Discípulo. —Tenga la bondad, Padre, de
resolver y disiparme otras dudas. Ante todo, ¿la confesión es absolutamente
necesaria para cancelar o borrar los pecados?
Maestro.
—Sí, absolutamente necesaria. Como es necesaria el agua para lavar las manchas,
así es necesaria la confesión para lavar y quitar los pecados. Así lo ha
establecido Dios; y desde el momento que ha creído obrar de este modo, a
nosotros no nos toca sino obedecer.
Por otra parte, ¿qué otro remedio se puede haber escogido
más fácil? Ninguno. Pongamos, por ejemplo, que por cada pecado hubiera
ordenado que se diera una gran limosna, ¿a
cuántos no les parecería gravosa y hasta imposible?... Supongamos que
hubiese establecido un ayuno, ¿cuántos
no podrían o no querrían ayunar?... Imaginemos que hubiese mandado una
larga peregrinación, ¿cuantos, aún con
la mejor voluntad, no podrían cumplirla? Más nada de todo eso. Cualquiera
que sea el pecado, por cualquier número de veces que lo hubiese cometido, basta
que se confiese con un ministro suyo, que el pecador puede elegir libremente,
del modo más secreto, todo queda perdonado. Dime: si las leyes humanas y
civiles hicieran lo mismo, si bastara presentarse al juez y confesar su delito
para obtener el perdón, ¿habría cárceles
y galeras?
D. —No, por cierto, todos los delincuentes
se apresurarían a confesar, aún los más bribones.
M.
— ¿Por qué, pues se considera gravosa la confesión sacramental?
D. — ¡Claro! Más, ¿no bastaría confesarse con Dios directamente? ¿Qué necesidad hay de recurrir al sacerdote, y comunicar a otros
nuestros intereses?
M.
— Quien manda, manda, y cartuchera al cañón. Ven acá. El rey el gobierno manda
pagar los impuestos; ahora bien, prueba de ir a la Capital a pagar directamente
al rey o al gobierno. Te dirán: ve a nuestro encargado, al cobrador y págale a
él; y no te valdrán tus protestas. Quieren que se pague, pero al cobrador.
Así
pasa con la confesión. Dios perdona, pero por medio de sus encargados, que son
los confesores.
D. —Absolutamente cierto, jamás había
pensado en ello.
M.
—Y en lo tocante a lo que decías de manifestar a otros tus intereses, perdona
que te pregunte, ¿de qué intereses se
trata aquí? Se trata de pecados y no de intereses. Cuando te viene un
fuerte dolor de cabeza, o de muelas ¿acaso
por no manifestar tus intereses no acudes al médico o al cirujano para que te
sane? ¿Y cuando alguien tiene alguna querella contra ti, no te vas a un abogado
para que te salve de la condena?
D. — ¡Ah! si, voy inmediatamente al médico
o al abogado a contarle todo lo que me pasa, y procuro explicarme bien.
M.
— ¿ Cómo, pues, sólo con respeto a la
confesión, que es un secreto impenetrable y divino, se teme manifestar los
propios intereses? ¡Vamos, estas son
excusas muy débiles, que a la legua revelan una buena dosis de mala voluntad!
D. —Sin
embargo, Padre, me habrá de conceder que es cosa muy dura tener que manifestar
ciertas miserias.
M.
—Que sea algo duro, concedo, porque nuestro amor propio queda algún tanto
humillado, mas después de todo es un deber y una necesidad. ¿Acaso no se manifiestan al médico ciertas
miserias?...
D. — ¡Oh
sí, con tal de sanar!...
M.
—Pues bien,
o se quiere recibir la gracia de Dios y volver a ser su hijo, o se quiere
permanecer en el pecado y continuar siendo hijo del demonio y esclavo del
infierno. No hay escape; y para conseguir librarse es indispensable la
confesión, sin la cual ni puede haber paz, ni perdón, ni Paraíso.
Al Soberano toca
legislar. He aquí otra vez la prueba de ello por los hechos.
En
la crónica de la Orden de San
Benito se narra de un religioso
llamado Pelagio, que habiendo, por
desgracia, en su juventud cometido un grave pecado, resolvió no confesarlo.
Pasó en este estado meses y años con gran aflicción, preso siempre de los más
graves remordimientos. ––Habiendo pasado por ahí un peregrino, como inspirado
por Dios, dijóle: “Confiésate, Pelagio, Dios te perdonará y conseguirás la
paz”. Más él se obstinó en su
silencio, lisonjeándose de obtener el perdón sin confesarse, y se determinó a
darse en cambio a grandes penitencias. Entró en un monasterio; allí era la
admiración de todos por su humildad, su obediencia, ayunos y mortificaciones
continuas, reputándole todos, por ello, como santo. Vino finalmente, que murió
y fue sepultado, con gran sentimiento de todos, en la sepultura de la iglesia,
como se acostumbraba entonces. A la mañana siguiente el sacristán encontró su
cuerpo sobre la sepultura, y lo enterró de nuevo. También a la mañana del
tercer día lo encontró de nuevo afuera. Entonces avisó al abad, el cual, con
los demás monjes, rodeado el cadáver, le dijo: “Pelagio, tú siempre fuiste obediente en
vida, obedece ahora después de muerto. Dime, de parte de Dios, ¿estás acaso en
el purgatorio? ¿Tienes necesidad de sufragios, o es voluntad de Dios que se te
ponga en un lugar más digno?” Entonces, el difunto, dando un
aullido, respondió: “¡Ay de mí! Estoy en el infierno por mi pecado que no
confesé desde hace ya muchos años, del cual esperaba obtener misericordia por
otros medios. Sacadme de aquí y sepultadme en un estercolero como a los
jumentos”
De
una monja se lee que habiendo cometido un pecado a la edad de siete años, nunca
quiso confesarlo, con la esperanza de que le fuese perdonado lo mismo. A tal
fin se encerró en un convento y se hizo religiosa. Por su vida austera y por la
práctica de todas las virtudes, fue elegida abadesa, cargo que desempeñó del
modo más escrupuloso y ejemplar. Más le llegó la muerte, se apareció a las
religiosas rodeada de llamas y gritando desesperadamente, decía: “No roguéis por mí, que estoy condenada por un pecado que
cometí a los siete años y que jamás confesé”.
D. —
¡Pobrecitos! Y pensar que con haber dicho una palabra en la confesión hubiera
bastado para hacerles felices, ¿no es así, Padre?
M.
— Cierto que sí, y sin embarco se acarrearon un infierno aquí y otro mayor
allá. No obstante, créelo, no es corto el número de estos desgraciados que no
quieren persuadirse que para perdonar los pecados es indispensable la
confesión, la cual, además es una necesidad del corazón.
D. — ¿Cómo que hasta una necesidad del corazón?
M.
— Te lo pruebo.
No
hace muchos años corría en la prensa de Italia el caso de un hombre, —zapatero
de la ciudad de Bassano en el Véneto—, el cual en un ímpetu de cólera arrojó un
hierro contra un sobrino suyo de corta edad y lo mató. Horrorizado de lo que
acababa de hacer, escondió el cadáver, y por la noche se fue y lo enterró en un
bosque. Buscóse durante muchos días al niño, hiciéronse por
todas las más extrañas conjeturas, pero nadie pensó en el zapatero, nadie le
había visto cometer el delito; lo hizo impunemente. Podía, pues, estar
tranquilo y vivir con toda alegría. Pero desde aquel día, ya no repicaba,
sonoro el martillo, se volvió triste, pensativo. Vendió la casa y las
herramientas y huyó a América. Allí estaba seguro todavía. Había podido olvidar
todo aquello y ser feliz. Muy de otro modo fue sin embargo. Al cabo de dos años
vuelve, se presenta espontáneamente al juez y confiesa su delito. La justicia
indaga, se busca en aquel bosque los míseros restos de la víctima, se instruye
el proceso. Antes de dictar la condena, el juez, dirigiéndose al asesino le
pregunta: —Dime, infeliz, ¿por qué, habiendo cometido el delito
impunemente, y pudiendo quedarte tranquilo en América has venido a consignarte
a la justicia y obligado a condenarte? —Señor juez, responde el reo, no
es verdad que lo haya hecho impunemente. Si fue impunemente para los hombres, no lo
fue para Dios. Desde aquel día, jamás he gozado de paz, la sombra de aquel niño
me turba el sueño, siempre veo mis manos gotear sangre. Condéneme a galeras y
ojalá a muerte y acábese así una vida de remordimientos El pobrecito
equivocó el camino: si en vez de dirigirse a América, a la justicia, a las
galeras, al deshonor, se hubiera acogido a los pies del confesor, ¡ah! no
hubiera visto la sombra de su víctima, ni sus manos destilar sangre, hubiera
recobrado al punto la tranquilad de su conciencia.
D. —
¡Oh, de veras, Padre, la confesión es una necesidad del corazón!
M.
–– ¡Qué bien, si nos aprovechamos siempre y en toda ocasión! Así, como cuando
se nos clava una espina en el pie o se nos mete una brizna en el ojo, no
podemos aquietarnos hasta que sacamos la espina del pie o la puajuela del ojo;
o como cuando el estómago siente angustia por haberle sentado mal algo, no se
está bien hasta lanzarlo, así sucede con el pecado; no nos deja tranquilos
hasta que lo sacamos de la conciencia mediante la confesión. Así lo ha
establecido Dios y a Él, que posee toda soberanía, le toca legislar.
D. — ¡Cuan consolador ha de ser el perdón
de Jesús después de años y más años de remordimiento! ¿No es verdad, Padre?
M. — ¡Oh, sí! Ninguna
alegría del mundo puede igualarlo. La confesión, además de ser una exigencia
del corazón, es también un consuelo para las almas afligidas. Bien lo da a
entender el hecho siguiente.
Predicaba
una misión en un lugar de los Alpes el padre
Brodáine, célebre misionero
francés. Un antiguo oficial de caballería, por la curiosidad de oír un orador
tan renombrado, fue a oírle. Quiso Dios que aquella noche hablase de la
necesidad de la confesión. La palabra sencilla, pero fervorosa y persuasiva del
siervo de Dios, penetró hasta el corazón de aquel militar, el cual se resolvió
a confesarse. Fuese, en efecto, a la sacristía a postrarse a los pies del padre
Brodáine, el cual lo recibió bondadosamente y con toda caridad. Acabada su
confesión se levantó, y besando la mano al Padre, exclamó en voz alta que
oyeron todos: “En verdad digo, que en toda mi vida
no he experimentado una consolación y una alegría tan grande, como ahora que me siento en gracia
de Dios. Creo que ni siquiera el rey, a quien sirvo hace treinta y seis años,
puede ser más feliz que yo”.
Lo
que dijo aquel viejo oficial francés es lo que podrían decir todos aquellos
que, superando todas las dificultades, van a confesar y se confiesan bien.
También aquí puede repetirse: Al soberano corresponde legislar, pero las leyes
del Señor, ¡cuán dulces y suaves son!
Pbro.
Luis José Chiavarino
CONFESAOS
BIEN
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