martes, 31 de enero de 2017

Milagros de Don Bosco por intercesión de María Auxiliadora “Un secreto para morir tranquilo – año 1866”




   En 1866 Don Bosco, a causa de la extraordinaria extensión de sus obras, había emitido una importante lotería.

   Un día, llególe de Roma una carta bien singular. La marquesa V*** le hacía un pedido y un ofrecimiento cuya sustancia es como sigue:

   Feliz, cuanto se puede ser en la tierra, vivo, sin embargo, con una angustia terrible: el pensamiento de la muerte me causa indecible inquietud, y mi fe no es bastante a sobreponerse a ese involuntario terror. A medida que os escribo, un movimiento convulsivo se apodera de todo mí ser. Pronta estoy a cualquier sacrificio para obtener que esta penosa idea cese de atormentarme y he aquí por qué me dirijo a vos. El tiempo apremia: padezco una enfermedad inexorable y que puede quizás muy pronto quitarme la vida. Aseguradme, os suplico, que la Santísima Virgen, vuestra bondadosa María Auxiliadora, me concederá la gracia de no temer la muerte y de verla llegar con toda serenidad, y yo por mi parte os prometo que, siendo ya Cooperadora de vuestras Obras, seré vuestra servidora y la servidora de vuestros hijos. Mi voluntad y todos mi bienes de fortuna y cuanto me resta de mi vida os pertenecerán; pondré él empeño posible en ser respecto a vos un instrumentó fiel de la Divina Providencia, pero ¡por piedad! que María Auxiliadora me libre del terrible espanto que me causa la muerte.      '

   Don Bosco le contestó a vuelta de correo:

   “Os aseguro que María Auxiliadora os concede la gracia deseada: moriréis tranquilamente y sin advertirlo. Cumplid vuestra promesa y la Santísima Virgen no faltará a la suya”.

   Pasaron algunos años. La marquesa V***, libre de aquellas angustias, llenó con admirable abnegación su compromiso: parecía no vivir sino para los huérfanos de Don Bosco.

   Un día a fines del año 1871, la marquesa dice a su marido, excelente cristiano.

  —Tiempo hace que no he hecho una confesión general; sí te parece me dispondré a ello en los últimos, días del año,

   —Excelente cosa; seguid vuestra inspiración.

   El último día de diciembre la marquesa había terminado su confesión general. Al día siguiente, celebración del año nuevo después de la santa comunión, hallándose reunida en el almuerzo toda la familia, rebosaba de singular contento.

   De repente manda a un criado:

   —Abrid los postigos.

   —Señora marquesa, están abiertos.

   —Abridlos ¡que entre luz!

   Nueva respetuosa observación del doméstico.

   Todos estaban atentos a esta extraña indicación, cuando la marquesa como iluminada por repentina luz, con indefinible acento exclama:

   — ¡Ángel! (éste era el nombre del marido) ¡Ángel! Me muero... Y con una alegría celestial que transformaba su semblante, repitió — ¡Ángel, yo muero, yo muero!... y se durmió en el Señor.

   María Auxiliadora cumplía su promesa.

   Don Bosco recibió esta noticia en el colegio de Varazze, donde se hallaba indispuesto. El marqués terminaba así su carta:

   “YO NO LLORO ESTA MUERTE COMO UNA DESGRACIA, SINO QUE BENDIGO A MARÍA AUXILIADORA COMO AUTORA DE UN INSIGNE FAVOR”

“SAN JUAN BOSCO”


Por el Dr. Don Carlos D´Espiney. – Año 1949



lunes, 30 de enero de 2017

“San Nicolás de Tolentino en sus luchas con el demonio”: Cuanto odia el demonio la oración humilde.



   COMENTARIO NUESTRO: Se sabe cuánto odia Satanás la oración que tantas almas les arrebata. Pero si quieren darse una idea hasta donde llega este odio. Lean este impresionante fragmento de la Vida de San Nicolás de Tolentino. Les aseguramos amigos que pocos habrán leído hasta dónde puede llegar el demonio con el permiso de Dios. La lectura no es muy corta (le pedimos léanla con tranquilidad y paciencia) porque  a medida que se avanza en ella se podrá ver como el demonio ante su impotencia en vencer a este humilde siervo del Señor llega hasta lo increíble por vencerlo, redoblando una y otra vez sus ataques, llegando a una crueldad como pocas veces hemos leído en la vida de otros Santos. Recomendamos esta lectura para que aprendamos a valorar más el poder de la oración,  la visita al Santísimo Sacramento y la devoción a nuestra Madre del Cielo. María Santísima.

   Es de notar en la vida de San Nicolás que el demonio procuró siempre perseguirle y aterrorizarle con extraordinario encarnizamiento, como si tuviese razones particulares para aborrecerlo y temerlo. Dios lo permitía sin duda a fin de poner de manifiesto la virtud de nuestro Santo, y hacer brillar a los ojos de todos, su constancia heroica y su admirable paciencia.

   El piadoso ermitaño era, con preferencia a todo, un hombre de oración. Sabemos, por las palabras aquéllas del Salvador: “Vigilad y orad para que no entréis en tentación”, que la oración es la fuente de toda fuerza sobrenatural y el arma de toda espiritual victoria. De aquí que Satanás dirigiese todos sus ataques contra las oraciones continuadas y contra las rigurosas penitencias de nuestro Santo. No le tentó de manera extraordinaria sobre la humildad, la pobreza y demás virtudes que son el ornamento del verdadero religioso; mas procuró a todo trance impedirle que orase y se mortificara. Todas las historias acerca de Nicolás están acordes en decir que el fervor con que él hacía la oración fué la principal causa de sus combates exteriores con el demonio. Este enemigo encarnizado de todo bien, parece que había jurado vencerlo en esto a todo trance, sabiendo que, si le hacía perder el sentimiento de la presencia de Dios, llegaría a hacerle retroceder de la penitencia, debilitaría su fuerza sobrenatural y haría fuesen menos numerosos e importantes los milagros y conversiones que de las tales oraciones se seguían.

   Ya había sufrido Satanás derrotas en lo tocante a las abstinencias y mortificaciones del Santo. Vamos a hacer ver ahora que no estuvo más feliz en lo concerniente a la oración. Nicolás de Tolentino, dice el Breviario, tenía un celo increíble por la oración; él oraba sin cesar, por el día, por la noche y a todas horas. Si alguno le visitaba, había de encontrarle invariablemente, o prosternado en contemplación, u ocupado en leer la Sagrada Escritura. No puede decirse cuánto empleaba en orar cada día y cada noche: era tan asiduo a este santo ejercicio, dice el proceso de canonización, que a él se entregaba desde Completas hasta el canto del gallo, y desde Maitines hasta el otro día. Después de la Misa, a no ser que tuviese que oír confesiones, volvía a comenzarla hasta Tercia, y después de Nona hasta Vísperas, como no estuviese ocupado en alguna obediencia.

   De modo que, según las expresiones mismas del proceso, Nicolás empleaba en la más ferviente oración, exceptuando tres horas al día, todo el tiempo que le dejaban libre los deberes de la obediencia y de la caridad. Y sucedió más de una vez que aun estas tres horas fueron señaladas con visiones y éxtasis del Bienaventurado. Gracias eran éstas muy frecuentes en Nicolás. Lo que sabemos es que los éxtasis del Santo no le impedían rezar cada día arrodillado en tierra las horas canónicas, los salmos graduales, los salmos penitenciales con las letanías de los Santos, el Oficio de la cruz y el de difuntos, añadiendo a todas estas oraciones un gran número de Avemarías en honor de la Bienaventurada Madre de Dios, a la que saludaba arrodillado todos los días, y hacia la cual profesaba una devoción especialísima, un amor tierno y sencillo, como el de un niño a su cariñosa madre. Desde los primeros años de su vida religiosa había Nicolás colocado en su celda una imagen de la Piedad. Llámase así en Italia a la Virgen de los Dolores, teniendo sobre sus rodillas a su Hijo bajado de la cruz. Prodigaba Nicolás a esta santa imagen los más afectuosos testimonios de filial veneración, y en su presencia pasaba largas horas, rezando parte de las muchas devociones que se había impuesto y derramando abundantes lágrimas de amor y de compasión. Ya veremos cómo María le recompensó esta tierna piedad para con Ella, y con qué rabia perseguía el demonio a este siervo fiel de la Reina del Cielo.

   Cada viernes se dirigía Nicolás a la sacristía, donde se conservaba una reliquia de la verdadera Cruz, que había él hecho engastar en un Crucifijo de plata, y allí permanecía largas horas en oración. El amor intensísimo que sentía por el Salvador en su Pasión Sagrada, le hacía también venerar con una singular piedad las imágenes de Jesús crucificado. Una de éstas, entre otras, colocada ante la puerta de la antigua sacristía de Tolentino, recibía todos los días los homenajes del piadoso ermitaño, que la amaba particularmente, y la saludaba con un respeto y una veneración extraordinarios. Esta, sin duda, fué la causa por qué el demonio atacó a Nicolás por este respecto y se esforzó en alejarlo de esta bendita imagen, como luego veremos.

   Tolentino fué el principal campo de batalla donde el Infierno puso en juego todas sus astucias y toda su rabia para vencer a nuestro Santo, sin poder jamás conseguirlo. Los ataques de Satanás fueron aquí más frecuentes y más violentos que en otras partes. Su ruindad y su odio mostráronse aquí con mucha mayor audacia, sobre todo en los tres últimos años de su vida. Todos los medios le parecían buenos al enemigo del género humano, y todos los empleaba contra el hijo de Agustín, que no cesaba de despreciarlo y de tratarlo como él se merecía. Estos combates dan a la fisonomía de nuestro bienaventurado ermitaño el más extraño carácter, pero no el menos digno de nuestra admiración.

   Había en cierta ocasión preparado Nicolás dos pedazos de tela para remendar su hábito. Mientras él rezaba el Oficio de difuntos, el ladrón infernal robóle uno, que el Santo buscó enseguida por todas partes, sin poder encontrarlo. Acostumbrado como estaba hacía mucho tiempo a estas audacias diabólicas, exclamó, dirigiéndose al Cielo: “Dios mío, ¿quién ha podido jugar así conmigo, sino aquel que no es digno ni de ser nombrado?” A estas palabras de desprecio contestó Satanás al punto: “Sí, yo he sido: yo te he engañado, y te engañaré más aún. Yo inventaré otra manera de atacarte, pues que hasta ahora, por los medios empleados, no te he podido vencer. — ¿Quién eres tú, preguntó Nicolás? Yo soy Belial, enviado para destruir tu santidad: no he de concederte un momento de reposo, pues que no haces tú otra cosa que Atormentamos”. Empleando entonces, como Nuestro Señor, las palabras mismas de la Escritura, exclamó el Santo, rebajando por desprecio a su terrible adversario de su naturaleza angélica e igualándolo a los hombres perversos, que se hacen sus esclavos; “Si mi Dios viene en mi ayuda, yo no temeré todo lo que el hombre pueda hacer contra mí”.

   Sin embargo, el ángel réprobo debía retener estas palabras y hacer pagar muy caro a su enemigo el poco caso que de él hacía. No le faltarán en adelante ocasiones de molestarle o atormentarle: él multiplicará de tal modo sus ataques, y hasta sus golpes, que, sin una especial protección de la providencia, Nicolás hubiera perdido la vida. El Hermano Juanito, testigo de todas las luchas sostenidas por el heroico fraile de Tolentino, depuso, bajo fe de juramento, en el proceso de canonización que eran imposibles de enumerar los golpes recibidos por el Santo de mano del demonio; ni podían asimismo contarse las atroces persecuciones de este monstruo infernal, a fin de conseguir distraerlo e impedirle la oración.

sábado, 28 de enero de 2017

DOCILIDAD AL CONFESOR





Discípulo— Padre ¿se debe también docilidad al confesor?

Maestro. — Lo que se ha dicho de la confianza, debe repetirse respecto a la docilidad, o sea, creerle, fiarse de él, dejarse guiar, poner en práctica sus órdenes, sus prohibiciones, sus consejos.

D. — Padre, sucede a veces que el confesor dice: Basta, lo he entendido. ¿Qué se ha de hacer entonces?

M. — Hay que callar al punto y pasar a otra cosa.

D. — Más, puede parecer a uno que aún no lo ha dicho todo, ni la mitad siquiera...

M. — Cuando el confesor habla así, es señal de que desde la primera palabra, ha comprendido cuál es el estado del alma, y que puede aliviar lo que aún no se ha dicho, o lo que no se sabe explicar.

D. — ¿Así que no obran bien aquéllos que, cuando el confesor les interrumpe para preguntarles o pedirles una explicación, no le hacen caso, o bien, en vez de escuchar lo que dice el confesor, piensan en otras cosas que les quedan por confesar, para no olvidarse de ellas?

M. No, no hacen bien. Apenas el confesor abra la boca, debe ponerse toda atención, aun a costa de que se olviden cien cosas que quedan por decir: va se dirán después cuando el confesor nos invite a ello.
D. — ¿Y si se olvidan?

M. — Si esto sucede, paciencia. Se confesarán en las siguientes confesiones.

D. — ¿Estará bien hecha esta confesión?

M. — Estará bien hecha, porque cuando inculpablemente se omite una o más cosas, aunque sean graves, la confesión es igualmente válida y se puede comulgar todos los días, quedando únicamente la obligación de confesar lo que se olvidó, en la primera confesión que se haga.

D. — Padre, ¿dicha atención y obediencia deben prestarla todos, aun aquéllos que son más instruidos que el confesor?

M. — Todos, absolutamente, teniendo en cuenta que quien habla en aquel momento es el mismo Jesucristo, oculto en la persona del confesor.

D. — ¿Qué dice, Padre, de aquéllos que cada vez que se confiesan desean que se les den largas explicaciones, fervorines y muchas buenas palabras?

M. Tal pretensión es pura vanidad. El confesonario no es ningún pulpito, ni tampoco cátedra escolástica, más si el confesor tiene a bien hacerlo, se le debe prestar toda atención. Que no te pase como a cierto muchacho, que mientras hablaba el confesor, él contaba los agujeros de la reja, y a cierto punto exclamó: “Ciento dos Padre”. O también como a cierta viejecita, que se durmió en el confesionario y obligó al confesor a salir del mismo para despertarla. O peor aún como a la señorita del jamás.
D. — Cuente, Padre, eso del jamás, que debe ser ameno.

M. — Tan ameno como verdadero.

Se confesaba un día una señorita bastante elegante, aunque acaso algo excéntrica, con un célebre padre misionero. Acabada la acusación de los pecados, el Padre comenzó la prédica, y a toda exhortación del misionero, ella, la señorita, distraída siempre, respondía ¡Jamás!

Continuó el padre un buen rato y luego le dijo:

— Pero, señorita, ¿acaso no presta usted atención a lo que le digo?

Y ella al punto con desenfado:

— ¡Jamás!

viernes, 27 de enero de 2017

¿ALGUNO SE ENCUENTRA ENFERMO? LEAN ESTOS MILAGROS DE SAN MARTÍN DE PORRES.



EL BUEN SAMARITANO

   La vocación de Martín parece haber sido la de remediar los males ajenos. Para ello Dios le dotó de un corazón misericordioso y, al irse poco a poco perfeccionando su caridad, tan hondas raíces echó en él esa virtud que pudo decir con el Apóstol: “¿Quién enflaquece y sufre que no enflaquezca y sufra yo también?” Además, el Señor que todo lo ordena con admirable providencia, dispuso que desde sus primeros años aprendiese el oficio de barbero y de médico, al lado de sus amigos el boticario Mateo Pastor y el cirujano Marcelo de Rivera. Su destreza y habilidad en esta parte debió influir no poco para que se le admitiese en Santo Domingo. Aquí completó su aprendizaje y he ahí por qué a los pocos años de vida religiosa se le encomendó el difícil y pesado cargo de enfermero.

   Para darse cuenta de las tareas que pesaban sobre él es preciso recordar que por entonces el convento del Rosario de Lima albergaba a unos doscientos religiosos, sin contar los esclavos, para los cuales existía una enfermería aparte. A esto se agrega que de las demás casas, especialmente de la Recoleta de la Magdalena, venían a curarse algunos enfermos y no pocos también de los mismos esclavos de las haciendas de la Orden, sobre todo de Limatambo. A todos ellos tenía que cuidar Martín y lo hizo con una solicitud más que de madre. No faltaron ocasiones en que hubo de multiplicarse y prodigarse. De vez en cuando se dejaba sentir en Lima alguna peste o epidemia, que unos llamaban sarampión, otras alfombrillas o trancazo y hoy posiblemente llamaríamos gripe. Como todavía sucede, eran muchos los que enfermaban y en algunos el contagio revestía cierta gravedad. Una de estas veces, el número de los enfermos en todo el convento llegó a sesenta y fue menester que Martín, de día y de noche, corriese del uno al otro, para atenderles en su necesidad. Dios, sin duda alguna, escuchando las oraciones de su fiel siervo, no dejó de ayudarle, realizando verdaderos prodigios en su favor. Vamos a relatar algunos.

   Fray Francisco Velasco, hijo de su gran amigo Mateo Pastor, era novicio y adoleció de un mal que los médicos de entonces calificaron de hidropesía. Abrasábanle la fiebre y una noche entre la una y las dos se sintió muy fatigado y con ansias de llamar a alguien en su auxilio. Estando así, vio que se abría la puerta de su celda y que entraba Martín, llevando un brasero con candela y una camisa. Acercóse a su lecho, lo incorporó sobre las almohadas, cubriólo con una frazada y levantándolo luego lo reclinó sobre una silla. Sacó luego de la manga unas ramas de romero y las puso sobre las brasas; volteó luego el colchón, humedecido por el copioso sudor del enfermo y lo sahumó con el romero; hizo otro tanto con la camisa que llevaba preparada y se la puso al novicio que atónito le contemplaba. No podía explicarse éste cómo había podido llegar hasta su celda, pues, según la costumbre, las puertas del noviciado estaban cerradas y la llave de ellas sólo las tenía el Maestro de novicios. De ahí que le preguntara con curiosidad infantil:

   —Hermano Martín, ¿por dónde habéis podido entrar?—

   No seáis bachiller, chiquito —le contestó, tomándolo en sus brazos y depositándolo en el lecho con amoroso cuidado. —Hermano Martín, ¿os parece a vos que moriré de esta enfermedad?

   El solícito enfermero le respondió:

   —Muchacho, ¿tú quieres morir?

   La respuesta fue un no rotundo.

   —Pues bien —añadió Martín—, no morirás.

   A la mañana siguiente fue a verle fray Andrés Lisión, Maestro de novicios, y al referirle fray Francisco lo que aquella noche le había acontecido, con aire grave le advirtió:

   —No me decís nada nuevo, hijo mío, porque de estos milagros sabe hacer fray Martín.

   El mismo había sido testigo de ellos. Hallábase enfermo de; algún cuidado un novicio, que pudo ser o fray Francisco Pacheco o fray Juan Ramírez, pues de entrambos se cuenta un caso semejante y el buen Maestro quiso antes de recogerse y, tal vez, después de terminado el rezo de Maitines, ir a ver cómo se encontraba el enfermo. Cuál no sería su sorpresa al divisar, desde el dintel, que dentro de la celda se hallaba Martín. Retiróse al punto y deseando cerciorarse si estaban bien cerradas las puertas del Noviciado fue a comprobarlo por sí mismo. No había duda, cerradas estaban y las llaves las llevaba él en la manga. Subió luego al claustro alto para observar desde allí a Martín y espiar el momento en que abandonase la celda del enfermo. Cuando lo advirtió, bajó prontamente y luego de haber preguntado al novicio si había estado allí e informándose de que ya se había ido, se dirigió a la puerta del Noviciado y la halló perfectamente cerrada.

   Como en el convento se divulgasen estos hechos, fue ya bastante común el que los enfermos, apretados durante la noche por el mal de que adolecían o sintiendo alguna necesidad, a guisa de llamador, le invocaran y demandaran su ayuda, seguros de que no tardaría en presentarse. Trasudaba en su lecho fray Vicente Ferrer y sintiéndose solo, a la medianoche, exclamó entre sí: Hermano Martín, ¡quién me diera una túnica para mudarme! No bien dijo estas palabras cuando entró en su celda el Santo con la túnica en la mano y un sahumador. A fray Fernando de Aragonés, que fue su compañero por muchos años en la enfermería, no una sino dos o tres veces, le aconteció lo mismo, estando enfermo. Más no fueron sólo sus hermanos los que experimentaron la vigilante y prodigiosa caridad de Martín, algunos seglares también fueron objeto de ella. Rodrigo Meléndez, padre del Pbro. Andrés Meléndez, que figura en los Procesos como uno de los testigos y de fray Juan Meléndez, hallábase retraído en el Convento por apremio de sus acreedores y le sobrevino una grave erisipela (es una enfermedad infecciosa aguda y febril) en una pierna. Una noche en que el ardor del miembro enfermo lo tenía desasosegado, dijo entre sí: ¡Cómo tuviera a la mano un poco de agua caliente para bañarme esta pierna! A los pocos instantes entró en su cuarto fray Martín, estando el cerrojo echado a la puerta, llevando en una jofaina el agua que necesitaba el doliente. Este le preguntó admirado, cómo había podido entrar y Martín, dejando a su lado el socorro, no le respondió sino estas palabras: “Yo tengo modo de entrar”, y se salió del aposento.

   Su discreción le hacía distinguir entre uno y otro enfermo y atendía con más asiduidad a aquél que más grave se encontraba. Una intuición que en muchos casos podemos llamar sobrenatural le daba a conocer que el enfermo no saldría de aquel trance y se acercaba a su fin. De ahí que en el convento se tuviera por cosa segura la muerte del paciente cuando Martín apenas se separaba de la cabecera del enfermo. Corría el año 1626 y fray Cipriano de Medina, muy aficionado a Martín, cayó gravemente enfermo. El Santo no debía encontrarse en el convento, pero a sus oídos debió llegar la noticia de la enfermedad de su amigo. Pudo decir entonces como Jesús, cuando se le dio aviso de la de Lázaro: “Esta enfermedad no es de muerte”. Pero el mal siguió su curso y cuando fray Cipriano se daba casi por desahuciado, un día, después del toque del alba, se le presentó Martín en la celda. Quejósele fray Cipriano de que hubiese tardado tanto en venir y el Santo, sonriente y lleno de afecto le contestó:

   —Pues, padre, de esta enfermedad no morirá V. R. y por eso no he venido antes a verle.

   El pronóstico se cumplió al pie de la letra (No fue ésta la única vez que fray Cipriano experimentó en sí el poder de Martín. Habiendo ido a España, a negocios de su Orden, de 1642 a 1643, a su vuelta cayó enfermo y, habiendo invocado el auxilio del Santo, éste se le apareció a los pies de su lecho y le sanó de aquel mal). Un hecho análogo se refiere del padre Maestro, fray Hernando Valdés, cuando todavía era novicio.

   En cambio, hallándose enfermo fray Antonio de Arce fue a buscar a Martín el hermano Martín Cabezas, donado y no encontrándole en su celda, acudió a la sala capitular, donde sabía que podía hallarse. En efecto, allí estaba Martín, pero suspenso y elevado del suelo (levitando). Admirado, salió al claustro y llamó a fray Diego Barrionuevo, fray Jerónimo Bravo y fray Francisco Moriano, para que viniesen a ver el portento. Entraron todos en la sala y fueron testigos del éxtasis de Martín. Este volvió en sí al poco rato y recibió el recado del enfermo. Acudió al punto y al verle, con amorosas palabras le animó a confiar en Dios y a prepararse para la muerte. No falló su anuncio, pues a las catorce horas fallecía fray Antonio.

   Su cuidado llegaba hasta prevenir los deseos de los enfermos y no dudaba usar del poder que Dios le había otorgado para su remedio. Fray Miguel de Villarrubia, siendo todavía corista, se hallaba convaleciente de una enfermedad en el dormitorio de los profesos. Un día le entraron ganas de comer sopa y sin haber comunicado a nadie su deseo, entró fray Martín con una taza llena y dándosela le dijo: “Vaya muchacho, come la sopa, satisface tu capricho”. Otro tanto ocurrió a fray Juan de Salinas. La tisis (tuberculosis) había hecho presa en él y habiendo tenido una fuerte hemorragia, sintió mucha sed y a un compañero suyo le expresó su deseo de tomar un poco de agua con azúcar, a fin de aplacarla. No bien dijo estas palabras, cuando se presentó Martín trayéndole lo que necesitaba.

   Hechos de esta naturaleza se repiten en los Procesos y quienes los refieren son muchas veces los mismos que recibieron el beneficio. Citaremos otros dos, cuyas circunstancias merecen anotarse. Era lector de filosofía en el Convento del Rosario fray Juan de Barbarán, el mismo que más tarde gobernará en calidad de Provincial la Provincia de Santa Catalina Mártir de Quito. Cayó enfermo y una noche, con el ardor de la fiebre, sintió vehementes deseos de calmar su sed y conociendo que a aquella hora ningún otro le podía socorrer sino el solícito enfermero, exclamó: “Fray Martín, ¿dónde está tu caridad? Dame un poco de agua, porque me abraso”. No se hizo mucho tiempo esperar el socorro, pues en breve vio entrar en su celda al Santo con una taza de agua y una pastilla. Dióle de beber al enfermo y despidiéndose de él con palabras de afecto, salió como había entrado, estando cerrada la puerta de la habitación. De idéntico achaque adolecía fray Pedro de los Ríos. Siendo todavía novicio y apretado por la misma necesidad, imploró en su corazón el favor de Martín. Las puertas del Noviciado, como de costumbre, se hallaban cerradas y las llaves las guardaba el padre Juan Guerra, que entonces dormía como todos los demás. Sin embargo, el santo enfermero se presentó en la celda de fray Pedro y con risueño semblante le preguntó qué quería. Una naranja, le contestó. Martín, por toda respuesta, metió su mano en la manga y sacó de ella una naranja. Hízole beber después del agua que llevaba y dejando satisfecho al novicio se retiró.


“VIDA DE SAN MARTÍN DE PORRES”



Rubén Vargas Ugarte S. J. – Año 1886

jueves, 26 de enero de 2017

Basta con no estar en pecado mortal, para comulgar




Discípulo. —Ahora, dígame, Padre: ¿basta, para comulgar, no estar en pecado mortal?

Maestro. —Sí, además de estar en ayunas en la forma  como lo prescribe la Iglesia y de saber lo que se va a recibir, basta no estar en pecado mortal para comulgar. Sin embargo, es necesario también ir con rectitud de intención, como, por ejemplo, para amar a Jesucristo, por espíritu de devoción, para obtener gracias espirituales y materiales, pues cuanto con mejores disposiciones se vaya a comulgar, más bendiciones y gracias se recibirán.

Jesucristo, al tomar nuestra naturaleza humana, se ha acomodado, por decirlo así a nuestro modo de ser. ¿No hacemos así nosotros con nuestros amigos y conocidos y, en general, con nuestros prójimos? Cuando uno nos ama, nos honra y nos aprecia con predilección, nosotros correspondemos a ese amor y atenciones; al que más nos aprecia y nos estima, más le amamos y estimamos también nosotros.

Lo mismo sucede con la Comunión; cuanto con más fe, piedad y devoción nos acercamos a comulgar, mejor nos conquistamos la simpatía, la bondad y la delicadeza del corazón de Jesucristo.

D. —Como hacían los Santos, ¿verdad Padre?

M. —Sí, como hacían los Santos, y como hacen las almas profundamente cristianas, las almas que quieren a Jesús y su amor.

D.¿Serán muchas estas almas?

M.Muchísimas. Hay muchos sacerdotes realmente dignos, que celebran y comulgan diariamente, como los Santos. Religiosos y religiosas realmente piadosos, que diariamente comulgan, como si fueran ángeles... Madres sinceramente piadosas y cristianas, jóvenes de ambos sexos pertenecientes a institutos religiosos y de familias cristianas, que cada día se acercan a comulgar con las mejores disposiciones. Únicamente los veletas, los disipados, los tibios, la gente de poca fe, se acercan a comulgar con indiferencia, sin reflexión.

D.¿Estos tales, harán mal la Comunión?

M.No, si no están en pecado mortal no comulgan mal; siempre hacen una obra buena y admirable, como dice el Catecismo; pero se privan de muchas gracias.

D.¿Qué quiere decir, Padre, con esto?

M. —Para explicártelo mejor te pondré ejemplos, quizá un poco rastreros; pero escúchalos con paciencia.

Ve un primer caso: Dos campesinos trabajan en la misma tierra: el uno la trabaja y la cultiva con asiduidad, quitando primero las hierbas, cavándola, rastrillándola; la abona, y con todo cuidado deposita en ella la semilla; abre Zanjas para el desagüe, pone cercas para que no pasen por ella, y vigila constantemente su campo. El otro por el contrario, la trabaja de cualquier manera, de prisa y de pasada. ¿Quién de los dos crees recogerá mejores y más abundantes frutos?

D. —Sin duda, el primero.

M. —Pues lo mismo sucede con la Comunión: en conformidad con las disposiciones que se llevan y del interés que uno se toma, y de la devoción y piedad que se pone; en proporción, digo, del cuidado con el cual se manifiesta a Jesucristo nuestro amor y nuestra benevolencia, se recibirán el provecho y los frutos.

Segunda comparación: Salen juntos dos al mercado o de paseo. El uno se contenta con andar, respirando aire sano, gozando del sol, mirando los prados floridos, o, si va al mercado, observando la mercancía expuesta y los escaparates de las tiendas; el otro, por el contrario, recoge de aquellas flores, hace provisión de los artículos que más le agradan y serán más útiles para él y para su familia. Al volver, ¿quién de los dos habrá aprovechado mejor el paseo?

D.  ––Sin duda, el que ha adquirido y llevado a su casa lo bueno que encontró.

M. —Pues así se comprende enseguida que la Comunión es un tesoro de inapreciable valor, inagotable bien que se ofrece a todos los cristianos, y del que más disfruta y se enriquece el que mejor se industria.

D. Si es así, poco fruto he sacado yo hasta ahora de mis Comuniones; pero, en adelante, quiero que sean tan devotas y tan fervorosas, que constituyan un verdadero tesoro para mi alma.

M.Muy bien, persevera en tus propósitos y haz que sean firmes y eficaces.

D. —Sin embargo, Padre, si uno va a comulgar sin esta fe y esta devoción, ¿comulgará mal?

M.No. La Comunión, te he dicho, está mal hecha cuando uno se acerca a ella en pecado mortal y sin las disposiciones de que hablamos antes; de lo contrario, siempre estará bien hecha y será buena y provechosa, porque obra ex opere operato, como enseñan los teólogos, o sea, por su propia virtud sobrenatural y divina.

D. —El que no tiene esas disposiciones, ¿haría mejor no comulgando que frecuentando la Comunión?

M. —A esta pregunta te respondo con una tercera comparación:

Es frecuente dar con personas que por estar indispuestas, no sacan gusto de la comida y casi preferirían no comer, pues aun lo poco que comen lo toman a la fuerza y con cierta repugnancia. No obstante, aquello poquito, tomado de esa manera, les aprovecha, se convierte en sangre y en carne, y así van tirando y desempeñan sus quehaceres. ¿Que sería mejor para éstos: comer o no comer?

D. —Si no comen se mueren.

M. —Luego así debe pensarse de la Comunión, que es alimento de las almas. Si no comen morirán, acabarán languideciendo y caerán en el pecado, que es muerte de las almas.

     El Espíritu Santo hace hablar así al pecador en la Sagrada Escritura: “Estoy mustio como hierba cortada; mi corazón se encuentra seco como el heno del prado porque He dejado de comer mi pan”. Esto es, sabía que debía comer el pan que Jesús me ha dado para vivir, y por indiferencia, por descuido, por fútiles razones, no lo he hecho. Esto constituirá el continuo remordimiento de los que descuidan la Comunión, aunque vivan sin cometer faltas graves.

D. —Entonces, Padre, ¿hacen mal los que dejan de comulgar porque no sienten ni piedad ni devoción?

M.Sí. Hacen mal y se equivocan, como los que no comen porque no sienten apetito, los que no toman medicamentos cuando están enfermos, los que no buscan ayuda cuando están débiles, los que no se acercan a la lumbre cuando sienten frío, o a la fuente cuando tiene sed.

Pbro. Luis José Chiavarino


COMULGAD BIEN

miércoles, 25 de enero de 2017

Un caso de bilocación del Padre Pío salvo el alma de un suicida




El general que se iba a suicidar

   En noviembre de 1917 el ejército italiano sufrió una tremenda derrota. Como consecuencia de esto fue destituido el Comandante General del Ejército, el general Luis Cadorna, y la presa lo criticaba agriamente.

   Esto le trajo una horrible depresión y resolvió suicidarse. Dio la orden a los centinelas que no dejaran entrar a nadie a la carpa de campaña donde él estaba y sacó la pistola para dispararse un tiro en la cabeza.

   Pero cuando ya iba a dispararse se extendió por toda la carpa un agradabilísimo perfume y vió que se le aparecía un religioso capuchino con las manos teñidas de sangre y colocándose frente a él le dirigió una mirada penetrante, le dijo fuertemente: “Nada de matarse. Usted no debe cometer semejante locura. Guarde otra vez el arma”. El general se sintió estremecido. Como por milagro cambió su estado de ánimo de deprimido a pacífico. Recuperó la serenidad y obedeciendo la orden del religioso guardo el arma.

   Después de un tiempo llamó al jefe la guardia y le preguntó por qué había dejado entrar a aquel religioso. Los centinelas estuvieron todos de acuerdo en que no habían visto entrar a ningún religioso esa noche.

   El general recuperó el ánimo y volvió a la serenidad. Y cuando narró a sus familiares lo que le había sucedido, ellos le dijeron: “Ese que se le apareció tiene que ser el Padre Pío, que es el que hace semejante clase de maravillas”.

   Terminada la guerra, el general Cadorna se fue a San Giovanni, y al ver al Padre Pío lo reconoció inmediatamente: “Éste es el que se me apareció la noche en que yo iba a suicidarme”.

   El general había ido de incógnito y sin contar a nadie quien era él, pero de pronto oyó que lo llamaban por su nombre y le decían: “Que el Padre Pío lo está esperando”. Se fue a verlo y tan pronto se encontraron, oyó que el Santo le decía: “Mi general: ¡Qué mal lo pasamos aquella noche!, ¿No es verdad?”. Y siguieron hablando como si fueran dos viejos amigos.


“SAN PÍO DE PIETRELCINA” Por el padre Eliécer Sálesman



  




CATOLICISMO Y PATRIOTISMO – Por el Cardenal Isidro Gomá y Tomás




Comentario del blog: Dedicamos esta lectura (de una gran sabiduría y belleza) a nuestros amigos Católicos de España.

   Empezamos por definir los términos. Catolicismo y Patriotismo son dos palabras que expresan la proyección social de dos grandes conceptos: Dios y Patria. Para nosotros, españoles, Dios es el Dios Trino y Uno que confesamos en el Credo; y es, en su manifestación temporal y humana, el Enviado del Padre, su Hijo Jesucristo, Fundador de la religión católica, con su doctrina, su ley, su culto y su organización social. Y la Patria es España, tierra de nuestros padres, terra patrum, con su territorio, sus instituciones y su historia, con su vida específica que la distingue de todos los pueblos, con los hermanos que son, fueron y serán, y que hace su camino a lo largo de los siglos.

   Catolicismo es, pues, sinónimo de religión católica, no sólo en cuanto es un sistema religioso peculiar de una institución fundada por el Hijo de Dios, la Iglesia católica; sino en cuanto es la profesión de la doctrina, la práctica de la ley y el ejercicio del culto que la Iglesia católica impone a sus adeptos. Y Patriotismo es el complejo de las virtudes que se condensan en el amor y servicio de la Patria.

   La filosofía y el sentido popular de todos los pueblos civilizados unieron siempre en lazo sagrado los nombres de Dios y Patria. Sólo los sin-Dios y sin- Patria han podido romperlo. La razón es profunda y simple, como todos los grandes hechos de orden universal. Dios es el Autor del hombre, su Hacedor. Sin Dios no hay hombre. Desde el momento en que el hombre tiene conciencia de sí, habrá de reconocer el lazo profundo que le une al Ser que le dió la vida. Es la relación de la obra con su autor, con los vínculos de amor, de dependencia, de servicio que exige la creación en un ser moral, y que vienen comprendidos en la palabra santa de “religión”, expresión de la “religadura” que el acto creador implica entre la criatura racional y su Criador.

   Pero Dios no nos ha manifestado directamente su pensamiento y su voluntad con respecto a nosotros. Somos, por exigencia de nuestra naturaleza, seres enseñados y educados. Ni ha querido darnos personalmente la totalidad del ser y la perfección del ser. Somos hijos de nuestros padres, en nuestro ser orgánico y en nuestra educación. Y somos hijos de la Patria, que no es más que una prolongación y una ampliación del hogar paterno, donde recibimos la plenitud de nuestra vida natural. Ser social como es el hombre por naturaleza, aparece en el seno de una sociedad determinada que es su Patria, que labra la nueva vida en colaboración con Dios y con los padres, con todos los recursos de una pedagogía más o menos perfecta según sea su civilización.

   Así el hombre, por exigencia de su misma naturaleza, está atado con triple vínculo: a Dios, a sus padres y a la Patria; y este triple vínculo, que es de criatura racional y por lo mismo de pensamiento y de voluntad, implica una triple religión o “religadura”, con su expresión que es el “culto” o servicio, de pensamiento, de libertad, de acción: el que debemos a Dios, que es propiamente la religión, función sagrada que tiene por objeto al Dios santísimo; el culto a los padres, que se dice por analogía del que debemos a Dios, y que se traduce en los servicios de amor y obediencia reverente; y el culto de la Patria, con sus exigencias de amor y servicio, hasta de la vida en ciertos casos.

   Dios, los padres, la Patria. Son tres paternidades a cuyas influencias ningún hombre se sustrae. Dios Padre, “de quien viene toda paternidad en los cielos y en la tierra” (Eph. 3-15); nuestros padres según la carne, que nos engendran y educan dentro de ciertos límites; y la Patria, que recibe la obra de Dios y de los padres al nacer un nuevo ciudadano y en cuyo seno, prolongación del de la familia, como ésta, es prolongación espiritual del útero materno en frase de Santo Tomás, el hombre logrará la plenitud de su desarrollo: fuerza, amplitud y trascendencia para su pensamiento; energía y eficacia para su voluntad, formación de su sentido estético, satisfacción plena de las necesidades materiales, el goce, en fin, de la vida perfecta en el orden natural, que es el fin de la sociedad para los hombres que la integran.

   A la luz de estas sencillas reflexiones aparece claro el sentido de estas palabras: Catolicismo y Patriotismo. Prescindiendo, para nuestro objeto, del pequeño coto de la familia, “seminario” de la sociedad, sagrado reducto de las virtudes domésticas que dan su fuerza íntima al hombre y que tienen su expansión en la vida social, queda la doble paternidad, de Dios y Patria: Dios, que reclama para sí toda la actividad de la vida humana, como último fin que es de ella; y la Patria, que exige, salvando la dignidad de la persona humana y las exigencias de otras instituciones, todo el servicio que puedan prestarla los ciudadanos para la formación de esta obra maravillosa, la sociedad humana, la más excelsa de las manos de Dios en el orden natural.

   Catolicismo, que es nuestra Religión. Hijos del Padre Jesús y de la Madre Iglesia, que salió de su costado abierto por la lanza en la Cruz, nos llamamos “cristianos”, de Cristo nuestro Padre, y “católicos”, porque es católica nuestra Madre la Iglesia; y nuestra profesión religiosa, esta ligadura que nos ata al Soberano Señor de Cielos y tierra, es la religión católica o Catolicismo. Religión sobrenatural, porque Dios, por Jesucristo, ha querido darnos una participación de su misma naturaleza (Divinae consortes naturae, 2 Petr. 1-4.) y, por último destino, la visión de su propia esencia en un cielo eterno. Y Patriotismo, el culto de la Patria de la tierra, España para nosotros, que reclama el abnegado esfuerzo de todos para su grandeza, ayudándonos ella en cambio al logro de nuestros destinos temporales y eternos.

   Así Catolicismo y Patriotismo representan para nosotros a un tiempo los factores máximos de nuestra grandeza y el doble altar en que ofrezcamos los mayores sacrificios. Lo primero, porque todo en el hombre tiene su aspecto social, en orden a la Patria de la tierra y a la del cielo. Lo segundo, porque los sacrificios responden al favor de nuestros bienhechores, y no hay otro superior al que nos hace Dios al hacernos hijos suyos, y el que le sigue en orden, que es el que nos hace la Patria al acabar en nosotros, en el orden natural, la obra de Dios y de nuestros padres.

   Ya veis, amados diocesanos, cómo el doble concepto de Dios y Patria, que tiene su expresión social en el Catolicismo y Patriotismo, están profundamente vinculados, en el orden objetivo y en el de nuestros afectos; y que difícilmente puede sufrir quebranto uno de los dos amores sin que de rechazo sufra el otro, en el tesoro de nuestros sentimientos o en su manifestación externa y social.


CATOLICISMOS Y PATRIOTISMO”

Editorial Difusión (Bs. As. Arg.) Año 1940