con resignación y pensar que Dios los permite para nuestro mayor bien. El apóstol san Pablo, atormentado por tales tentaciones, pedía al Señor muchas veces, que le librase de ellas, recibiendo, sin embargo por respuesta, que la gracia divina le bastaba. “Por eso rogué al Señor tres veces para que ángel de satanás se apartase de mí. Pero Él me dijo: Bástate mi gracia, porque la fuerza se manifiesta más perfectamente en la flaqueza” (2 Cor 12,8).

 

   Ciertamente dirás: Pero San Pablo era un santo. A lo qué responde San Agustín (Conf., 1. 12): “¿Qué pensáis? ¿Fue, tal vez, por sus propias fuerzas que los santos resistían las tentaciones? ¿No fue más bien, por la gracia de Dios? ¿Fue para ellos mismos o por el Señor, qué podían hacer cosa alguna? Los santos confiaron en Dios, y por eso conquistaron la victoria.

 

   El mismo santo doctor añade: “Abandónate en manos de Dios, y no temas: el que te expone al combate, no te dejará solo, ni te abandonará, lanzándote a la perdición. Entrégate a él y no temas; Él no se apartará de ti, dejándote caer”

 

   4) Dios finalmente permite que las tentaciones nos desprendamos cada vez más del mundo, y hacernos desear más ardientemente su visión en el cielo. Almas devotas, viéndose en el mundo combatidas día y noche por tantos enemigos, se asquean de la vida y exclaman: “Ay de mí, que dura tanto mi peregrinación” (Sal. 119, 5), y suspiran por la hora en que puedan decir: “Rota está el lazo y estamos libres” (Sal. 122, 7). El alma desearía subir hasta Dios, más una cadena la retiene en el mundo, donde es continuamente es asaltada por tentaciones. Las almas que aman a Dios suspiran por esa liberación, para verse libres del peligro de ofender a Dios.

 

“ESCUELA DE PERFECCIÓN CRISTIANA”

Año 1955.

 

 

 

 


viernes, 19 de abril de 2024

SOBRE LA MUERTE “Puede llegar en cualquier momento en cualquier lugar” ¿estás preparado? – Por San Alfonso María de Ligorio.

 




   Considera ¡oh hombre! que esta vida debe acabarse: la sentencia está ya pronunciada: es preciso que mueras. La muerte es cierta pero no se sabe cuándo vendrá. ¿Qué se necesita para morir? La menor lesión del corazon, una vena que se rompa en el pecho, una sofocación catarral, un flujo de sangre, la mordedura de un animal venenoso, una fiebre, una herida, una úlcera, una inundación, un terremoto, un rayo, cada una de estas cosas es bastante para quitar la vida. La muerte puede venir a sorprenderte cuando menos pienses en Ella. ¡Cuántos hay, que por la noche se han acostado llenos de salud y se hallaron muertos al día siguiente!  ¿Y esto no puede sucederte igualmente a ti? Tantas personas que han sido asaltadas por una muerte repentina, no esperaban ciertamente morir de este modo; y sin embargo, asi fué como han muerto.

   Y si entonces se hallaban en estado de pecado, ¿dónde están al presente? ¿Dónde estarán por toda la eternidad? Como quiera que sea es cierto que llegará el momento en que tú entrarás en una noche que durará siempre o en un día que no se acabará jamás. Jesucristo ha dicho: «Yo vendré como un ladrón, ocultamente y de improviso.» Este buen Señor, te lo previene a tiempo, porque desea tu salvación. Corresponde tú, a las miras de Dios y aprovéchate de su aviso, preparándote para morir bien, antes que llegue la muerte. “Estote parati” (Estad preparado) (Math. 24. 41.) Entonces no es tiempo de prepararse, sino más bien de hallarse dispuesto. Que debes morir es indudable: la escena de este mundo debe acabar para ti, pero cuando no lo sabes. ¿Quién sabe si antes de un año, antes de un mes, mañana mismo habrás dejado ya de vivir?

   ¡Oh Jesús mío! iluminadme y perdonadme.

domingo, 5 de marzo de 2023

LA MORTIFICACION DE LOS SENTIDOS – Por San Alfonso María de Ligorio.


 


Ángeles o bestias.

 

   Sin poderlo remediar, los pobres hijos de Adán tenemos que estar en continua guerra hasta la muerte, pues la carne se inclina a lo contrario que el espíritu, y el espíritu a lo contrario que la carne (Gal. 5,7).

 

   Pues si es propio de los brutos atender a la satisfacción de los sentidos, y propio de los ángeles atender a la voluntad divina, con razón dice un autor que si nosotros atendemos también a hacer la voluntad de Dios, nos convertiremos en ángeles, y si nos damos a satisfacer los sentidos, nos convertiremos en brutos. O ponemos el cuerpo bajo el poder del alma, o quedará el alma bajo los pies del cuerpo.

   A nuestro cuerpo es necesario tratarlo como trata un domador a un caballo salvaje: tirándole siempre de la rienda, para que no lo desarzone, o como trata un médico a un enfermo, al cual le prescribe lo que le repugna, que son las medicinas, y le prohíbe lo que más le apetece que son los manjares y las bebidas. De seguro que un médico que rehusara recetar medicinas porque son amargas, y permitiera al enfermo lo que le daña porque es agradable, sería cruel. Pues esa es la gran crueldad que los sensuales tienen con su alma, a la que ponen en gran peligro de ruina, por no hacer sufrir un poco al cuerpo en esta vida, y el mismo cuerpo se pone en riesgo de sufrir, junto con el alma, tormentos muchos más horribles durante la eternidad. “Esta falsa caridad –escribe San Bernardo– destruye la caridad; esa compasión rebosa crueldad, porque se sirve al cuerpo de tal modo, que el alma queda estrangulada.” Y el mismo santo (San Bernardo), hablando a los hombres carnales que se burlan de los siervos de Dios que mortifican su cuerpo, les dice: “Seremos nosotros crueles castigando la carne; pero vosotros, perdonándola, sois más crueles”. Nosotros somos crueles castigando el cuerpo con penitencias; pero más crueles sois vosotros saciándolo de regalos en esta vida, porque así condenáis, junto con el alma, a tormentos muchos mayores en la eternidad.

 

SAN ALFONSO MARÍA DE LIGORIO.

(Primera parte).


jueves, 30 de diciembre de 2021

“Valor del tiempo” (para meditarlo este Año Nuevo) – Por San Alfonso María de Ligorio.

 




 

Comentario de Nicky Pío: Empezamos una nueva oportunidad que otros ya la han perdido. ¿Y quién sabe que nos deparará el futuro en este lapso de tiempo que llamamos “Año”? Dios nos da tiempo en esta vida, sí, pero ¿Quién puede medirlo? Nada más “cierto” que la “muerte”, pero nada más “incierto” el ¿Cuándo? Y después el juicio y, quien sabe, ¿Salvación eterna o condenación eterna? No dejes de leer este artículo, el tiempo que te tomes en hacerlo será bien aprovechado. Dios nos de la perseverancia final.

 

VALOR DEL TIEMPO

 

Hijo, guarda el tiempo. (Ecl. 4, 23)

 

PUNTO PRIMERO

 

   Procura, hijo mío –nos dice el Espíritu Santo–, emplear bien el tiempo, que es la más preciada cosa, riquísimo don que Dios concede al hombre mortal. Hasta los gentiles conocieron cuánto es su valor. Séneca decía que nada puede equivaler al precio del tiempo. Y con mayor estimación le apreciaron los Santos.

   San Bernardino de Siena afirma que un instante de tiempo vale tanto como Dios, porque en ese momento, con un acto de contrición o de amor perfecto, puede el hombre adquirir la divina gracia y la gloria eterna.

   Tesoro es el tiempo que sólo en esta vida se halla, más no en la otra, ni el Cielo, ni en el infierno. Así es el grito de los condenados: “¡Oh, si tuviésemos una hora!…” A toda costa querrían una hora para remediar su ruina; pero esta hora jamás les será dada.

   En el Cielo no hay llanto; más si los bienaventurados pudieran sufrir, llorarían el tiempo perdido en la vida mortal, que podría haberles servido para alcanzar más alto grado de gloria; pero ya pasó la época de merecer.

   Una religiosa benedictina, difunta, se apareció radiante en gloria a una persona y le reveló que gozaba plena felicidad; pero que si algo hubiera podido desear, sería solamente volver al mundo y padecer más en él para alcanzar mayores méritos; y añadió que con gusto hubiera sufrido hasta el día del juicio la dolorosa enfermedad que la llevó a la muerte, con tal de conseguir la gloria que corresponde al mérito de una sola Avemaría.

   ¿Y tú, hermano mío, en qué gastas el tiempo?… ¿Por qué lo que puedes hacer hoy lo difieres siempre hasta mañana? Piensa que el tiempo pasado desapareció y no es ya tuyo; que el futuro no depende de ti. Sólo el tiempo presente tienes para obrar…

   “¡Oh infeliz! –Advierte San Bernardo–, ¿por qué presumes de lo venidero, como si el Padre hubiese puesto el tiempo en tu poder?” Y San Agustín dice: “¿Cómo puedes prometerte el día de mañana, si no sabes si tendrás una hora de vida?” Así, con razón, decía Santa Teresa: “Si no te hayas preparado para morir, teme tener una mala muerte…”.

 

AFECTOS Y SÚPLICAS

 

   Gracias os doy, Dios mío, por el tiempo que me concedéis para remediar los desórdenes de mi vida pasada. Si en este momento me enviarais la muerte, una de mis mayores penas sería el pensar en el tiempo perdido…

   ¡Ah, Señor mío, me disteis el tiempo para amaros, y le he invertido en ofenderos!… Merecí que me enviarais al infierno desde el primer momento en que me aparté de Vos; pero me habéis llamado a penitencia y me habéis perdonado. Prometí no ofenderos más, ¡y cuántas veces he vuelto a injuriaros y Vos a perdonarme!… ¡Bendita sea eternamente vuestra misericordia! Si no fuera infinita, ¿cómo hubiera podido sufrirme así? ¿Quién pudiera haber tenido conmigo la paciencia que Vos tenéis?…

   ¡Cuánto me pesa haber ofendido a un Dios tan bueno!… Carísimo Salvador mío, aunque sólo fuera por la paciencia que habéis tenido para conmigo, debería yo estar enamorado de Vos. No permitáis nuevas ingratitudes mías al amor que me habéis demostrado. Desasidme de todo y atraedme a vuestro amor…

   No, Dios mío; no quiero perder más el tiempo que me dais para remediar el mal que hice, sino emplearle todo él en amaros y serviros. Os amo, Bondad infinita, y espero amaros eternamente.

   Gracias mil os doy, Virgen María, que habéis sido mi abogada para alcanzarme este tiempo de vida. Auxiliadme ahora y haced que le invierta por completo en amar a Vuestro Hijo, mi Redentor, y a Vos, Reina y Madre mía.

 

PUNTO SEGUNDO

 

   Nada hay más precioso que el tiempo, ni hay cosa menos estimada ni más despreciada por los mundanos. De ello se lamentaba San Bernardo, y añadía: “Pasan los días de salud, y nadie piensa que esos días desaparecen y no vuelven jamás”. Ved aquel jugador que pierde días y noches en el juego. Preguntadle qué hace, y os responderá: “Pasando el tiempo”. Ved aquel desocupado que se entretiene en la calle, quizá muchas horas, mirando a los que pasan, o hablando obscenamente o de cosas inútiles. Si le preguntan qué está haciendo, os dirá que no hace más que pasar el tiempo. ¡Pobres ciegos, que pierden tantos días, días que nunca volverán!

   ¡Oh tiempo despreciado!, tú serás lo que más deseen los mundanos en el trance de la muerte… Querrán otro año, otro mes, otro día más; pero no les será dado, y oirán decir que ya no habrá más tiempo (Ap. 10, 6). ¡Cuánto no daría cualquiera de ellos para alcanzar una semana, un día de vida, y poder mejor ajustar las cuentas del alma!… “Sólo por una hora más –dice San Lorenzo Justiniano– darían todos sus bienes”. Pero no obtendrán esa hora de tregua… Pronto dirá el sacerdote que los asista: “Apresúrate a salir de este mundo; ya no hay más tiempo para ti”.

   Por eso nos exhorta el profeta (Ecl. 12, 1-2) a que nos acordemos de Dios y procuremos su gracia antes que se nos acabe la luz… ¡Qué angustia no sentirá un viajero al advertir que perdió su camino cuando, por ser ya de noche, no sea posible poner remedio!…Pues tal será la pena, al morir, de quien haya vivido largos años sin emplearlos en servir a Dios. Vendrá la noche cuando nadie podrá ya operar (Jn. 9, 4). Entonces la muerte será para él tiempo de noche, en que nada podrá hacer. “Clamó contra mí el tiempo” (Lm. 1, 15).

   La conciencia le recordará cuánto tiempo tuvo, y cómo le gastó en daño del alma; cuántas gracias recibió de Dios para santificarse, y no quiso aprovecharse de ellas; y además verá cerrada la senda para hacer el bien.

   Por eso dirá gimiendo: “¡Oh, cuán loco fui!… ¡Oh tiempo perdido en que pude santificarme!… Mas no lo hice, y ahora ya no es tiempo…” ¿Y de qué servirán tales suspiros y lamentos cuando el vivir se acaba y la lámpara se va extinguiendo, y el moribundo se ve próximo al solemne instante de que depende la eternidad?

lunes, 13 de septiembre de 2021

Cuanto se alegra Jesucristo al hallar la oveja descarriada – Por San Alfonso María de Ligorio.


 



   Dice nuestro amable Salvador –como lo refiere San Lucas en el capítulo XV de su Evangelio– que Él es aquel amoroso Pastor que, habiendo perdido una de sus cien ovejas, déjalas todas en el desierto y va en busca de la que se le ha perdido; y, cuando logra dar con ella, la abraza con inmenso gozo, la carga sobre los hombros, y luego convida a sus amigos a que le den albricias regocijándose con Él: Dadme todos el parabién; porque he hallado mí ovejuela, que se había perdido.

   ¡Ah, mi Divino Pastor! Yo era la oveja descarriada; mas Vos tanto habéis corrido en busca mía, que espero me habéis, por fin, hallado. Vos me habéis hallado a mí, y yo os he hallado a Vos. Pues ¿tendré valor para abandonaros de nuevo, amadísimo Señor mío? Y, sin embargo, ¡ay!, ello no es imposible. No permitáis, Amor mío, que vuelva a tener la desgracia de abandonaros y perderos.

   Más, ¿por qué, Jesús mío, convidáis a los amigos a que tomen parte en vuestra alegría, por haber hallado la oveja perdida? Más bien debierais decirles que diesen mil albricias y parabienes a la afortunada ovejuela, porque os ha hallado a Vos, que sois su Dios.

   ¡Dulcísimo Salvador mío! Ya que me habéis hallado, estrechadme con Vos, aprisionadme con las dulces cadenas de vuestro amor, para que ya siempre os ame y nunca más vuelva a separarme de Vos. Os amo, Bondad infinita, y espero amaros siempre, y nunca jamás abandonaros.

   Asegúranos el profeta Isaías que Dios, luego que oye la voz del pecador arrepentido, que se acoge a su misericordia, al punto le responde y le otorga el perdón. Tan pronto como oyere la voz de tu clamor, te responderá.

   Aquí me tenéis, Dios mío, a vuestros pies con el corazón rasgado de dolor por haberos ultrajado tantas veces, vengo a pedir misericordia y perdón. ¿Qué me respondéis? Presto, Señor, atended a mis ruegos y perdonadme; que no me sufre el corazón vivir por más tiempo lejos de Vos y privado de vuestro amor.

   ¡Ah! Vos sois Bondad infinita, que merece infinito amor. Si hasta aquí menosprecié vuestra gracia, ¡oh, Dios mío!, estimóla ahora más que todos los reinos de la Tierra; y, pues os he ofendido, ruégoos toméis venganza de mí, no arrojándome de vuestra presencia, sino infundiéndome tal dolor y contrición que me haga llorar, mientras me durare la vida, los disgustos y sinsabores que os he causado. Señor, os amo con todo el amor de mi alma; mas sabed que en adelante ya no podré vivir sin amaros: prestadme, pues, vuestra soberana ayuda y asistencia.

   Ayudadme también Vos, ¡oh, María!, con vuestra poderosa intercesión.

 


lunes, 2 de agosto de 2021

Celo de San Alfonso María de Ligorio para reformar las costumbres de su grey y remover los escándalos.


 



Pero si tanto trabajó Alfonso por la exacta disciplina del clero y de las sagradas vírgenes, ¡oh! ¡y cuánto no se ocupó y se afanó todavía por el bien y provecho espiritual del resto de su grey! Comprendía él muy bien que antes de edificar y de plantar, es necesario descombrar y destruir los obstáculos, esto es, extirpar el vicio y desterrar el mal, para poder despues establecer el bien y radicar la virtud; por lo que sus primeros pensamientos y sus primeros afanes con respecto al pueblo, fueron corregir las costumbres y desterrar los vicios, a fin de poder luego conducir más fácilmente al bien y aun procurar la perfección, según la vocación y el estado de cada uno. Con este objeto, sin omitir fatiga y sin atender a ninguna indisposición de salud o a cualquiera otra cosa, se ocupaba continuamente, como ya se ha dicho, en predicar en forma de misiones, y en dar instrucciones, y en hacer catequismos, exhortaciones y novenas, ya en una, ya en otra iglesia, y aun algunas veces en las plazas públicas. Hallándose en la visita de algunos distritos en que habia muchos pueblecillos o aldeas próximas, en los días festivos, particularmente después de haber predicado por la mañana en uno de ellos, iba por la tarde a predicar a otro: de esta manera, desatándose unas veces contra el vicio y representando toda su deformidad, y otras mostrando la infinita misericordia de un Dios que da tiempo al pecador para volver en sí y espera su arrepentimiento, y otras explicando é insinuando los deberes de la vida cristiana, procuraba la conversión de los pecadores, la reanimación de los débiles y de los tímidos, y un más exacto cumplimiento de las obligaciones propias de cada estado.

 

   Y no contento con todo esto, también hacia venir todos los años misioneros, esto es, sacerdotes de su congregación o de la de Nápoles, o a los padres operarios píos, a los religiosos del orden de predicadores u otros celosos ministros evangélicos, para que recorriesen su diócesis en varias direcciones, predicando la palabra divina y convirtiendo almas a Dios. Quería además que los predicadores cuaresmales de su diócesis predicasen de modo que todos los comprendiesen, para sacar fruto de sus fatigas, por lo que muchas veces iba él mismo a escucharlos y los obligaba a dar en la semana de Pasión los ejercicios espirituales a todo el pueblo en forma de misión, de lo cual, se saca mucho provecho. Por esto solía decir por este tiempo a su secretario: Me alegro de que en esta semana de Pasión se haga misión en toda mi diócesis. El celo de Alfonso nunca satisfecho y cada vez más industrioso, pasó aún más adelante, porque tanto en Airola como en Durazzan, estableció una congregación de sacerdotes que debían reunirse una vez a la semana en un lugar destinado al efecto, y allí despues de haber hecho oración mental, debían ocuparse de adquirir la debida instrucción en confesar por medio de confesiones prácticas, así como en predicar, haciendo ejercicios propios de las misiones. Y a fin de que se amaestrasen aún más para estar en estado de ir a su tiempo a las misiones, los mandaba en compañía de otros misioneros, particularmente con los de su congregación cuando iban a predicar a su diócesis. Instruidos de este modo, los mandaba despues, de cuando en cuando, a los sitios más distantes y remotos de ella, donde habia ranchos y pequeñas aldeas de gente pobre, idiota y dispersa; y bendiciendo el Señor esta obra, no era poco el fruto que se recogía. No dejaba al mismo tiempo de instruir y amonestar su grey con cartas pastorales, edictos, notificaciones, avisos y otras cosas semejantes, según lo exigía la necesidad y él lo juzgaba oportuno. Quería también que sus vicarios foráneos y los párrocos vigilasen cuidadosamente a cerca de las buenas costumbres, y que de palabra o por escrito le informasen plenamente de cualquier desorden que ocurriese. Frecuentemente llamaba a estos mismos y a algunos religiosos y otras personas de saber, para consultar con ellos y dictar las medidas más eficaces y adaptadas al bien y provecho de su grey; y si llegaba a saber que entre sus diocesanos habia sinsabores, litigios, odios o enemistades, no omitía diligencia alguna para componer, tranquilizar y reconciliar sus ánimos y mantener por todas partes la paz y la caridad fraterna. Habiendo sabido, una vez que se hallaba en Arienzo, que habia sido herido mortalmente un joven bien nacido de aquel país, corrió inmediatamente a visitarlo, y con sus dulces e insinuantes palabras lo indujo, así como a la madre, a perdonar al ofensor: le mandó diariamente los alimentos durante el tiempo que sobrevivió, y despues de su muerte asignó a  la madre una pensioncita por cuenta de su mesa episcopal. Murió también en la misma ciudad otro diocesano suyo, a resultas de una herida que le infirió un soldado, y Alfonso acudió a interponerse con el hermano y la madre del difunto para obtener el perdón y la remisión en favor del matador, como en efecto la obtuvo.

 

   En una ocasión dos caballeros jovencillos, por ese vano puntillo de honor tan perjudicial al alma como al cuerpo, se desafiaron, y habiéndolo sabido Alfonso los hizo llamar al instante y les demostró que habían cometido un pecado mortal con solo el hecho del desafio y su aceptación, aunque no se hubiese verificado el duelo, amonestándolos para que no volviesen a intentarlo. Luego tomó el mayor empeño en promover todos los obstáculos y medidas más eficaces para impedir en lo sucesivo semejantes desordenes y aun recurrió a la autoridad civil: además de que habiendo sabido que los duelos no eran tan raros en Nápoles hizo una súplica al rey mismo para que se dignase refrenarlos, y al estar dictándola exclamaba de cuando en cuando: Pobres almas, pobres almas que van en, derechura al infierno. Despues de esto compuso una disertación sobre la impiedad de los duelos, en la que recopiló todas las leyes no solo eclesiásticas, sino civiles del reino de Nápoles, que los prohíben, y la mandó al rey y aun a muchos ministros, a fin de que dictasen los remedios más oportunos, como en efecto sucedió, pues se promulgó una ley bastante severa contra ellos. Ni tampoco fué nunca menor el empeño de Alfonso para reprimir y corregir el atrevimiento de los que no tienen ningún embarazo en abrir su boca profana contra el cielo y de proferir con su sacrílega lengua infames blasfemias. Habiéndosele referido que uno de estos incorregibles había vomitado una blasfemia abominable, mandó inmediatamente suplicar en su nombre al gobernador de Arienzo, que hiciese poner en la cárcel al que había osado cometer un delito tan execrable y digno del mayor castigo, para reparar el escándalo y sirviese de público ejemplo a los demás.

 

   Si el celo de Alfonso fué siempre tan fervoroso y tan incansable para alejar y quitar de su grey cualquiera vicio, nunca lo fué tanto respecto de otros, como lo fué en hacer una continua y vigorosa guerra al de la deshonestidad, y en procurar remover los escándalos públicos; porque este vicio, como él decía, lleva la mayor parte de los hombres al infierno. Y en verdad que con él  también corre pareja la sed inmoderada e ilícita del oro, que forman los dos caminos más espaciosos y más frecuentados por donde las almas corren afanosas para precipitarse en el antro infernal. Sin embargo, no es posible referir todo cuanto practicó con las obras y de palabra para extirpar completamente de su grey este vicio brutal. Luego que sabía que alguno de los soldados que estaban de guarnición en Arienzo, tenía malas relaciones con una mujer, hablaba al comandante para hacerlo mudar de residencia, y lo mismo hacía con los dependientes del tribunal, escribiendo al comisario y mandando llamar con frecuencia al jefe de ellos para recomendarle que tuviese la mayor vigilancia con ellos. Vió con desagrado que en Arienzo solían dejar detenidas a las mujeres delincuentes en las habitaciones de los alguaciles por falta de una cárcel separada, y para cortar este escándalo rogó al duque de aquel lugar que destinase otra cárcel para esas mujeres, el que tanto por lo racional de la petición, cuanto por la opinión que tenía de la santidad de Alfonso, no vaciló un momento en hacer lo que le pedía.