Pasaje de la vida de Santa Liduvina (Modelo de enfermos, Patrona
de los enfermos crónicos)
…A pesar de esto, no vayamos a creer que
Liduvina hubiese llegado ya, y menos aún que hubiese llegado sin pena y sin
combate a una perfección serena y sin nublado. Los santos no son de otra
naturaleza que la nuestra, y ¡Dios sea por ello alabado! ¡Pues si nos
apareciesen siempre como seres sobrehumanos extraños a todas nuestras
debilidades: y si no los viésemos más que en el deslumbrante y lejano esplendor
de una santidad consumada, desde luego quién sin sentirse anonadado, querría
detenerse sólo en el pensamiento de elevarse hasta ellos! Nosotros necesitamos
pues mirarlos de cerca, y contemplarlos marchando por nuestro mismo sendero,
con nuestras mismas miserias y nuestros mismos desfallecimientos; y entonces,
al ver sus luchas, al oír sus gemidos, y al tocar sus llagas, santamente
entusiasmados nos decimos. ¡Nosotros
también caminamos con ellos! Su debilidad entonces forma nuestra fortaleza;
y sus imperfecciones nos alientan a imitar sus virtudes. Liduvina pagó también
su tributo a la humanidad.
Al principio de sus pruebas le costó
excesivo trabajo dominarse, y más de una vez su paciencia se desmintió. Algunas
veces sufría unos fuertes accesos de tristeza y desaliento, y sentía crueles
desolaciones. Un día, por ejemplo, desde su lecho oyó ruido de risas en el
exterior, pues unas jóvenes casi en su puerta se entregaban a una ruidosa
alegría, que le hizo mal, pues la imaginación le representó inmediatamente el
doloroso estado en que ella se hallaba. ¡Ah!
Díjose a sí misma, para mí no hay diversiones ni gozosas risas, para mí no hay
esperanza de curación, mañana, y pasado mañana, siempre durará mi padecer hasta
el sepulcro y el aislamiento y el olvido sobre todo. Y se puso a llorar con tal
abundancia y amargura que partía el corazón; y otras muchas veces se puso a
llorar del mismo modo.
Esas desolaciones
duraron los cuatro primeros años de su enfermedad. Sin duda cuando se renovaban
acudirían cerca de ella su padre o su anciana madre que con toda la ternura de
su corazón ensayaban consolarla; otras veces venían algunas de sus amigas menos
olvidadizas y más caritativas, o algunos vecinos y parientes y le decían cuanto
podían para alentarla y hacerle olvidar sus dolores; mas nadie lo podía
conseguir.
Muchas veces lejos de
aliviarla los consuelos le eran pesados, porque los puramente humanos no pueden
curar ni aliviar nuestros males. Liduvina se afligía siempre, y muchas veces se
le oía en la fuerza de su angustia mezclar con los sollozos las quejas más
lamentables. ¡Dios mío! exclamaba
con acento desgarrador: Dios mío; ¿por
qué no tenéis compasión de mí? Mis días y mis años son puros lamentos: mi
vida no es más que una horrorosa muerte que se prolonga esto es ya mucho
padecer, y soy muy desgraciada. ¡Quién
es castigado y humillado como yo! ¡Dios mío! poned fin a vuestros rigores,
o a lo menos por ¿qué no me ayudáis?
Esos cuatro años fueron harto difíciles,
pues eran como el ensayo del martirio, o el noviciado del dolor.
Mas el
día de las verdaderas consolaciones estaba cerca; Liduvina iba en fin a
escuchar la palabra que embalsama todos los sufrimientos y los hace suaves y
gloriosos; iba a unirse a Dios sólo, con Dios toda entera y sin reserva, mas
con una unión tan estrecha como no la había conocido hasta entonces; desde
ahora Dios iba a hablarle al corazón y con santas y sobreabundantes delicias,
se disponía a recompensar a su fiel y amada sierva.
Un día vino un sacerdote a visitar a
Liduvina, y este santo eclesiástico, era uno de esos sacerdotes animados del
espíritu de Dios a quien una tierna caridad abrasa y a quien las lágrimas y la
desgracia atraen, como se dice que los cantos lastimeros atraen a ciertas aves
del cielo, una de esas almas que Dios saca de sus tesoros y que parece haber
formado de los esplendores de su bondad para darles la más dulce y gloriosa de
las misiones sobre la tierra: la de consolar.
En presencia de Liduvina, y a la primera
ojeada el hombre de Dios profundamente compadecido, había sondeado la
inmensidad de su infortunio; mas lleno de experiencia, también había
comprendido lo que faltaba a esta alma escogida, y lo que podía realzar su
belleza: Hija mía, le dijo con paternal dulzura;
vuestros males son inauditos; todos ciertamente os compadecen y se contristan
al veros; mas ¿sabéis lo que yo pienso?
¿Vos, padre mío? respondió
Liduvina asombrada, vos que sois bueno sin duda como todos, pensáis que tengo
mucho porque compadecerme. —Pues bien,
desengañaos, le dijo, yo estoy lejos de hablar y de pensar como el mundo, yo
pienso, al contrario que sois bienaventurada —Cómo, exclamó Liduvina, presa de una visible emoción: yo
bienaventurada! yo clavada en este lecho y para siempre quebrantada por el
dolor en todos mis miembros. —Sí, vos, vos
misma. ¡Ah! sin duda, hija mía, yo más que nadie compadezco vuestros crueles
sufrimientos. Más veo en vos el alma cristiana, a la amante y a la esposa de
Jesucristo; y he aquí por qué, cuanto más horribles son vuestros males más me
creo con derecho para deciros que sois bienaventurada ¡Ah! sí, vos lo sabéis el
padecer cristianamente, hija mía, es el cristianismo, es el Evangelio entero:
porque ésta es la fe que adora, es la esperanza que espera y se regocija, éste
es el amor que se inmola. O más bien, éste es Jesucristo mismo que viene a vos,
que os toma, y os pone en una cruz para que le seáis semejante, y queriendo
hacer resplandecer en vos todas las magnificencias del alma, os perfecciona en
alguna manera por el dolor, como el artífice perfecciona con el cincel la obra
maestra que ha soñado su genio. Por el sufrimiento os purifica de las menores
manchas del pasado, protege y glorifica lo presente y lo venidero, y os da como
un nuevo bautismo de inocencia, adornando vuestra frente con todas las glorias
de la virtud y abriéndoos las puertas del cielo.
¡Ah!
¡Padre mío! dijo Liduvina, ya lo comprendo: tenéis razón al llamarme
bienaventurada; mas el sufrir no es bastante, como lo habéis dicho, sino que es
necesario sufrir cristianamente, sufrir con sumisión y con paciencia, y aun
padecer con amor; y lo que me desconsuela, es que no puedo lograrlo.
…Entonces el santo sacerdote habló de la
pasión del divino Maestro, y se expresó con su fe y su corazón, haciendo
resaltar sus inefables ejemplos, y sus lecciones sublimes, concluyendo que
había querido tocar el tema para recomendar su frecuente meditación a Liduvina,
le dijo el sacerdote, he aquí lo que necesitáis, he aquí lo que os hace falta,
si queréis llegar a la paciencia y glorificar vuestros dolores, meditad la
adorable pasión de Jesús: meditadla muchas veces, y aun casi sin cesar, y éste
será el medio todopoderoso para alcanzar la perfección en el padecer.
Después de esta
conversación, Liduvina se sintió más alentada, y se dedicó a la meditación. Más
cuál no fué su decepción este ejercicio que tanto le había alabado parecióle
insípido y casi imposible, y por despecho a poco tiempo lo dejó. En cambio
volvió a sus lamentos y a sus quejas; sus lágrimas volvieron a correr;
dichosamente el piadoso sacerdote no tardó en volver. ¿Y
bien, le dijo, mi remedio ha producido su efecto? —No, padre mío, respondió con franqueza. Es tal vez cosa muy buena la
meditación para los que la saben hacerla, en cuanto a mí no entiendo nada de
ella. Quiero ocuparme de los padecimientos de Jesucristo y vuelvo siempre a
meditar los míos, y los encuentro tan insoportables, que los de mi buen Maestro
me mueven muy poco. —Y así, replicó vivamente
el sacerdote, ¿vais a primera vista a
dejaros abatir? ¿Mas no sabéis acaso que
no hay aquí en la tierra ninguna empresa que no cueste pena ni dificultad de la
cual no triunfe una constante voluntad? ¿No es necesario quebrar la corteza
antes de comer el fruto? ¿Acaso al primer golpe de la vara hizo Moisés salir el
agua de la roca? — Más, padre
mío, añadió la pobre enferma: ¿cómo pues queréis vos que yo proceda? ¿Me será
posible meditar entre los tormentos que sufro, y con las lágrimas que me
arrancan incesantemente esos tormentos? — Sí
Liduvina, sí, os lo digo ensayadlo, perseverad, y os lo aseguro, que bien
pronto vuestras lágrimas se secarán, y contemplando los dolores de Jesús, no
sentiréis más los vuestros no echareis de menos lo que lloráis tan amargamente,
la salud, la juventud y la hermosura, todos esos goces de la vida que se han
volado para hacer lugar al sufrimiento no apreciareis ni amareis entonces más
que a Jesús crucificado.
¡Ah! cuando le viereis tan pobre, él a quien le pertenecen los
cielos y la tierra, sin amigos, sin honores y sin consuelo, abandonado y
ultrajado; tan pobre que sólo tiene un madero por lecho de muerte, y sólo hiel
para endulzar su agonía, ¿podréis vos contristaros por vuestros abandonos y
vuestras privaciones? Hija mía. Jesús que es la eterna hermosura, tan bueno y
tan amable, cuando le viereis cubierto de horribles llagas, la frente
desgarrada con una corona de espinas, los ojos apagados con la sangre, los
labios acardenalados, el pecho abierto, los pies y las manos como preso del
dolor con enormes clavos, cuando le viereis obedeciendo no solamente a Dios su
Padre que le oprime, más a los jueces inicuos que le condena a los soldados que
le mofan, a los verdugos que le torturan, al pueblo que le maldice, obedeciendo
bajo el azote, la púrpura, las bofetadas y las salivas, sin resistencia, sin
murmuración, sin quejas, obediente hasta la muerte, y muerte de cruz ¡ah! ¿Nada
os dirá Jesús en este estado? al verlo así ¿No os sentiréis conmover? ¿No
comenzareis a olvidaros a vos misma?
Y sobre todo,
Liduvina, cuando habréis comprendido por la meditación la palabra que explica
esos tormentos, esa muerte, la palabra inefable: ¡Yo os amo! Cuando habréis
oído que el Salvador desde la cruz os dice al corazón: “Mírame a mí, tu Dios,
yo el eterno, heme aquí delante de tí agonizante y espirando por tí, tan sólo
porque te amo” ¡Ah! ¿Creéis que vuestro corazón resistirá a tanto amor? Vos,
Liduvina, amareis a Jesús con toda vuestra alma, y entonces en él y por él,
como San Pablo y como todos los santos, amareis vuestras enfermedades, vuestras
llagas y todos vuestros padecimientos, y encontrareis la gloria y la felicidad
en el padecer. Así, os lo repito otra vez, ¡meditad!
Desde ese día Liduvina se mostró seriamente
generosa, y la cruz fué su libro a todas horas, y el calvario su escuela de
cada día. Así, muy pronto aprendió de Jesús el alfabeto de la ciencia de los
santos. Llegó el tiempo pascual: una mañana su pobre alcoba se revistió del
aire de fiesta. El buen sacerdote iba a volver, mas esta vez no venía sólo,
sino que Dios venía con él. Todos estaban de rodillas, y Liduvina crucificada
adoraba con fervor. Cuando el Salvador entró, le dijo el sacerdote con indecible
emoción, mostrándole en sus manos la blanca y divina Hostia: “Liduvina, hasta ahora sólo os he hablado de los dolores
y del amor del buen Maestro, mas hoy y en este instante él mismo en persona
viene a enseñaros. Es el que tanto ha padecido y amado, el crucificado del
amor, y es quien viene ahora a visitaros, a consolaros en vuestro lecho de
angustia, y a amaros hasta unirse con vos. ¡Ah! abridle bien vuestra sima,
escuchad bien la voz de su amor, y él os dirá que si permanecéis y morís con él
y como él en la cruz, muy pronto como él y con él resucitareis para la gloria.” Y al punto el sacerdote dióle
la adorable Hostia. ¿Qué había pasada
entonces? ¿Qué había dicho Jesús al corazón de la virgen? porque Liduvina al
mismo instante había prorrumpido en sollozos; lloró y casi no hizo más que
llorar por muchos días. Dichosa crucificada esta vez lloraba de amor y de
felicidad.
Cumplido estaba, la gracia había triunfado;
Liduvina se hizo en poco tiempo una amante apasionada de Dios en la cruz. De
día y de noche, a todo instante no veía más que a Jesús. El día pasaba pronto;
las noches no le eran bastante largas, y tantas delicias así encontraba en
ocuparse de su crucificado Jesús; cumplido estaba, no más desolaciones ni
quejas. Su estado, es cierto iba empeorando: la corrupción y los gusanos, y los
tormentos se multiplicaban. . . más qué le importaba ya. A la corrupción, a los
tormentos y a los gusanos los llamaba su alegría, y llegaba hasta pedirle a
Dios que se multiplicasen todavía más. ¿No
quisierais ser curada? le preguntaban —No, no, respondía siempre; aunque no
fuese necesario sino una Ave María para obtener este milagro, me guardaría bien
de no rezarla con este fin. ¡Ah! no, ¡el no padecer con mi Jesús, sería el más duro penar!
Dios sea bendito. Los dolores de la tierra,
así como las olas del océano, pierden su amargura a medida que van subiendo
hacia el cielo.
“VIDA
DE SANTA LIDUVINA”
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