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sábado, 29 de enero de 2022

LOS TRES ESTADOS DEL ALMA – Por San Antonio María Claret.


 



ESTADO PRIMERO.

Alma en gracia.

 

   Vosotros sois el templo de Dios vivo, como dice Dios: que yo moraré en ellos. (II ad Cor. VI, 16). Mis delicias son estar con los hijos de los hombres. (Prov, VIII, 31).

 

DIÁLOGO.

   Alma. ¡Qué bueno sois, o Señor y Dios mío!

   No contento con haberme criado y redimido, y con haberme preparado un cielo de eterna dicha, aun aquí en la tierra me llenáis de contentos y de gustos inexplicables.

   Jesús. Alma querida, grande es el amor que te profeso, y lo conocerás por mis obras, si con atención las reflexionas. Haz atención, alma estimada, que te crié a mi imagen y semejanza, para que, dándome pruebas de tu fidelidad aquí en la tierra, pudieras venir un día a gozar en mi compañía de mi misma felicidad allá en la gloria; para tí he criado el universo; te doté de potencias y sentidos; en todos los momentos te conservo, y además de esto te di un príncipe de mi corte para que te guie y te custodie. No me he contentado con llenarle de gracias naturales, sino que te he colmado de dones sobrenaturales: por tí bajé del cielo a la tierra y me hice hombre; por tí viví treinta y tres años en este mundo, sufrí muchas humillaciones, y finalmente espiré en una cruz; por tí instituí los santos Sacramentos para darte o aumentarte la gracia, que vale más que el mundo entero: y por no separarme de tí, cuando la voluntad de mi Padre me llamaba al cielo, me quedé en el santísimo Sacramento del altar, haciendo mis delicias de estar en tu compañía.

   Alma. ¡Ah, Señor! ¿Quién soy yo para que me dispenséis tanta honra? Vos me llamáis amiga... esposa... hija... y hasta me obligáis a que os llame Padre... ¿qué es lo que de mí queréis, o Jesús mío?  Hablad; que vuestra hija os escucha.

   Jesús. Lo que te digo y quiero de tí es, que “no peques”, que observes mis mandamientos, y por más tentaciones que te presente el demonio, no te olvides jamás de mi santa ley.

   Alma. ¡Ah, mi Jesús! no temáis, no, que yo os abandone jamás. Ya sabéis que os he hecho dueño de todo mi corazon, y que deseo amaros con todo el afecto de que es capaz una pura criatura: y así descansad, Señor, en mi corazon como en un trono, que desde este momento ya os ofrezco todo lo que haré y todo lo que sufriré en todo el curso de mi vida. ¡Oh Señor, cuán grande es la abundancia de vuestras dulzuras, que tenéis preparadas para los que os temen y aman! y ¡con cuánta profusión las derramáis sobre ellos! ¿Quién será el ingrato que no os amará? ¿Quién el insólenle que pecando os ofenderá?

   En verdad parece imposible que peque el que ha gustado de vuestras delicias. “Muy bien lo comprendió aquel joven, de quien escribe un misionero de las Indias que despues de haberle convertido, catequizado, y dándole la sagrada Comunion, se fué á otros pueblos a predicar. Un año despues volvió el misionero a visitar al joven neófito, quién corrió gozoso hacia su padre espiritual, pidiéndole con instancias que le diese la sagrada Comunion. — Con gusto, le dijo el buen Padre, satisfaré tu deseo; pero antes debes confesarte de los pecados que hayas cometido en este año. — ¡Cómo, le dijo admirado el joven! ¿Cómo es posible que un cristiano, que recibió a Jesucristo en la sagrada Comunion, lo eche por el pecado, y ceda su lugar al demonio? Dígame Usted; padre mío, ¿es posible tanta ingratitud? ¿Tanta iniquidad? ¿Tanta maldad?”

   Por cierto que si bien se considerase, no habría corazon que fuese capaz de tanta maldad.

 

“OPÚSCULOS”


jueves, 22 de abril de 2021

La mala confesión – Por San Antonio María Claret. (Ejemplos): Una lectura terrible, pero cierta (Primera parte).


 



   Hasta ahora te he propuesto, amado cristiano, el camino que debes seguir y el modo de poderte levantar, si por desgracia cayeres, que es el sacramento de la Penitencia. Exige, sin embargo, este Sacramento mucha disposición para acercarse a él debidamente, porque, de otra suerte, en lugar de levantarte te hundirás más en la iniquidad, añadiendo a tus pecados el peso enorme del sacrilegio; y si así, mal confesado, te acercases a la Sagrada Mesa, ¡ay de ti!, ¡qué otra nueva maldad cometerías! Te harías reo del Cuerpo y Sangre de Jesucristo, y te tragarías, como dice San Pablo, la condenación. A fin, pues, de apartarte de tan enorme delito, voy a referirte algunos ejemplos de varios estados, copiados de San Alfonso María de Ligorio en su libro titulado Instrucción al pueblo.

 


   1°) Ejemplo: de un hombre que hacía malas confesiones, y después, cuando quiso confesarse debidamente, no pudo; porque bien lo expresa el mismo Dios cuando dice: Me buscaréis y no me hallaréis y moriréis en vuestro pecado. Dice San Alfonso María de Ligorio que en los anales de los Padres Capuchinos se refiere de uno que era tenido por persona de virtud, pero se confesaba mal. Habiendo enfermado de gravedad, fue advertido para confesarse, e hizo llamar a cierto Padre, al cual dijo desde luego: – Padre mío: Decid que me he confesado, mas yo no quiero confesarme. – ¿Y por qué?, replicó admirado el Padre. – Porque estoy condenado – respondió el enfermo –, pues no habiéndome nunca confesado enteramente de mis pecados, Dios, en castigó, me priva ahora de poderme confesar bien. Dicho esto comenzó a dar terribles aullidos y a despedazarse la lengua, diciendo:¡Maldita lengua, que no quisiste confesar los pecados cuando podías! Y así, haciéndose pedazos la lengua y aullando horriblemente, entregó el alma al demonio, y su cadáver quedó negro como un carbón y se oyó un rumor espantoso, acompañado de un hedor intolerable.

 


   2°) Ejemplo: de una doncella, que murió también impenitente y desesperada. – Cuenta el Padre Martín del Río que en la provincia del Perú había una joven india llamada Catalina, la cual servía a una buena señora que la redujo a ser bautizada y a frecuentar los Sacramentos. Confesábase a menudo, pero callaba pecados. Llegado el trance de la muerte se confesó nueve veces, pero siempre sacrílegamente, y acabadas las confesiones, decía a sus compañeras que callaba pecados; éstas lo dijeron a la señora, la cual sabía ya por su misma criada moribunda que estos pecados eran algunas impurezas. El confesor, el cual volvió para exhortar a la enferma a que se confesase de todo; pero Catalina se obstinó en no querer decir aquellas sus culpas al confesor, y llegó a tal grado de desesperación, que dijo por último: – Padre, dejadme, no os canséis más porque perderéis el tiempo y volviéndose de espaldas al confesor se puso a cantar canciones profanas. Estando para expirar y exhortándola sus compañeras a que tomase el Crucifijo, respondió: – ¡Qué Crucifijo, ni Crucifijo! No le conozco ni le quiero conocer. Y así murió. Desde aquella noche empezaron a sentirse tales ruidos y fetidez, que la señora se vio obligada a mudar de casa, y después se apareció Catalina, ya condenada, a una compañera suya, diciendo que estaba en los infiernos por sus malas confesiones.