jueves, 23 de febrero de 2017

LA SANTÍSIMA VIRGEN ES MEDIADORA ENTRE DIOS Y EL PECADOR – Por San Alfonso María de Ligorio. (Una consoladora lectura para nosotros los grandes pecadores, una lectura bella, pero bellísima)




   Yo soy como un muro, y mi seno es como una torre para aquellos que imploran mi protección. (CANT; VIII, 10.)

   La gracia divina es un tesoro inestimable, pues nos hace amigos del Señor. (Sap; VII, 14.) El mayor de los bienes es la gracia de Dios, así como el más horrendo de los males es caer en la desgracia del Señor por el pecado, que nos hace enemigos de Dios. (Sap; XIX, 9.) Más, si habéis perdido la gracia de Dios por el pecado, no os abandonéis a la desesperación. Consolaos, porque Dios le ha dado a su mismo Hijo, que puede, si queréis, obtener el perdón de vuestras faltas, y haceros recobrar la gracia que habéis perdido. (Joan., II, 2.) ¿Qué temor podéis tener, dice San Bernardo, si os dirigís a este gran Mediador? Él lo puede todo para con su Eterno Padre; Él ha satisfecho por vos a la justicia divina; clavó en su cruz vuestros pecados y os ha librado de ellos. Más si, a pesar de todo esto, añade, teméis dirigiros a Jesucristo; si os espanta su majestad divina, Dios os ha dado una Protectora cerca de su Hijo: tal es la Santísima Virgen María.

   María es Mediadora universal entre Dios y el pecador. Ved lo que el Espíritu Santo le hace decir en los Cantares (Cant; VIII, 10): Yo soy el refugio de todos aquellos que a Mí se recomiendan: mi seno, es decir, mi misericordia, es un lugar de seguridad para todos aquellos que le buscan: sepan todos cuantos se hallan en desgracia del Señor, que Yo he sido puesta en el mundo para restablecer la paz entre Dios y los pecadores. Se dice en los Cantares que María es bella como las tiendas de Salomón. (Cant, XIV.) En las tiendas de David no se trataba sino de guerra, al paso que en las de Salomón no se trataba sino de paz: lo cual significa que, en el Cielo, María no se ocupa sino en alcanzar la paz y el perdón para nosotros, pobres pecadores. Ella no se emplea en otra cosa que en rogar a Dios sin cesar por nosotros: sus súplicas son muy poderosas para obtener todas las gracias, con tal que nosotros no las rehusemos. Y ¿qué? ¿Habría hombres capaces de rehusar los favores que esa Madre divina está dispuesta a obtener para ellos? Sí, existen tales hombres. El que no quiere renunciar al pecado, alejar sus relaciones peligrosas; el que no quiere evitar las ocasiones o restituir el bien de otro; todos, todos éstos rehúsan los favores de María; ellos los rechazan, porque María quiere obtenerles la gracia de dejar el pecado, y ellos no quieren hacerlo. Más no por esto deja de tener compasión de nosotros: Ella ve de lo alto de los Cielos todas nuestras miserias y todos nuestros peligros; Ella siempre tiene para nosotros la ternura de una madre; Ella procura siempre socorrernos.

   Un día Santa Brígida oyó que Jesucristo decía a María: Pedidme, Madre mía, todo lo que queráis; y Ella le respondió: Hijo mío, ya que Vos me habéis constituido Madre de misericordias y Protectora do los pecadores, os pido únicamente que seáis misericordioso con estos desgraciados. En una palabra, entre todos los santos del Cielo, ninguno hay, según San Agustín, que más desee nuestra salud que María, ni que se ocupe más que Ella en alcanzarla de Dios por sus oraciones.

   Lamentábase Isaías con el Señor, y le decía (Is; LXIV, 7): Con razón estáis indignado a causa de nuestros pecados, y nadie hay que pueda interceder por nosotros y aplacar vuestro furor. Observa San Buenaventura que en aquella época podía el Profeta hablar en éstos términos, porque María no existía aún; mas, si hoy día un pecador, a punto de ser castigado por el Señor, se encomienda a María, desde que Esta ruega por él ablanda a su divino Hijo y libra a este pecador del castigo. Nadie tiene tanto poder como María para detener el cuchillo de la divina Justicia: San Andrés la llama Pacificadora entre Dios y los hombres; San Justino le da el nombre de sequestra, es decir, de arbitra, encargada de conciliar los intereses de las partes litigantes, porque a Ella es a quien remite Jesucristo los derechos que tiene como Juez sobre el pecador, a fin de que negocie la paz; y, por otro lado, el pecador se entrega también en manos de María, y entonces María procura al pecador el arrepentimiento y el cambio de vida; después le alcanza el perdón de su Hijo, y así es como queda concluida la paz. Tal es el empleo sublime en que no cesa de ejercitar su misericordia.


   Cuando vió Noé que había terminado el diluvio, dejó salir la paloma del Arca. Volvió a entrar poco tiempo después la paloma, llevando en su pico un pequeño ramo de olivo, que significaba que Dios concedía la paz al mundo. Esta paloma es, según San Buenaventura, la imagen de la Santísima Virgen. Vos sois, ¡oh María!, la paloma de la paz; Vos intercedéis cerca de Dios para todos aquellos que os invocan, y les alcanzáis la paz y la salud. Pregunta un autor por qué en la Antigua Ley se mostraba Dios tan severo y castigaba con diluvios, con lluvias de fuego y con otros castigos terribles, cuando es ahora con nosotros tan misericordioso, aunque cometemos mayores pecados; y responde que Dios obra así por respeto a la Santa Virgen, que intercede por nosotros. Largo tiempo habría que la Tierra se hubiera hundido en el abismo, si la Santa Virgen no lo hubiese impedido con sus súplicas. Por esto quiere la Iglesia que llamemos a esta divina Madre nuestra esperanza: spes nostra, salve. No podía sufrir el impío Lutero que la Iglesia nos enseñase a hablar así; pretendía que Dios sólo debía ser nuestra esperanza, y no una criatura, porque el Señor maldice al que pone su confianza en una criatura. (Jerem., XVII, 5.) Verdad es; mas esto no debe entenderse sino de aquel que pone su confianza en las criaturas, con absoluta independencia de Dios, o por cosas que le ofenden. Pero nosotros esperamos en María, porque es nuestra Mediadora. Así como Jesús es nuestro Mediador de justicia para con su Eterno Padre, porque en virtud de su Pasión obtuvo, a título de justicia, el perdón de los pecadores que se arrepienten, asimismo es María nuestra Medianera de gracia junto a su Hijo, porque por sus oraciones obtiene todo lo que desea, y es la voluntad del Hijo que todas las gracias pasen por las manos de su Madre, dice San Bernardo. El Señor tiene confiado a María el tesoro de todas sus misericordias, porque quiere que nos otros reconozcamos tener por su medio todo el bien que quiere El concedernos. Así, decía San Bernardo, que era Ella su grande motivo de confianza, la razón de su esperanza, y exhortaba a todos los hombres a pedir la gracia por María. La Iglesia, a pesar de todas las blasfemias de Lutero, continúa haciéndonos llamar a María esperanza nuestra.

   Los santos dan a María los títulos de escalera de los pecadores, astro conductor, ciudad de refugio. Y he aquí la razón. El pecado es el que nos separa del Señor (Is., LIX, 3), pues de un alma que tiene la gracia se dice que está unida a Dios, y Dios está unido a ella. (S. Joan., iv, 16.) Más, cuando dejamos al Señor por el pecado mortal, nos separamos de Dios y caemos en un abismo de miseria: tan distantes, pues, nos ponemos de Dios como lo está el pecado mismo. Y ¿cómo pudiera el pecador salir de tan miserable estado sin una escala mística que le uniese de nuevo a su Dios? Esta escala mística es María: el pecador, cualquiera que sea la enormidad de sus crímenes, no tiene más que dirigirse a Ella; Ella le tenderá la mano para ayudarle a salir del fango en que ha caído.

   San Juan Damasceno la llama ciudad de refugio. En la antigua Ley había cinco ciudades de refugio; es decir, que el criminal que podía llegar a ellas estaba al abrigo de las persecuciones de la justicia. En el día no hay ya ciudades que gocen de semejantes privilegios; pero tenemos una, que es María: todos los que tomen asilo en Ella, estén seguros de ser perdonados por la Justicia divina. Estas ciudades no ofrecían seguridad a todos los culpables, ni para todos los crímenes; pero María acoge y salva a cuantos se acogen en su seno, por culpables que sean.

   María no se desdeña de interesarse por los pecadores; al contrario, encuentra en ello un placer. Después del título de Madre de Dios, nada le es más agradable que el de abogada de los pecadores. María fué escogida Madre de Dios para que los pecadores obtuviesen su salud por la intercesión de su misericordia.

   María atrae a Sí y a Dios los corazones endurecidos, como el imán atrae al hierro, con tal que estos corazones endurecidos deseen salir del estado infeliz en que se encuentran. ¡Ah! Si todos nosotros tuviésemos este deseo al recurrir a María, Ella nos salvaría a todos. ¿Qué temor puede tener un pecador que se encomienda a María, cuando María misma se ofrece a ser su Protectora y su Madre? La Madre de las misericordias ¿no rogará al Salvador por un alma que Este ha rescatado al precio de su sangre? No hay que dudarlo: María intercederá, pues sabe que Dios, que ha puesto a su Hijo como Mediador entre Él y el hombre, la crió para que fuese Medianera entre el Juez y el culpable.

   Alienta, pues, pecador miserable; dad gracias al Señor, que para usar con vos de misericordia os dio, no solamente a su Hijo por Abogado, sino también a su Madre por Mediadora.


   Ella es, dice San Agustín, la única esperanza de los pecadores. San Buenaventura añade: Si teméis que Dios no os deseche en su cólera, recurrid a la esperanza de los pecadores, recurrid a María. Ella no puede desecharos porque seáis en demasía infeliz, pues se emplea en socorrer a los desgraciados. Lo mismo dice Guillermo de París. Todos, pues, los que se dirijan a María, díganle con Santo Tomás de Villanueva: ¡Oh Madre de Dios! Pues que Vos sois la protectora de los desgraciados, ejerced vuestra prerrogativa, ayudadme, porque yo soy muy desgraciado; perdido soy si no me socorréis. Añadid luego con San Agustín: Acordaos ¡oh Reina clementísima! que, desde que existís, jamás se ha oído decir, de ninguno de cuantos han reclamado vuestra intercesión, que haya sido abandonado. No permitáis, pues, que llegue a tanto mi infelicidad, que sea abandonado de Vos después de haberos invocado. (Hacer un acto de dolor.)


“DE LA PROVIDENCIA EN LAS CALAMIDADES PÚBLICAS”



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