“La
vergüenza estorba a muchos de estos buenos campesinos a confesar todos sus
pecados a sus sacerdotes, lo que les tiene en estado de eterna condenación”. (San Vicente de
Paúl).
“Los
que tienen un poco de experiencia saben perfectamente qne esta maldita
vergüenza puebla de condenados el infierno”, (San Alfonso M. de Ligorio).
“La
experiencia ha enseñado a todos harto por demás, que la mayor parte de los cristianos
se condenan por defectos esenciales en sus confesiones ordinarias”. (P. Brydaine.
— Vida, por el abate Carrón).
“Predicad
a menudo contra las confesiones sacrílegas, porque Dios me ha revelado que la
mayor parte de los cristianos que se condenan, es a causa de confesiones mal
hechas”. (Santa Teresa, citada por Segneri y Mach).
LOS
GRANDES SANTOS MODERNOS.
Siglos
XVI y XVII.
¿Es
verdad que un número más o menos considerable de penitentes callan por falsa
vergüenza o rubor, u otro parecido motivo, sus pecados en confesión? A esta
pregunta respondemos sin vacilaciones y resueltamente: Sí; es verdad.
Evidentemente, no basta consignar aquí esta
afirmación: es necesario probarla. Pues bien; entendiendo que sólo la autoridad
de los hombres más experimentados en el gobierno y dirección de las almas puede
sólidamente establecerla, no recurriremos a otros, sino a ellos, en demanda de
nuestras pruebas.
Para resolver la cuestión, sería cosa fácil
y hacedera aducir testimonios anteriores a la época llamada moderna. Los Padres
de la Iglesia, desde los primeros siglos del cristianismo, han tocado a menudo este
punto que nos ocupa, y afirmado el hecho de la falsa vergüenza.
Tertuliano,
a principios del siglo III, exclamaba con toda la vehemencia que le era
peculiar: “Grandes son los medros y
ventajas que a la vergüenza proporciona el ocultar los propios pecados Acaso,
porque hayamos sabido encubrir nuestras faltas a los hombres ¿podremos también
encubrírselas a Dios?... ¿Es, acaso, mejor condenarnos por haber disimulado, que
ser absueltos mediante una sincera confesión?”
Doscientos
años más tarde, San Agustín truena contra este mismo crimen. “Serás condenado, dice,
por tu silencio, cuando pudieras salvarte con la confesión”.
A estas citas, que nos sería fácil
multiplicar, se opondrá quizá como objeción el profundo cambio y mudanza que se
ha operado, así en las instituciones, como en las costumbres; pero, a decir
verdad, esta objeción más es aparente, que real; más parece especioso sofisma,
que argumento sólido y bien fundado en razón. En efecto, aquí se trata de un vicio inherente a la decaída naturaleza
humana, y sabido es que, salvo ligeras diferencias de matiz la naturaleza humana
es siempre la misma en todos los tiempos y bajo todas las latitudes.
Pero, sea de esto lo que quiera, nosotros
nos limitaremos a los tiempos modernos, citando con preferencia los testimonios
de los Santos, cuya fecha de canonización es más próxima a nuestra época. Y nótese
bien, que de estos ilustres personajes, unos han sido fundadores de Institutos
apostólicos; otros son honrados con el título y dictado de Doctores de la
Iglesia; y todos, finalmente, son tales, que conquistaron la aureola de la
santidad en el ejercicio no interrumpido y, por ventura, harto prolongado del
ministerio de las almas, bajo el triple concepto y calidad de apóstoles, misioneros y confesores.
Viniendo de tales fuentes, un sólo texto, de
ser claro y preciso, tendría garantizado su valor y merecería atención. Ahora
bien; siendo esto así, como lo es, ¿qué
deberá pensarse y entenderse, si todos unánimes asientan de consuno esta
proposición: a menudo se callan pecados en el Santo Tribunal de la Penitencia?
Cuando tales personajes, todos de común acuerdo, afirman una misma verdad
experimental, ¿quién osará
contradecirles? En nuestro humilde entender, un adversario así daría
pruebas inequívocas, cuando no de otra cosa, de vana arrogancia e insensata
presunción.
Cuando se piensa en la mucha cautela, tino y
discreción que se recomienda en esta tan delicada materia, es preciso reconocer
en las palabras que estos hombres de Dios han dejado escapar de sus labios, o
de sus plumas, el grito de espanto de un celo ardiente, que no han podido
reprimir al denunciar una tan grande e inmensa desventura. Al tratar de esta
materia, mientras, por una parte, toman toda clase de precauciones y cautelas,
por otra, hablan en un tono y se expresan en un estilo tales, que denotan bien
ostensiblemente la profunda emoción que embarga sus almas ante este misterio de
iniquidad... ¡Tantos sacrilegios
cometidos!... ¡Tantas almas condenadas por obra y gracia de este falso y
maldito rubor, por obra y efecto de esta criminal vergüenza!...
Y no hay por qué decir,
pues es cosa llana y evidente, que este conocimiento es sólo fruto de una experiencia
puramente humana, sí que también el resultado de gracias especiales y de luces
e inspiraciones sobrenaturales; porque estos Santos, a quienes aquí aludimos y que
luego citaremos largamente, poseyeron, y a menudo en grado eminente, el don de
penetrar en las interioridades de las conciencias y leer en lo más profundo de
los corazones.
De intento, hemos escogido las más
convincentes autoridades, cuyo número fácilmente hubiéramos podido multiplicar,
si no hubiésemos preferido, a la vanidad de parecer eruditos, el mérito de ser
claros y concisos en lo posible. Por lo demás, el lector que desee instruirse
y, sobre todo, edificarse más, recurra a las obras que en el decurso de la
presente citamos.
Por otra parte, asentado
que hayamos, como cosa cierta y averiguada, que muchos penitentes se dejan vencer
del falso rubor o vergüenza, nuestro intento es hablar en términos generales,
como lo hicieron los Santos, sin fijar ni concretar cosa alguna más en
particular y por menudo, que lo hicieron ellos. Los propios Santos nos servirán
de guías y directores, cuando nos sea forzoso descender a más precisos detalles
y sondear más íntimamente alguna cuestión.
Abramos, pues, la serie de esta ilustre y
gloriosa galería de Santos y de sabios, comenzando por San
Francisco Javier (1506 - 1560)
quien, después de haber ejercido con tanto fruto como aplauso el ministerio de
las almas en Europa, llegó a ser el incomparable apóstol de las Indias y del Japón.
Como a todos es notorio, San Francisco
Javier fué el más ilustre de los compañeros de San
Ignacio de Loyola, y es fama que convirtió y redujo a la fe un número
casi incalculable de infieles y pecadores.
Pues bien, he aquí lo que escribe en una
carta de “Instrucciones prácticas,
dirigida al P. Gaspar Barzée”. “Hay muchas personas a quienes el demonio inspira
un tan fuerte rubor y vergüenza de sus vicios y pecados, que, por sí solas,
serían incapaces de hacer una confesión tan completa como juzgaría de necesidad
el confesor. A otras, y con el propio intento, inspira el demonio gran cobardía
y descorazonamiento, y las llena de desesperación. Con todas estas personas, es
preciso adoptar temperamentos de suma dulzura y amabilidad.”
Más adelante, en la misma carta, leemos esto
que sigue: “Hay algunos que, a causa de la debilidad de su edad o de su sexo,
suelen ser vivamente tentados de sonrojo en declarar los vergonzosos desórdenes
carnales en que se revolcaron. Si os halláis con esta clase de pecadores,
prevenidlos con bondad, recordándoles que no son ellos ni los únicos ni los
primeros, que en este impuro fango cayeron; y que habéis conocido pecados del
mismo género, más graves y, según todas las apariencias, más enormes que los
que ellos temen expresar....—Creedme, algunas veces, a fin de librar las almas
de una vergüenza que llegaría a serles fatal, y de desatar la lengua de estas
pobres víctimas, encadenadas por la malicia del demonio, es necesario algo más.
Con efecto, conviene descubrirles, siquiera sea someramente y de una manera
general, las propias miserias de nuestra vida pasada, si este remedio es
necesario para obtener la indispensable confesión de los pecados que, de otro
modo, nos los habrían de ocultar para su eterna condenación. Bien veo, que este
medio es un tanto difícil y penoso para el confesor; pero ¿qué penas ni dificultades
habrá que rehúya y de sí aleje el verdadero y ardiente amor de Dios, cuando son
prenda y garantía de la salvación de las almas, redimidas por la sangre de
Jesucristo?
Esta última reflexión del gran apóstol, ya
que no la practiquemos, por lo menos, siempre nos hará admirar la generosa
industria y piadoso ardid, que en ella propone; ardid e industria, que, por lo
demás, han sido recomendados y practicados por otros muchos Santos, como medio
eficacísimo de obtener ciertas difíciles confesiones.
San Carlos Borromeo, (1538-1584) el ilustre Cardenal
arzobispo de Milán, debe ser citado en esta galería después de San Francisco
Javier. Ningún hombre, en el siglo XVI, ejerció
en la Iglesia una influencia más general ni más profunda, ni demostró un celo
más ilustrado y ardiente. Bajo el título de Instrucciones a los Confesores,
compuso un tratado magistral, que siempre gozó de mucho prestigio y autoridad, sobre
el modo de administrar el Sacramento de la Penitencia. De él tomamos los
siguientes párrafos, acomodados y pertinentes a nuestra tesis. “Y porque hay mucho descuido en hacer,
como es debido, la confesión, principalmente en el tiempo en que la persona no
vive en el temor de Dios y tiene poco o ningún cuidado de su alma, de modo que
se confiesa más por costumbre y rutina, que por el conocimiento que tiene de
sus pecados y deseo de enmendarse, en todo caso, por la gran utilidad y medro
espiritual que se saca de las confesiones generales, sobre todo en los
comienzos en que el hombre se resuelve de veras a enmendarse y volver a Dios,
los confesores deberán, según la calidad de la persona, y en tiempo y lugar,
exhortar a los penitentes a que hagan una confesión general, para que, por medio
de ella, representándoseles ante los ojos toda su vida pasada, se conviertan con
mayor fervor a Dios y reparen así todos los defectos que hubieren tenido sus
precedentes”. Como se ve, el gran arzobispo de Milán recomienda la confesión general porque las más de las veces uno se confiesa más por costumbre y rutina, que por el conocimiento que
tiene de sus pecados y deseo de
enmendarse. En otros términos, el
Santo nos dice que las requeridas disposiciones de integridad y contrición faltan en no pocos penitentes. Lo cual
es lo único que, por el momento, queremos dejar asentado.