¿Pero
no es mucho presumir el aspirar a la perfección? ¿Porque, quién es perfecto en
este mundo? “Todos faltamos en muchas cosas” (Sant. III, 2). No,
no es ninguna presunción aspirar a la perfección; la cual en esta vida no es la
del cielo, ni excluye faltas de fragilidad, que lamenta y desaprueba el que las
comete, y previene las recaídas. Los
religiosos deben aspirar a la perfección, se obligaron a ello al pronunciar sus
votos, cuyo objeto cabalmente es facilitar su adquisición. Todos los
sacerdotes, llamados a ser como Jesús, el Sumo Pontífice, todos los pastores de
almas deberían poseerla.
Los padres de la Iglesia clasificaban así
las personas cristianas: los esclavos en quienes predomina el temor del
infierno, los criados en los que prepondera la mira de sus intereses, los hijos
que obran por puro amor, clasificación que corresponde a la muy conocida:
vía purgativa, iluminativa, unitiva. La vía unitiva es la de puro amor.
Y si lo deben, lo pueden. La empresa pues es
menos ardua de lo que algunos imaginan.
“El que ya entrado por el camino de la perfección, no lo deja, esté seguro que
con el tiempo la conseguirá” (S. Alfonso, Obras, vol. X, c. VI)
Ciertamente, si no hay tantas almas
perfectas como fuera de desear, ¿quién
no las ha encontrado durante su vida? Y asimismo en esos centros donde la
formación de la vida espiritual es acertada, son bastante numerosas las almas
muy unidas a Dios y bien despegadas de sí mismas. Desasidas, libres de toda afección desordenada como lo ordena San Ignacio,
ya no tienen, dice San Francisco de Sales, el amor de lo superfino; renunciaron
a todo lo que estorba al corazón entregarse enteramente a Dios, lo cual, según Santo Tomás,
es la condición y esencia de la perfección; en una palabra, desnudas de toda
voluntad propia, viven dispuestas habitualmente a no querer sino lo que Dios
quiere.
No todos aprecian siempre a estas almas como
lo merecen. Una envidia inconsciente es a veces la causa de esto. “Me avisáis, escribía San Vicente de Paúl,
que la virtud de los señores N. y N., es algo cargante para algunos, y lo creo,
gravoso a los de menos regularidad y vigilancia en su propio aprovechamiento y
el del prójimo. Su celo y exactitud molestan a los que no lo tienen, porque su
fervor condena su tibieza... Hallan qué censurar en su modo de obrar porque les
falta valor para imitarlo.” (Vie, Abelly, 1. 3, c. 24).
Acontece también a las veces que estas almas
denodadas dan ocasión a juicios desfavorables. Muchas veces les queda algún
defecto exterior, sin que sea parte en ello su voluntad. Otras, aunque dueñas
de sí mismas y de sus pasiones, les falta padecer algunas acometidas violentas,
porque los diablos se ceban en ellas; estas peleas que para ellas, como para
todos, son medios de progreso y les reportan grandes victorias, les ocasionan
algunas faltas muy leves, que las mantienen en el conocimiento de su
fragilidad; faltas que disminuyen a medida que van siendo más amantes y
vigorosas, pero que empañan ligeramente su virtud. Ni vamos a desconocer por estas imperfecciones, la pureza, solidez y
generosidad de su amor.
Más, cuántas otras que pudiendo haberse
elevado a esa cima, permanecen mucho más abajo; unas porque aun siendo
piadosas, mezclan un gran amor de sí mismas con el amor de Dios; otras, más
adelantadas que las de una piedad ordinaria, más mortificadas, más
desprendidas, y que más fuertes y conformadas en las pruebas, se aproximan a
las almas perfectas, no tienen con Dios esas relaciones constantes, íntimas,
llenas de familiaridad y dejación que tanto agradan al corazón de Dios.
Y con todo eso, unas y otras, en especial,
estas últimas, trabajaron en la obra de su santificación, se aplicaron a
combatir sus defectos, juzgaron fielmente sus victorias y sus derrotas, leyeron
muchos libros espirituales, sacando de ellos orientaciones saludables. Sus
esfuerzos no fueron inútiles, han crecido en la virtud. ¿Por qué pues no viven habitualmente en la práctica del amor puro y
perfecto? Nos parece que muchas de ellas sin carecer de buena voluntad y
aliento, se quedaron en los grados inferiores porque no pusieron la mira más
arriba; han deseado la virtud, no han aspirado a la perfección; o si la
desearon, lo ha sido con poco ardimiento y constancia.
La
mayoría de estos virtuosos eluden por partidismo la lectura de San Juan de la Cruz, muy elevado para ellos. Santa Teresa,
el Tratado del Amor de Dios, y otras obras por el estilo, tan estimulantes, y
llenas de sabios consejos, son lectura demasiado mística. La mayor parte de
los libros espirituales que leen son los que exponen las reglas de la vía purgativa
e iluminativa, pero descuidan enseñar la vía unitiva y perfecta. Faltos de una formación conveniente, estos
de que hablamos no toman el camino que conduce más directa y seguramente a la
unión con Dios (la renuncia universal, el recogimiento continuo, el trato
impregnado de ternura con Jesús.) No
tratan lo bastante de vivir de la confianza y el amor: muchos se repliegan
demasiado en sí mismos, y piensan en sí más que en Dios. Los más generosos
de estos, cuando ya están en sazón para otras gracias más elevadas, y Dios los
llama a entrar en un camino más sencillo a la par que más saludable, no
entienden cuanto les conviene reposar amorosamente en Dios y prestarse a la
acción que él Espíritu Santo desea ejercer en ellos, y, por tanto, que deben
moderar la demasiada actividad de sus facultades naturales, enfrenar su
imaginación, evitar el abuso de los raciocinios y discursos.
Por
otra parte, son muchos los sacerdotes, los educadores, y educadoras de almas
que no presentan a los que forman para la piedad, un alto ideal. A veces, hasta
se encuentran quienes sobradamente desconfiados de la imaginación de sus
discípulos, se preocupan sobre todo de cortarles las alas. Decía San Pablo: “No apaguéis el Espíritu” (I, Tes., v. 9); pero
estos sabios presumidos con un temor extremado de todo lo místico, y que
califican de imprudente la mortificación, contravienen en absoluto a este
consejo divino: tienden a apagar el espíritu en los corazones.
¡Ah! ¡si supieran el bien que se hace a las
almas inspirándoles grandes deseos de perfección, sosteniendo su anhelo,
estimulando sus bríos, persuadiéndoles que Dios, que las ama con amor inmenso,
las llama al desasimiento perfecto, a una suave y constante intimidad!
Estos directores, con todo eso, desean que sus discípulos adelanten en el amor
de Dios. Pues bien, la medida de este
amor, dijo San Bernardo, es el amar sin medida. ¿Por qué pues los
detienen en vez de empujarlos? Que estas ambiciones santas sean nuestro
alimento y sabremos inspirarlas a otros: el amor perfecto nos es posible, se
nos ofrece; si ponemos toda nuestra buena voluntad en conseguirlo, se nos dará.
Los que hacen subir las almas a las alturas del amor dan a Jesús la más
agradable satisfacción.
Una santa religiosa que habiendo recibido
muchas luces de Dios estimuló y guió a San Alfonso en la fundación de los Redentoristas, Sor María Celeste,
le envió, por aquellos días en que el santo padecía horribles temores de
condenación, un mensaje consolador.
Había visto el trono de gloria que le estaba
preparado en el cielo, y oyó que le decía Jesús: Anúnciale de mi parte que me
agradan mucho las tareas en que se afana para convertir los pecadores, y sobre
todo las molestias que se toma para conducir los justos a la perfección del
divino amor, pues por éstos, sobre todo, soy glorificado, y por ellos dispenso
al mundo mis grandes misericordias. (Vida, Berthe, 1.1, c. 9).
“EL
IDEAL DEL ALMA FERVIENTE”
Augusto
Saudreau
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