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jueves, 5 de mayo de 2022

SANTA JACINTA MARTO (Ira. parte) Una vida breve, santa y llena de enseñanzas para la salvación de nuestras almas





   JACINTA  – Vamos a exponer brevemente y en partes la vida y muerte de Jacinta Marto. (Tomado del libro “Apariciones de la Santísima Virgen en Fátima” por el Padre Leonardo Ruskovic O.F.M. Año 1946)

   En la presente historia es muy conveniente hacer una breve reflexión sobre la vida de Jacinta. Su característica es: conmiseración hacia los pobres pecadores y sentir por ellos; después de la primera aparición de la Virgen en Cova de Iria, sed insaciable de inmolación ante la justicia ofendida de Dios.

   Niña inocente, ignorando aún la fealdad y malicia de aquel pecado que ultrajara la virtud angelical de la santa pureza, después que la bondadosa Madre de los pecadores le hubo manifestado que la mayoría de las almas se condenan, arrastradas por la ciega pasión de la sensualidad, practica toda clase de sacrificios para expiar de alguna manera tan nefandos crímenes.

   Jacinta nació el 11 de marzo de 1910. Su madre Olimpia contrajo segundas nupcias con don Manuel Marto. Del primer matrimonio tuvo dos hijos, y del segundo nueve. De los once, la menor era Jacinta.

   La historia nos atestigua que de estas numerosas familias salen ordinariamente eminentes figuras que honran a la humanidad, mientras que se atraen la maldición de Dios y de la Patria los matrimonios voluntariamente estériles, los que aniquilan las vidas de seres indefensos apenas embarcados en la arquilla de la existencia, los que anhelando únicamente el voluptuoso placer de satisfacer sus apetitos irracionales huyen de los frutos sagrados del matrimonio.

   Por ser la más pequeña de la familia, Jacinta era el rico tesoro y la flor más mimada de sus padres y hermanos. En ella, antes de la primera aparición, nada notaba de extraordinario, ni destello alguno de su futura santidad. Al contrario, tenía mucha imperfección. Con sus compañeras, afirma Lucía, era con frecuencia bastante antipática, por su carácter demasiado melindroso. Siempre luchaba por salir triunfante con su opinión. En los juegos era necesario dejarla que eligiera lo que más le agradaba. Ordinariamente no gustaba entretenerse sino con Francisco y su prima Lucía. Demostraba especial afición al juego de los botones; cuando la llamaban para comer, siempre guardaba varias piezas de este artículo con el fin de ser dueña absoluta en el juego siguiente. Pero el baile la atraía con singular complacencia; era suficiente sentir el pulsar de cualquier instrumento para que inmediatamente se pusiera a bailar y aunque niña todavía, era ya una “artista” en la danza, según expresión de su prima Lucía.

   Poca inclinación sentía a la oración. Para terminar cuanto antes el rezo del santo rosario, decía solamente: “Ave María, Ave María”, y cuando llegábamos al fin de cada misterio —nos cuenta Lucía—, rezábamos con mucha lentitud el padrenuestro y así concluíamos en un abrir y cerrar, de ojos.

   Cuando más tarde, principalmente en los dos últimos años de su vida, la encontramos practicando heroicas virtudes, podemos admirar el efecto de la gracia divina cuando el alma corresponde ampliamente a los amorosos llamados de Dios; la santidad no es un don gratuito del Señor, sino el resultado feliz de la íntima cooperación del hombre con la voluntad de Dios.

   La santidad consiste en el amor acendrado a Dios y al prójimo. Es necesario el esfuerzo del hombre, luchando contra sus malas inclinaciones. Las imperfecciones del alma son como herrumbres, que es menester limpiarlas para que no priven al alma de su lucidez y hermosura.

   En medio de la veleidad natural de la infantil edad, Jacinta procuraba no ofender a Dios. Jugaba en cierta ocasión a “las prendas”, juego en el que el ganador manda con absoluto imperio a los otros, quienes deben obedecer sumisamente. Me tocó a mí la suerte de ganar —cuenta Lucía—, y mandé a Jacinta a abrazar y besar a un hermanito mío que estaba allí cerca.

   —Eso no —contestó Jacinta—; ¿por qué no me mandas otra cosa? Mándame besar el Crucifijo, que está colgado de la pared.

   —Está bien —contestó Lucía—, bésalo.

   Jacinta, subiéndose a una silla, abrazó tres veces la sagrada efigie, dándole tres ósculos, uno por Francisco, otro por Lucía y el tercero por ella; al besar el Crucifijo decía:

   —A Cristo, Nuestro Señor, beso cuanto quieras.

   Lucía les refería las dolorosas escenas do la Pasión del Señor; al concluir, Jacinta, muy enternecida, suspiró:

   — ¡Pobre Nuestro Señor!; en adelante no quiero pecar más, no quiero que Nuestro Señor sufra.