domingo, 24 de noviembre de 2019

UNA CARTA DESDE EL INFIERNO. (Para reflexionar sobre nuestras vidas)





Te vi ayer cuando comenzabas tus tareas diarias. Te levantase sin acordarte de orar a tu Dios. En todo el día no lo tuviste presente. De hecho ni siquiera recordaste bendecir los alimentos. Eres muy desagradecido con tu Dios y eso me gusta de ti. También me agrada la enorme flojera que tienes en todo lo que se refiere a tu formación como católico. Tu vida sacramental está por los suelos... sólo vas a Misa los domingos y eso llegando tarde. Confesar y comulgar, rara vez, cuando hay cierta presión por los compromisos familiares. ¿Y qué decir de tu tacañería en hacer apostolado? ¿En  difundir tu religión? ¿En enseñar a otros el amor de Cristo? ¿Los cuidados de María? Todo ello es muy útil para mí. No sabes cómo me alegra.

   Tantos años y sigues igual. Crees que no tienes nada que cambiar. Me encantas. Hemos pasado muchos años juntos y aún te detesto. Es más, te odio porque odio a tu Dios. Que no lo ames, que lo olvides, es una forma de triunfar, de contradecir Sus deseos.       

   Con tu cooperación estoy demostrando quien es el que manda en tu vida. Con todos esos momentos que hemos pasado juntos... Hemos disfrutado muchas películas “para adultos” y que decir de las veces que hemos ido a los espectáculos artísticos en vivo. De los programas de la tele tan picantes y de las imágenes en Internet. ¡Ah! Y cuando no te has “portado bien” con aquella personita. Pero más me agrada que engañes a tus remordimientos con aquello de “eres joven tienes derecho a gozar de la vida”. No hay duda... eres de los míos.

   Disfruto mucho de los chistes colorados que escuchas y cuentas. Tú te ríes de la picardía que tienen y yo me carcajeo de ver a un hijo de Dios haciendo eso. Pero el hecho es que ambos la pasamos bien con las canciones de música y letra sensual que escuchas. ¡Qué bien identificas cuales son los grupos musicales que más me gustan…porque yo mismo los poseo!

   También disfruto mucho cuando murmuras de los demás, los chismes que siembras se dispersan con mucha facilidad. Tienes gran habilidad para crear divisiones. ¡Ah! y por tu actitud de rebelión siempre contra toda autoridad. No dejes que nadie te diga lo que tienes que hacer. Eres libre de llevar a cabo lo que te venga en gana.

   Esta carta es para decirte GRACIAS por dejarme que utilice la mayor parte de tu tonta vida. Eres tan manejable, que sucumbes a las más simples tentaciones. El pecado se ha adueñado de tu vida. Sigue siendo así.

   En ocasiones me haces un gran servicio, cuando das malos ejemplos a los niños. Son tan receptivos, que me haces un gran favor encaminándolos a ser como tú. Te lo Agradezco mucho.

   Si tuvieras algo de sesos cambiarias de ambiente, de compañía, hablarías con tus padres, con aquel amigo que se entristece cuando yo estoy feliz, con el sacerdote ése que rechazas por fuera, pero lo admiras por dentro y que te hace sonrojar cuando te dirige la palabra. Les pedirías ayuda y seguramente te la darían y regresarías a tus oraciones, a los Sacramentos y a tu apostolado y entonces, adiós mi gabán, te me escaparías.

   No acostumbro enviar estos mensajes, pero eres tan conformista y flojo que no creo que vayas a cambiar. Te tengo bien estudiado y más adelante, cuando crezcas un poco más, utilizaré mi arma más efectiva: te induciré a que no creas en mí. Eso me conviene. Así ya nunca pelearas contra mí y yo, a tu muerte cuando se acabe tu tiempo, te arrastraré conmigo al fuego eterno. Ahí te unirás a los míos para maldecir y odiar eternamente a Dios, a la Virgen, a tus padres, a todos tus amigos y enemigos y a mí. Pero habré triunfado no amarás a nadie, no lo amaras a Él, a Cristo Jesús, a Cristo Dios.

   ¡NO!, ¡YA NUNCA PODRÁS ARREPENTIRTE Y TERMINARÁS ABORRECIENDO A TU DIOS Y YO DISFRUTARÉ DE SUS LÁGRIMAS!

   Tu enemigo que te ODIA, Satanás

   Posdata. Sí realmente quieres que te ayude a gozar en este mundo, no muestres esta carta a nadie.

“FAMILIA CATÓLICA”

martes, 12 de noviembre de 2019

El terror institucionalizado – Presbítero julio Meinvielle.





De aquí aparece claro que este sistema de completa y permanente vigilancia de todas las actividades de los ciudadanos en todos sus aspectos ha de derivar en el terror institucionalizado. Se crea en todo el país, comenzando por el Partido y por la Policía Secreta con él conectada, un complejo permanente de culpabilidad, como si se le estuviera traicionando, De aquí, las críticas y autocríticas, las confesiones, las purgas periódicas, ya individuales, ya en masas, que caracterizan al Estado soviético. (Nota nuestra: Esto puede aplicarse a cualquier estado Marxista, de manera solapada) Existe sobre todo esto una abundante literatura, cuya seriedad no puede ponerse en duda. El Partido Comunista,  (Nota  nuestra: Hoy el partido comunista se camuflo con la democracia.) con su policía secreta que le es inmanente, se convierte en una férrea estructura en manos de una camarilla que detenta la totalidad del poder, teniendo a su discreción la vida y el honor de todos y cada uno de los ciudadanos.



   Hay quienes piensan que este terror permanentemente institucionalizado no es intrínseco y esencial al comunismo. No lo creemos. Está en las entrañas de un sistema que con la dialéctica, que es lucha, trabaja sistemáticamente para cambiar la estructura y el funcionamiento del ser humano. Se quiere convertir al hombre en un ser que funcione en sentido contrario al que le piden sus aspiraciones más profundas. Hecho para el ser, la verdad y el bien, se le quiere hacer marchar en el sentido de la nada, de la mentira y del mal. Ya lo dijimos en nuestra primera lección sobre la dialéctica. La dialéctica, en que se funda el comunismo, exige, por su esencia misma, una transformación del hombre sobre la base de la mentira, el odio y el crimen.

   Este problema del “terror institucionalizado”, al que ahora sólo nos referiremos accidentalmente pero que debe ser estudiado con mayor prolijidad al tratar de la guerra revolucionaria, está vinculado con la célebre cuestión examinada en el siglo pasado por Donoso Cortés en su famoso Discurso sobre la Dictadura: “Señores, no hay más que dos represiones posibles: una interior y otra exterior, la religiosa y la política. Estas son de tal naturaleza, que cuando el termómetro religioso está subido, el termómetro de la represión está bajo, y cuando el termómetro religioso está bajo, el termómetro político, la represión política, la tiranía está alta. Esta es una ley de la humanidad, una ley de la historia”.

   Una sociedad como la intentada por el presunto humanismo marxista —sin religión, sin filosofía, sin política, sin propiedad, sin familia— no puede marchar sino por la fuerza del terror permanente e institucionalizado.


“EL PODER DESTRUCTIVO DE LA DIALECTICA COMUNISTA”

Cruz y Fierro Editores.

lunes, 11 de noviembre de 2019

DEMOCRACIA Y MASONERÍA





Hay una democracia legítima, lícita, no puede dudarse de ello; y no queremos decir que la democracia, por ser democracia tenga relaciones con la Masonería. Pero hay también una democracia de tipo liberal, y cabe preguntarse si de modo quizás inconsciente de parte de la democracia, y sí, consciente de parte de la Masonería, no hay muchas veces connivencias.

   En la medida con que esta democracia de tipo liberal acepta y difunde las ideas liberales, en la medida en que se proclama anticlerical o aclerical, dicha democracia hace el juego a la Masonería, ya que no hace otra cosa que aceptar y difundir doctrinas masónicas. ¡La cosa necesita explicaciones!

   Escribe León XIII, hablando de los masones: “Voceando libertad y prosperidad pública, haciendo ver que por culpa de la Iglesia y de los monarcas no había salido ya la multitud de su inicua servidumbre y de su miseria, engañaron al pueblo; y despertada en él la sed de novedades, le incitaron a combatir ambas potestades. Voceando libertad... ¿No es lo que está haciendo cierta democracia?

   Así como la Masonería tiene interés en que asociaciones como el Rotary Club difundan sus ideas, sin ser masónicas, para no espantar a los que todavía hacen algún caso de las condenaciones de la Iglesia, asimismo tiene interés en que haya movimientos, tendencias, y partidos que sin ser escandalosamente laicos, lo que apartaría todavía a muchos católicos sinceros, y bajo una máscara de ortodoxia, aceptan en grados varios sus ideas, y las ponen en práctica.

   ¿Y no puede aplicarse a cierta democracia las palabras de Pío IX a un grupo de católicos franceses, en junio de 1871?: “El ateísmo en las leyes (lo que-admite prácticamente cierta democracia), la indiferencia en materia de religión, (igual), y esas máximas perniciosas llamadas católico-liberales, éstas sí, éstas son verdaderamente la causa de la ruina de los Estados... ¡Creedme: el daño que os anuncio es más terrible que la Revolución!

domingo, 10 de noviembre de 2019

EL MAL “LA FALSA VERGÜENZA” (Lectura llena de consejos de Santos, útiles para confesores y penitentes)






“La vergüenza estorba a muchos de estos buenos campesinos a confesar todos sus pecados a sus sacerdotes, lo que les tiene en estado de eterna condenación”. (San Vicente de Paúl).

“Los que tienen un poco de experiencia saben perfectamente qne esta maldita vergüenza puebla de condenados el infierno”, (San Alfonso M. de Ligorio).

“La experiencia ha enseñado a todos harto por demás, que la mayor parte de los cristianos se condenan por defectos esenciales en sus confesiones ordinarias”. (P. Brydaine. — Vida, por el abate Carrón).

“Predicad a menudo contra las confesiones sacrílegas, porque Dios me ha revelado que la mayor parte de los cristianos que se condenan, es a causa de confesiones mal hechas”. (Santa Teresa, citada por Segneri y Mach).

LOS GRANDES SANTOS MODERNOS.

Siglos XVI y XVII.

  
   ¿Es verdad que un número más o menos considerable de penitentes callan por falsa vergüenza o rubor, u otro parecido motivo, sus pecados en confesión? A esta pregunta respondemos sin vacilaciones y resueltamente: Sí; es verdad.

   Evidentemente, no basta consignar aquí esta afirmación: es necesario probarla. Pues bien; entendiendo que sólo la autoridad de los hombres más experimentados en el gobierno y dirección de las almas puede sólidamente establecerla, no recurriremos a otros, sino a ellos, en demanda de nuestras pruebas.

   Para resolver la cuestión, sería cosa fácil y hacedera aducir testimonios anteriores a la época llamada moderna. Los Padres de la Iglesia, desde los primeros siglos del cristianismo, han tocado a menudo este punto que nos ocupa, y afirmado el hecho de la falsa vergüenza.

   Tertuliano, a principios del siglo III, exclamaba con toda la vehemencia que le era peculiar: “Grandes son los medros y ventajas que a la vergüenza proporciona el ocultar los propios pecados Acaso, porque hayamos sabido encubrir nuestras faltas a los hombres ¿podremos también encubrírselas a Dios?... ¿Es, acaso, mejor condenarnos por haber disimulado, que ser absueltos mediante una sincera confesión?”

   Doscientos años más tarde, San Agustín truena contra este mismo crimen. “Serás condenado, dice, por tu silencio, cuando pudieras salvarte con la confesión”.

   A estas citas, que nos sería fácil multiplicar, se opondrá quizá como objeción el profundo cambio y mudanza que se ha operado, así en las instituciones, como en las costumbres; pero, a decir verdad, esta objeción más es aparente, que real; más parece especioso sofisma, que argumento sólido y bien fundado en razón. En efecto, aquí se trata de un vicio inherente a la decaída naturaleza humana, y sabido es que, salvo ligeras diferencias de matiz la naturaleza humana es siempre la misma en todos los tiempos y bajo todas las latitudes.

   Pero, sea de esto lo que quiera, nosotros nos limitaremos a los tiempos modernos, citando con preferencia los testimonios de los Santos, cuya fecha de canonización es más próxima a nuestra época. Y nótese bien, que de estos ilustres personajes, unos han sido fundadores de Institutos apostólicos; otros son honrados con el título y dictado de Doctores de la Iglesia; y todos, finalmente, son tales, que conquistaron la aureola de la santidad en el ejercicio no interrumpido y, por ventura, harto prolongado del ministerio de las almas, bajo el triple concepto y calidad de apóstoles, misioneros y confesores.

   Viniendo de tales fuentes, un sólo texto, de ser claro y preciso, tendría garantizado su valor y merecería atención. Ahora bien; siendo esto así, como lo es, ¿qué deberá pensarse y entenderse, si todos unánimes asientan de consuno esta proposición: a menudo se callan pecados en el Santo Tribunal de la Penitencia? Cuando tales personajes, todos de común acuerdo, afirman una misma verdad experimental, ¿quién osará contradecirles? En nuestro humilde entender, un adversario así daría pruebas inequívocas, cuando no de otra cosa, de vana arrogancia e insensata presunción.

   Cuando se piensa en la mucha cautela, tino y discreción que se recomienda en esta tan delicada materia, es preciso reconocer en las palabras que estos hombres de Dios han dejado escapar de sus labios, o de sus plumas, el grito de espanto de un celo ardiente, que no han podido reprimir al denunciar una tan grande e inmensa desventura. Al tratar de esta materia, mientras, por una parte, toman toda clase de precauciones y cautelas, por otra, hablan en un tono y se expresan en un estilo tales, que denotan bien ostensiblemente la profunda emoción que embarga sus almas ante este misterio de iniquidad... ¡Tantos sacrilegios cometidos!... ¡Tantas almas condenadas por obra y gracia de este falso y maldito rubor, por obra y efecto de esta criminal vergüenza!...

   Y no hay por qué decir, pues es cosa llana y evidente, que este conocimiento es sólo fruto de una experiencia puramente humana, sí que también el resultado de gracias especiales y de luces e inspiraciones sobrenaturales; porque estos Santos, a quienes aquí aludimos y que luego citaremos largamente, poseyeron, y a menudo en grado eminente, el don de penetrar en las interioridades de las conciencias y leer en lo más profundo de los corazones.

   De intento, hemos escogido las más convincentes autoridades, cuyo número fácilmente hubiéramos podido multiplicar, si no hubiésemos preferido, a la vanidad de parecer eruditos, el mérito de ser claros y concisos en lo posible. Por lo demás, el lector que desee instruirse y, sobre todo, edificarse más, recurra a las obras que en el decurso de la presente citamos.

Por otra parte, asentado que hayamos, como cosa cierta y averiguada, que muchos penitentes se dejan vencer del falso rubor o vergüenza, nuestro intento es hablar en términos generales, como lo hicieron los Santos, sin fijar ni concretar cosa alguna más en particular y por menudo, que lo hicieron ellos. Los propios Santos nos servirán de guías y directores, cuando nos sea forzoso descender a más precisos detalles y sondear más íntimamente alguna cuestión.

   Abramos, pues, la serie de esta ilustre y gloriosa galería de Santos y de sabios, comenzando por San Francisco Javier (1506 - 1560) quien, después de haber ejercido con tanto fruto como aplauso el ministerio de las almas en Europa, llegó a ser el incomparable apóstol de las Indias y del Japón. Como a todos es notorio, San Francisco Javier fué el más ilustre de los compañeros de San Ignacio de Loyola, y es fama que convirtió y redujo a la fe un número casi incalculable de infieles y pecadores.

   Pues bien, he aquí lo que escribe en una carta de “Instrucciones prácticas, dirigida al P. Gaspar Barzée”. “Hay muchas personas a quienes el demonio inspira un tan fuerte rubor y vergüenza de sus vicios y pecados, que, por sí solas, serían incapaces de hacer una confesión tan completa como juzgaría de necesidad el confesor. A otras, y con el propio intento, inspira el demonio gran cobardía y descorazonamiento, y las llena de desesperación. Con todas estas personas, es preciso adoptar temperamentos de suma dulzura y amabilidad.”

   Más adelante, en la misma carta, leemos esto que sigue: “Hay algunos que, a causa de la debilidad de su edad o de su sexo, suelen ser vivamente tentados de sonrojo en declarar los vergonzosos desórdenes carnales en que se revolcaron. Si os halláis con esta clase de pecadores, prevenidlos con bondad, recordándoles que no son ellos ni los únicos ni los primeros, que en este impuro fango cayeron; y que habéis conocido pecados del mismo género, más graves y, según todas las apariencias, más enormes que los que ellos temen expresar....—Creedme, algunas veces, a fin de librar las almas de una vergüenza que llegaría a serles fatal, y de desatar la lengua de estas pobres víctimas, encadenadas por la malicia del demonio, es necesario algo más. Con efecto, conviene descubrirles, siquiera sea someramente y de una manera general, las propias miserias de nuestra vida pasada, si este remedio es necesario para obtener la indispensable confesión de los pecados que, de otro modo, nos los habrían de ocultar para su eterna condenación. Bien veo, que este medio es un tanto difícil y penoso para el confesor; pero ¿qué penas ni dificultades habrá que rehúya y de sí aleje el verdadero y ardiente amor de Dios, cuando son prenda y garantía de la salvación de las almas, redimidas por la sangre de Jesucristo?

   Esta última reflexión del gran apóstol, ya que no la practiquemos, por lo menos, siempre nos hará admirar la generosa industria y piadoso ardid, que en ella propone; ardid e industria, que, por lo demás, han sido recomendados y practicados por otros muchos Santos, como medio eficacísimo de obtener ciertas difíciles confesiones.

   San Carlos Borromeo, (1538-1584) el ilustre Cardenal arzobispo de Milán, debe ser citado en esta galería después de San Francisco Javier. Ningún hombre, en el siglo XVI, ejerció en la Iglesia una influencia más general ni más profunda, ni demostró un celo más ilustrado y ardiente. Bajo el título de Instrucciones a los Confesores, compuso un tratado magistral, que siempre gozó de mucho prestigio y autoridad, sobre el modo de administrar el Sacramento de la Penitencia. De él tomamos los siguientes párrafos, acomodados y pertinentes a nuestra tesis. “Y porque hay mucho descuido en hacer, como es debido, la confesión, principalmente en el tiempo en que la persona no vive en el temor de Dios y tiene poco o ningún cuidado de su alma, de modo que se confiesa más por costumbre y rutina, que por el conocimiento que tiene de sus pecados y deseo de enmendarse, en todo caso, por la gran utilidad y medro espiritual que se saca de las confesiones generales, sobre todo en los comienzos en que el hombre se resuelve de veras a enmendarse y volver a Dios, los confesores deberán, según la calidad de la persona, y en tiempo y lugar, exhortar a los penitentes a que hagan una confesión general, para que, por medio de ella, representándoseles ante los ojos toda su vida pasada, se conviertan con mayor fervor a Dios y reparen así todos los defectos que hubieren tenido sus precedentes”. Como se ve, el gran arzobispo de Milán recomienda la confesión general porque las más de las veces uno se confiesa más por costumbre y rutina, que por el conocimiento que tiene de sus pecados y deseo de enmendarse. En otros términos, el Santo nos dice que las requeridas disposiciones de integridad y contrición faltan en no pocos penitentes. Lo cual es lo único que, por el momento, queremos dejar asentado.

sábado, 2 de noviembre de 2019

Charla entre un joven sacerdote y un viejo Misionero (sobre la confesión y como confesar)





NUESTRA NOTA: Esta obra toca (entre otras), talvez, unos de los problemas más grandes, tanto para el penitente, como para el confesor a saber: Callar deliberadamente pecados mortales por vergüenza. Por lo que el remedio se convierte en veneno mortal: La confesion sacrílega. Hasta llegar incluso a la comunión sacrílega por pensar que se está en estado de gracia.

   Un joven sacerdote, profesor en una facultad de Teología, platicaba un día con un venerable Misionero, encanecido en las lides y fatigas del apostolado. Los dos interlocutores, aunque muy distanciados entre sí por su edad y habituales ocupaciones, sentían en el corazón una pasión común: el amor de las almas redimidas por Jesucristo. El uno experimentaba los primeros ímpetus de un celo impaciente y ardía en deseos de entregarse a las labores del apostolado; pero aún le faltaba la necesaria experiencia. El otro, por el contrario, poseía a fondo la ciencia práctica del gobierno de las almas, y le eran perfectamente conocidos los más recónditos secretos de este “Arte de las Artes” (San Gregorio el grande).

   VIEJO MISIONERO: —¿Queréis, dice el anciano, que os descubra un medio de librar del pecado y de la muerte eterna a muchos infelices pecadores?

   JOVEN SACERDOTE: —Sí; os lo ruego.

   VM: —Pues bien; este medio consiste en que os persuadáis, desde luego, que muchas personas callan pecados en sus confesiones ordinarias.

   JS: —Padre, no lo puedo creer. Si esto que decís fuera verdad, los Teólogos y los Moralistas me lo hubiesen enseñado; mis maestros en la Ciencia sagrada me lo hubiesen ya advertido. Pero, hasta ahora, ni lo he oído, ni lo he leído.

   VM: —No hay que maravillarse de que ni los Teólogos ni los Moralistas hayan tratado a fondo esta cuestión, que, después de todo, más pertenece a la experiencia que a la teoría; pero puedo aseguraros, y os aseguro, que el hecho es incontestable. Los más grandes Santos lo afirman en sus escritos; los más célebres Misioneros la afirman también... y si me fuera dado unir mi testimonio personal al de estos ilustres personajes, os diría que, después de las treinta mil confesiones generales que llevo oídas me es absolutamente imposible abrigar la menor duda en este punto.

   JS: —Pero ¿cómo un hecho de tamaña trascendencia—si existe—no ha sido denunciado antes de ahora?
   VM: —Porque muchos lo ignoran y no pocos lo ponen en tela de juicio. Por otra parte, es hecho cierto, que estas cosas prácticas se leen, sin que llamen la atención, y se oyen, sin comprenderlas bien. A menudo, sólo la experiencia personal puede abrir los ojos. De aquí el clásico aforismo de los antiguos que, a este propósito, decían: Nulla intelligentia sine praxi.

   JS: —Bueno, pero ¿qué interés puede tener nadie en ocultar pecados en la confesión?, cuando, precisamente, va a confesarlos, para obtener el perdón de ellos.

   VM: —Que ¿qué interés? ¡Ay! el interés que tiene la naturaleza humana, después de las derrotas del Paraíso terrenal, en disimular y esconder sus vergüenzas é ignominias. Sin duda, que, lejos de ganar nada, pierde mucho en estos amaños y astucias de que se vale para mentir; pero es lo cierto que miente, sea por un cierto instinto de bajeza y ruindad, sea por los engañosos y falaces cálculos que hace Es preciso también tener en cuenta la acción del demonio, de quien un Santo Padre ha dicho: “que primero pone en Las almas una criminal audacia para inducirlas al pecado y que después las inspira vergüenza para estorbar que de él se acusen”.(San Juan Crisóstomo).

   JS: —Padre, ya no me atrevo a contradeciros más; pero, antes de dar por entero mi asentimiento a una afirmación de tan notoria gravedad, como esa que mantenéis, permítaseme pediros pruebas en mayor abundancia, las cuales—os lo declaro con sinceridad—no han de convencerme, sino a trueque de que sean sólidas é irrefutables.

   Es preciso lo manifestemos ante todo. Las pedidas pruebas se adujeron y, por cierto, con lealtad y en abundancia tanta, que la más plena persuasión y hondo convencimiento sucedieron en el joven sacerdote a su primera incredulidad, rayana, como se ha visto, en obstinación. Por eso, toma hoy la pluma para defender resueltamente lo que un día rechazara como una gran exageración. Pero ¿está suficientemente motivado este cambio de opinión? El lector lo juzgará, porque, en este modesto trabajo, hemos de presentarle todos los argumentos que se desenvolvieron y razones que se discutieron en estas pláticas y conversaciones.

viernes, 1 de noviembre de 2019

SANTIDAD – Por Cornelio A Lápide. (Primera parte)





   

   La santidad es el desprecio del mundo, la afición y la unión a Dios y a Jesucristo... Ser fieles a las promesas contraídas en el bautismo.

¿Qué es sanidad? ¿En qué consiste?

   ¿Qué es santidad? dice San Gregorio Nazianceno. Es estar constantemente con Dios. Así Enoc y Noé, marchando con Dios, eran santos.

   La santidad consiste en estar puros de pecados y en practicar el bien.

   La santidad consiste en renunciar a la impiedad y a los deseos del siglo, y en vivir en el siglo con templanza, justicia y piedad, dice el grande apóstol.

   La santidad del cuerpo, dice San Gregorio, es la pureza; la santidad del alma es la caridad y la humildad.

  Os conjuro, hermanos míos, por la misericordia de Dios, escribe San Pablo a los romanos, que ofrezcáis vuestros corazones como hostia viva, santa, agradable a Dios.

   Ofreced a Dios vuestros cuerpos, enajenadlos y transportadlos al dominio de Dios, para que os sirváis de ellos, no a vuestro albedrío, sino para el culto y el honor de Dios.

   Ofreced vuestros cuerpos en hostia viva: es decir, entregadlos a la virtud, dice San Gregorio; porque la carne que se entrega al vicio está muerta.

   Ofreced vuestro cuerpo en hostia viva de caridad...Ofreced vuestro cuerpo en hostia agradable a Dios. Agradable a Dios por las buenas obras del alma y del cuerpo...

   El altar de esta víctima es el corazón, dice San Gregorio, en el cual arde el fuego de la compunción y es consumida la carne.

   Jesucristo ha santificado su Iglesia, a fin de que se presentase delante de él gloriosa, sin mancha, arruga ni cosa semejante, y fuese santa e inmaculada, dice San Pablo a los efesios. Tal debe ser nuestra santidad...

   La santidad consiste en vivir de Jesucristo como San Pablo. En poder decir con él: Vivo, pero no soy yo el que vive, es Cristo el que vive en mí.

   Sed santos en todas vuestras conversaciones, dice el apóstol San Pedro.


“TESOROS DE CORNELO A LÁPIDE”