miércoles, 30 de noviembre de 2016

LAS DOS TENDENCIAS CONTRARIAS DE NUESTRA VOLUNTAD




En el cielo seremos semejantes a Dios, dice el Evangelista San Juan: Símiles ei erimus (I, Juan, III, 2). Y añade, todo el que tiene esta esperanza debe procurar santificarse como Dios es santo. “Sed santos porque yo, vuestro Dios, soy santo” (Lev. XIX, 2,11, 44), dice el Señor varias veces a su pueblo. Asi la semejanza con Dios que será nuestra gloria y la suprema felicidad eternamente debe ser ante todo una semejanza de santidad; la cual se consigue primeramente por la fusión de nuestra voluntad en la divina, anonadando todos los deseos humanos que no son santos, y por la aceptación amorosa de todas las voluntades divinas que son esencialmente santas. Cuando lleguemos a querer todo lo que Dios quiere y sólo lo que Dios quiere, El mismo perfeccionará esta semejanza que quiso establecer entre Él y nosotros; en esta vida nos colmará de gracias, pero aún mejor en el cielo nos dará una abundante participación de su infinita belleza, nos comunicará con ancha medida su infinita felicidad.

   Desterrar de la voluntad todo querer que no sea santo, tal debe ser el objeto de nuestros constantes esfuerzos; debemos despojarnos, como predica San Pablo, del hombre viejo, viciado por las codicias falaces, y revestirnos del hombre nuevo, el cual es totalmente justo y divino, renunciar a Adán, a sus deseos, a sus inclinaciones desordenadas para cubrirnos con las virtudes de Jesús (Eph., IV, 22-24; Col., III, 2-10; Rom., XIII, 14).

   Impresionaba vivamente al gran apóstol esta oposición de tendencias en nuestra alma, las cuales, hacen que en cada uno existan como dos adversarios encarnizados, dos combatientes perpetuamente en guerra; el hombre viejo que es la reproducción de Adán pecador, y el hombre nuevo, el hombre divino, que es la reproducción de Jesús. Después del pecado original, los malos instintos, de los cuales hasta entonces la bondad divina había preservado a la humanidad, aparecieron muy vivos, y en el hombre hizo presa el egoísmo, la sensualidad, el orgullo, la avaricia; pero Jesús vino a devolvernos la gracia que perdió Adán, a hacernos posible la práctica de las virtudes; siendo El mismo el gran modelo y ejemplar de ellas. Adán, por desgracia, vive siempre en nosotros, pero también Jesús vive en las almas. Luchar contra Adán, hacer morir todo lo que queda en el hombre de sus tendencias pecaminosas, de sus defectos, de sus pasiones, y aumentar más y más las perfecciones cuyo germen depositó Jesús en nosotros y que son sus propias perfecciones, ved ahí nuestra empresa.

   Es manifiesto que todos los deseos o gustos originados de la naturaleza viciada, y contrarios a los divinos, deben ser desechados, anulados; pero hay otros procedentes de la naturaleza, y en sí mismos legítimos; y también éstos deben ser absorbidos en la voluntad divina; y cuando no sean conformes con ella los debemos desaprobar y rechazar. “Padre, decía Jesús, muy cerca de su Pasión, líbrame de esta hora de crueles dolores: Pater, salvífica me ex hac hora. No, Padre, no me libréis, pues que he venido al mundo para padecer y morir. Padre, glorifica tu nombre” (Juan, XII, 27-28). Y horas después, en Getsemaní, aun oraba Jesús; “Padre mío, si es posible aparta de mí este cáliz. Pero no, Padre mío, hágase tu voluntad y no la mía”.

   No había lucha en el alma del Salvador; si sentía este horror al sufrimiento que el alma humana siente es porque lo quería de veras, pues la parte inferior estaba en Él admirablemente sometida a la parte superior. Aun cuando sintiese acerbamente pena por ello, Jesús quería el dolor; tenía dos voluntades, pero la voluntad santa dominaba enteramente su voluntad natural. En nosotros al contrario, existe la lucha, las voluntades inferiores no se someten así a la voluntad superior que es la de la gracia; deben ser rigurosamente vigiladas y las más veces con denuedo combatidas para practicar la perfecta sumisión al divino beneplácito.

   La voluntad natural del hombre es la de su comodidad, gozar, ser estimado, alabado, honrado, querido, libre de toda privación, sufrimiento, humillación, disfrutar las alegrías del espíritu, del corazón, seguir sus inclinaciones, obrar a su talante, que prevalezcan sus ideas; la voluntad divina que puesta en nuestras almas por la gracia se llama en nosotros voluntad sobrenatural, es que amemos a Dios, que procuremos su gloria por todos los medios, aún por los sacrificios y los sufrimientos que son los recursos más eficaces. ¡Cuán ardiente es en sus deseos nuestra voluntad natural, cuán tenaz, y en línea recta para conseguir su fin! “No podéis imaginaros, decía Taulero, la habilidad, las perfidias secretas de nuestra naturaleza para buscar en todas partes sus comodidades. Muchas veces encuentra su placer y su deleite cuando creíamos no darle más que lo necesario; por eso importa en gran manera que el hombre racional vigile atentamente y mantenga en su deber, dirija y gobierne con perseverancia la bestia que existe en nosotros” (Ed. Noel, t. V, p. 889, sermón primero de la dedic.)  No basta que nos esforcemos en dirigir siempre bien nuestras intenciones; la naturaleza es tan codiciosa, tan rebelde y testaruda, que una simple orden no bastará jamás para dirigirla con tino, y así añade Taulero: “Para llegar a la perfecta unión con Dios, no hay camino más breve como la perfecta mortificación” (T. II, p. 275, Sermón primero de Pascua).

   Las voluntades o gustos naturales y las sobrenaturales se encuentran en nuestra alma como en un jardín las buenas y malas hierbas; si el jardinero deja crecer las malas, éstas impiden el incremento de la hierba buena, y acaban por matarla. Así, si dejamos correr libremente a las primeras van siempre creciendo y terminan por ahogar a las segundas; pero si las resistimos, si las domamos, si las aniquilamos, éstas se hacen fuertes e irresistibles. San Francisco de Sales estaba tan convencido de esta verdad que era su deseo que todos se persuadieran de ella; su expresión favorita, dicen sus biógrafos, la que no se hartaba de repetir, era ésta: “El que más mortifica sus inclinaciones naturales, se atrae también más las inspiraciones sobrenaturales” (Espíritu, p. 10. S. 1).

   Y las hemos de combatir todas: es necesario refrenar la inteligencia con el recogimiento, anonadar el amor propio con la humildad, domar y sujetar con mortificación generosa su cuerpo, su corazón, su juicio, sus gustos, sus deseos, su voluntad.


“EL IDEAL DEL ALMA FERVIENTE”


Augusto Saudreau.

Canónigo Honorario de Angers.

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