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Otra consecuencia del “ser” caballeresco es
la preferencia del arrojo a la timidez o de la valentía al apocamiento. El
caballero cristiano es esencialmente valeroso, intrépido. No siente miedo más
que ante Dios y ante sí mismo. Pero ¿qué sentido tiene esta valentía? O dicho
de otro modo: ¿por qué no conoce el miedo el caballero cristiano?
Lo característico, a mi juicio, de la
intrepidez hispánica es, en términos generales, su carácter espiritualista o
ideológico, o también podríamos decir religioso. En efecto, se puede ser
valiente —o por lo menos dar la impresión de la valentía— de dos maneras: por
una especie de embotamiento del cuerpo y de la conciencia al dolor físico, o
por un predominio decisivo de ciertas convicciones ideales. En el primer caso
situaríamos la valentía de los primitivos, de los hombres toscos, rudos,
endurecidos, encallecidos física y psíquicamente; es una valentía hecha en su
mayor parte de inconsciencia y de anestesia fisiológica; es una propiedad
—¿cualidad o defecto?— de la raza, de la fisiología, de la constitución somática.
En el segundo caso situaríamos la valentía de los que van a la lucha y a la
muerte sostenidos por una idea, una convicción, la adhesión a una causa. Éstos
saben bien lo que sacrifican; pero saben también por qué lo sacrifican. Tipo
supremo: los mártires. Sin duda alguna, este segundo modo de la valentía es la
que merece más propiamente el nombre de humana. La primera es animal; está en
relación con el sexo, con la fisiología, con la anatomía, con la especie o la
variedad biológica. La segunda, la humana, es superior a esas limitaciones o
condicionalidades “naturales”; es superior al sexo, a la edad, a la efectividad
fisiológica y anatómica. Depende exclusivamente del poder que la idea —la
convicción— ejerza sobre la voluntad —la resolución.
Ahora bien; una de las características
esenciales del caballero cristiano —y, por consiguiente, del alma hispánica— es
la tenacidad y eficacia de las convicciones. Precisamente porque el caballero
no toma sus normas fuera, sino dentro de sí mismo, en su propia conciencia
individual, son esas normas acicates eficacísimos y tenaces, es decir, capaces
de levantar el corazón por encima de todo obstáculo. La valentía del caballero
cristiano deriva de la profundidad de sus convicciones y de la superioridad inquebrantable
en su propia esencia y valía. De nadie espera y de nadie teme nada el
caballero, que cifra toda su vida en Dios y en sí mismo, es decir, en su propio
esfuerzo personal. Escaso y escueto, o abundante y rico en matices, el ideario
del caballero tiene la suprema virtud de ser suyo, de ser auténtico, de estar
íntimamente incorporado a la personalidad propia. Por eso es eficaz, ejecutivo
y sustentador de la intrépida acción. El caballero no conoce la indecisión, la
vacilación típica del hombre moderno, cuya ideología, hecha de lecturas
atropelladas, de seudocultura verbal, no tiene ni arraigo ni orientación fija.
El hombre moderno anda por la vida como náufrago; va buscando asidero de leño en
leño, de teoría en teoría. Pero como en ninguna de esas teorías cree de veras,
resulta siempre víctima de la última ilusión y traidor a la penúltima. El
caballero, en cambio, cree en lo que piensa y piensa en lo que cree. Su vida
avanza con rumbo fijo, neto y claro, sostenida por una tranquila certidumbre y
seguridad, por un ánimo impávido y sereno, que ni el evidente e inminente
fracaso es capaz de quebrantar.
Esa seguridad en sí mismo del caballero
cristiano es, por una parte, sumisión al destino, y por otra parte, desprecio
de la muerte. Ahora bien; la sumisión del caballero a su destino no debe
entenderse como fatalismo. Ni su desprecio de la muerte como abatimiento. (…)
Se debe observar que esa sumisión al destino no se basa en una idea fatalista o
determinista del universo, sino que, por el contrario, se funda en la idea opuesta,
en la idea de que el destino personal es obra personal, es decir, congruente
con el ser o esencia de la persona, que “hace” su propio destino. Cada
caballero se forja su propia vida; pero no una vida cualquiera, sino la que
está en lo profundo dé su voluntad, es decir, de su índole personal. Y de su
congruencia entre lo que cada cual es y lo que cada cual hace, o entre la
índole personal y los hechos de la vida, responde en el fondo la Providencia, Dios
eterno, juez universal e infinitamente justo. La fe tranquila, sin nubes, del
caballero cristiano es el fundamento de su tranquila y serena sumisión a la voluntad
de Dios.
El desprecio a la muerte tampoco procede ni
de fatalismo ni de abatimiento o embotamiento fisiológico, sino de firme
convicción religiosa; según la cual el caballero cristiano considera la breve
vida del mundo como efímero y deleznable tránsito a la vida eterna. ¿Cómo va a
conceder valor a la vida terrenal quien, por el contrario, percibe en ella un lugar
de esfuerzo, un seno de penitencia, un valle de lágrimas, hecho sólo para
prueba de la santificación creciente? Así la fe religiosa del caballero
cristiano, compenetrada estrechamente con su personal fe y confianza en sí mismo,
es la que sirve de base a la virtud de la valentía o del arrojo.
“IDEA
DE LA HISPANIDAD”
Nota de Nicky Pío: En
esta obrita “LIBERALISMO CASERO” cuyo fragmento transcribo, el autor hace una
brillante analogía entre el “Gobierno de la familia” y el “Gobierno del estado”.
Cuando preparaba el material para publicarlo, no podía dejar de pensar en
nuestros gobernantes, la claridad de este autor ya conocido por su monumental
obra “EL LIBERALISMO ES PECADO” pone en esta obrita una doble enseñanza, tanto
para el que quiere gobernar cristianamente a su familia, cómo para el que quiere
gobernar cristianamente su Patria. La obrita está a manera de dialogo. No se
pierdan esta lectura, la recomiendo encarecidamente…
Gran verdad dejáis asentada en el capítulo
anterior, cuando decís que en muchas casas a la moderna, el padre ha dejado de
ser el jefe verdadero de ella, reduciéndose todo su papel a mera presidencia
honoraria o ha reinado de rey constitucional. Sin embargo, juzgo que no andáis
tan exacto, cuando afirmáis que ése es achaque general de las casas del día. En
muchas, no lo dudéis, se manda todavía duro y recio como en el antiguo régimen.
A ésas no las podréis ciertamente acusar vos de vicio de Liberalismo:
—Más que a las otras tal vez, según sea por
ese modo duro y recio de gobernar a que estáis aludiendo.
—Pues no os comprendo, a fe.
—No se me hace extraño, porque en esta materia
andan más que en otra alguna, en miserable confusión las ideas, aun entre personas
que como vos presumen, y no sin razón, de más que medianamente ilustradas.
—Gracias por el obsequio, pero explicaos de
una vez.
—Todo el toque de la explicación o clave del
enigma está en tener noción exacta (cristianamente hablando, que es como
debemos hablar siempre los cristianos), de lo que se entiende o entenderse debe
por gobernar. Para el vulgo de las gentes, y son aquí vulgo muchas que
ciertamente no se lo figuran, gobernar es sencillamente imponer uno a muchos su
propia voluntad, y creen se es tanto más liberal cuanto por más flojitos o
suavizados procedimientos se verifica tal imposición, y que se es tanto menos
liberal cuanto más a palo limpio se verifica. ¿No es verdad que así suele
entenderse por el común de los mortales la diferencia entre Liberalismo y
absolutismo?
—Sí, en efecto.
—Pues hay en eso grosera equivocación.
No son verdaderos opuestos entre sí ¡Liberalismo
y absolutismo! Al revés, un consecuente liberal suele resultar casi siempre un
perfecto absolutista, y el más brutal absolutista no es al fin y al cabo más que
un perfecto liberal.
—Aquí sí que os pierdo la pista.
—Voy a poneros en ella en un santiamén.
Liberal es todo aquel que ha erigido en
criterio y norma de gobierno su propia razón y voluntad, con independencia más
o menos franca de la razón y voluntad divinas.
¿Comprendéis eso?
—Paréceme que sí.
—Por lo mismo comprenderéis también que esa
manera de gobernar por criterio y razón propia sin sujeción alguna a la divina ley,
lo mismo puede darse en una república democrática, que en una monarquía
templada o en otra absoluta, si el rey o el presidente o la asamblea han
erigido en principio que pueden legislar y por ende gobernar según a ellos se
les antoje, sin limitación alguna por parte de otro poder superior del cual
deban en todo reconocerse súbditos.
—También eso comprendo.
—Tenemos, pues, que no está el Liberalismo
en que se gobierne con corona real o imperial, o con gorro frigio, o con sombrero
de copa; ni en que dicte leyes una asamblea libre, o las dicte un príncipe más o
menos asesorado o sin asesorar; sino en que tales príncipe o asamblea o
caballero particular dejen de reconocer sobre sí el poder divino del cual son
simples mandatarios, y sobre su ley humana otra ley eterna y revelada de la que
deben ser mera traducción y aplicación las humanas legislaciones, y sobre su
jurisdicción y temporal señorío otra jurisdicción y señorío sobrenaturales a
quien deben rendir obediencia y de quien reconocerse a su vez humildes vasallos. Dejar de reconocer eso, es
ser liberal, sea cualquiera la forma de gobierno en que eso suceda. Reconocer
tal divina jurisdicción y someterse a tal vasallaje, y a tenor de él gobernar
en nombre de Dios a los hombres, es no ser liberal, es ser autoridad genuinamente
cristiana.
—Ciertamente. Lo veo claro.
—Apliquémoslo ahora a lo que estamos tratando,
o sea al gobierno de la familia. Además de los infelices padres calzonazos que
no gobiernan en ella ni bien ni mal, porque han abdicado en sus súbditos este empleo,
hay los otros que tomándolo en diverso sentido presumen de ser en casa el único
rey, o mejor el único dios, para que a su querer se dobleguen todos sin más
razón que la de ser querer suyo. Falsos padres o mejor...
—¿Tiranos verdaderos, querréis decir?
—Habéis acertado la palabra y completado la
frase. Tiranos, que aman mucho, muchísimo la libertad, para monopolizarla toda en
su provecho, y en daño y opresión de los demás. Tiranos, que erigen en cetro el
palo, y en razón el capricho, y en ley de gobierno el todo el mundo boca abajo,
por la sola fuerza de su voluntad despótica. Tiranos, que no merecen ser
llamados padres de familia, sino cómitres de galeotes o capataces de esclavos,
que no comprenden ni estiman para nada la nobleza de la obediencia y respeto
filial, sino los terrores y vil abyección de la servidumbre. ¿Habéis conocido
padres, digo mal, fieras domésticas de este jaez?
—A docenas.
—Pues yo también, y a todos he calificado de
casos fulminantes de Liberalismo de la peor especie, liberalismo que, como en
el de los Estados, consiste en declararse el padre libre y emancipado del freno
de la ley de Dios, para más a sus anchas y con mayor libertad explotar y
oprimir a sus infelices subordinados.
—Sí, tenéis razón, muchísima razón.
—Pues bien. Ni el miserable cobarde que se
resigna a llevar sobre sí la imposición de cualquier antojo de su familia, ni el
fiero dictador que como yugo de bestias quiere que aguante ella su propia
imposición, nos ofrecen el verdadero ideal del jefe de familia según Dios,
única autoridad legítima del hogar doméstico; del padre, en una palabra, digno
de este nombre y con carácter y procedimientos de tal. Es, sí, todo eso, es
verdadero padre cristiano, el que entiende que para mandar bien a los otros es
preciso hacerse antes ejemplo vivo de la más exacta obediencia a la divina ley,
como que gobernar no es en definitiva más que cumplirla el gobernante y hacerla
cumplir a los gobernados. ¿No os parece sencilla esta fórmula?
—Y clara y transparente como el agua…
—A pesar de lo cual anda el mundo
fatigándose en elaborar prolijas y penosas teorías de gobierno, que nacen y
mueren en un día; cuando tan a mano tiene la tan sencilla y casera que os acabo
de indicar.
“LIBERALISMO CASERO”
(Año 1897)