¿Puede
combatirse la masonería volviendo contra ella sus propias armas al crear
sociedades católicas secretas? He aquí cómo el Padre E. Barbier trata el tema en su libro “Las infiltraciones masónicas en la
Iglesia” (Desclée, 1910).
El católico es hijo de la luz. El simple
buen sentido indica que, si con el pretexto de dirigirse más libre y seguramente
hacia su objetivo, busca las vías subterráneas y secretas, se encontrará
fatalmente, tarde o temprano, con que camina lado a lado junto a los hijos de
las tinieblas, a riesgo de ser extraviado por éstos en un laberinto del cual
ellos poseen los secretos.
La tentación de recurrir a organizaciones
secretas, sea religiosas, sea políticas y religiosas a la vez, puede ser grande
para los espíritus activos e inquietos en las épocas de desorganización social
y de opresión jacobina, cuando la libertad del bien está entrabada de mil maneras
y cuando los poderes exteriores están coaligados para arruinar toda tentativa
de reacción saludable.
Sin embargo, aun entonces, el principio de
toda acción católica permanece invariable: es marchar a cielo descubierto. Lo
demás es ilusión. Por lo demás, allí están los hechos y ellos se encargan de
enseñarnos que se cae en la propia trampa. Para
demostrar este peligro no será necesario invocar el ejemplo de lo que pasa en
el mundo angloamericano, donde pululan asociaciones de este género bajo la
forma de sociedades filantrópicas o de socorros mutuos.
[...] invocaremos aquí el argumento que es
decisivo para todo creyente sincero, el de la autoridad de la Santa Iglesia, y
nos limitaremos a recordar algunos documentos emanados de la Santa Sede, donde
la cuestión es zanjada de raíz, porque apuntan al principio mismo de las
sociedades secretas.
Una declaración de la Sagrada Penitenciería,
con fecha 21 de septiembre de 1850, fija la extensión de las Bulas Pontificias
contra las sociedades de este género. Elia expresa: “Las asociaciones que declaran no conspirar
en modo alguno contra la religión o el Estado y, sin embargo, forman una
sociedad oculta confirmada por un juramento, quedan comprendidas en estas
Bulas”.
Una instrucción del Santo Oficio dirigida a
los obispos el 18 de mayo de 1884 dice: “Aparte
de estas sociedades [la masonería y las sociedades
anticatólicas], hay otras sectas prohibidas y que deben ser evitadas, so
pena de falta grave, entre las cuales hay que incluir, sobre
todo, las que exigen de sus adeptos un secreto que no pueden revelar a nadie y
una obediencia absoluta a jefes desconocidos”.
En la misma página, en una nota, el editor
de las Acta Aposticae Sedis expone
que todas las sociedades ocultas están alcanzadas por las prohibiciones de la
Iglesia, sea que ellas exijan o no juramento, porque son sociedades contrarias
al derecho natural. No existen, en
efecto, según el derecho natural y el derecho divino, sino dos sociedades
independientes y perfectas: la Iglesia y el Estado. Todas las otras sociedades
deben estar ligadas a una u otra; son miembros de ellas y no puede existir una
asociación que sea legítima si ella no depende de la Iglesia o del Estado.
Ahora bien, una
sociedad secreta, por el solo hecho del secreto, pasa a ser Independiente de la
Iglesia y del Estado, que no tienen ningún medio de control respecto a su
organización, su fin o su actuación.
Tal
sociedad no tiene, pues, su origen en el derecho natural, ni en el derecho
divino revelado: la autoridad que la gobierna no viene de Dios; ella viene,
por lo tanto, del demonio y es fundamentalmente ilegítima.
Tal es, en sustancia, el comentario a los
decretos de la Santa Sede.
“LA
MASONERÍA”
Conocimiento
elemental