COMENTARIO NUESTRO: Se sabe cuánto odia Satanás la
oración que tantas almas les arrebata. Pero si quieren darse una idea hasta
donde llega este odio. Lean este impresionante fragmento de la Vida de San
Nicolás de Tolentino. Les aseguramos amigos que pocos habrán leído hasta dónde
puede llegar el demonio con el permiso de Dios. La lectura no es muy corta (le
pedimos léanla con tranquilidad y paciencia) porque a medida que se avanza en ella se podrá ver
como el demonio ante su impotencia en vencer a este humilde siervo del Señor
llega hasta lo increíble por vencerlo, redoblando una y otra vez sus ataques,
llegando a una crueldad como pocas veces hemos leído en la vida de otros Santos.
Recomendamos esta lectura para que aprendamos a valorar más el poder de la
oración, la visita al Santísimo Sacramento y la devoción a nuestra Madre del Cielo. María Santísima.
Es de notar en la vida de San Nicolás que el
demonio procuró siempre perseguirle y aterrorizarle con extraordinario
encarnizamiento, como si tuviese razones particulares para aborrecerlo y
temerlo. Dios lo permitía sin duda a fin de poner de manifiesto la virtud de
nuestro Santo, y hacer brillar a los ojos de todos, su constancia heroica y su
admirable paciencia.
El piadoso ermitaño era, con preferencia a
todo, un hombre de oración. Sabemos, por las palabras aquéllas del Salvador: “Vigilad y orad para que no entréis en tentación”,
que la oración es la fuente de toda fuerza sobrenatural y el arma de toda
espiritual victoria. De aquí que Satanás
dirigiese todos sus ataques contra las oraciones continuadas y contra las
rigurosas penitencias de nuestro Santo. No le tentó de manera extraordinaria
sobre la humildad, la pobreza y demás virtudes que son el ornamento del
verdadero religioso; mas procuró a todo trance impedirle que orase y se mortificara.
Todas las historias acerca de Nicolás
están acordes en decir que el fervor con que él hacía la oración fué la
principal causa de sus combates exteriores con el demonio. Este enemigo encarnizado de todo bien, parece que había jurado vencerlo
en esto a todo trance, sabiendo que, si le hacía perder el sentimiento de la
presencia de Dios, llegaría a hacerle retroceder de la penitencia, debilitaría
su fuerza sobrenatural y haría fuesen menos numerosos e importantes los
milagros y conversiones que de las tales oraciones se seguían.
Ya
había sufrido Satanás derrotas en lo tocante a las abstinencias y
mortificaciones del Santo. Vamos a hacer ver ahora que no estuvo más feliz en
lo concerniente a la oración. Nicolás de Tolentino, dice el Breviario, tenía un
celo increíble por la oración; él oraba sin cesar, por el día, por la noche y a
todas horas. Si alguno le visitaba, había de encontrarle invariablemente, o
prosternado en contemplación, u ocupado en leer la Sagrada Escritura. No puede
decirse cuánto empleaba en orar cada día y cada noche: era tan asiduo a este
santo ejercicio, dice el proceso de canonización, que a él se entregaba desde
Completas hasta el canto del gallo, y desde Maitines hasta el otro día. Después
de la Misa, a no ser que tuviese que oír confesiones, volvía a comenzarla hasta
Tercia, y después de Nona hasta Vísperas, como no estuviese ocupado en alguna
obediencia.
De modo que, según las expresiones mismas del
proceso, Nicolás empleaba en la más ferviente oración, exceptuando tres horas
al día, todo el tiempo que le dejaban libre los deberes de la obediencia y de
la caridad. Y sucedió más de una vez que aun estas tres horas fueron señaladas
con visiones y éxtasis del Bienaventurado.
Gracias eran éstas muy frecuentes en Nicolás.
Lo que sabemos es que los éxtasis del Santo no le impedían rezar cada día
arrodillado en tierra las horas canónicas, los salmos graduales, los salmos
penitenciales con las letanías de los Santos, el Oficio de la cruz y el de
difuntos, añadiendo a todas estas oraciones un gran número de Avemarías en honor de la Bienaventurada
Madre de Dios, a la que saludaba arrodillado todos los días, y hacia la
cual profesaba una devoción especialísima, un amor tierno y sencillo, como el de
un niño a su cariñosa madre. Desde los
primeros años de su vida religiosa había Nicolás colocado en su celda una
imagen de la Piedad. Llámase así en Italia a la Virgen de los Dolores, teniendo
sobre sus rodillas a su Hijo bajado de la cruz. Prodigaba Nicolás a esta santa
imagen los más afectuosos testimonios de filial veneración, y en su presencia pasaba
largas horas, rezando parte de las muchas devociones que se había impuesto y derramando
abundantes lágrimas de amor y de compasión. Ya veremos cómo María le recompensó
esta tierna piedad para con Ella, y con qué rabia perseguía el demonio a este siervo
fiel de la Reina del Cielo.
Cada viernes se dirigía Nicolás a la
sacristía, donde se conservaba una reliquia de la verdadera Cruz, que había él
hecho engastar en un Crucifijo de plata, y allí permanecía largas horas en
oración. El amor intensísimo que sentía
por el Salvador en su Pasión Sagrada, le hacía también venerar con una singular
piedad las imágenes de Jesús crucificado. Una de éstas, entre otras,
colocada ante la puerta de la
antigua sacristía de Tolentino, recibía todos los días los homenajes del piadoso ermitaño, que la amaba
particularmente, y la saludaba con
un respeto y una veneración
extraordinarios. Esta, sin duda, fué la
causa por qué el demonio atacó a Nicolás por este respecto y se esforzó en
alejarlo de esta bendita imagen, como luego veremos.
Tolentino fué el
principal campo de batalla donde el Infierno puso en juego todas sus astucias y
toda su rabia para vencer a nuestro Santo, sin poder jamás conseguirlo. Los ataques
de Satanás fueron aquí más frecuentes
y más violentos que en otras partes. Su ruindad y su odio mostráronse aquí con
mucha mayor audacia, sobre todo en los tres últimos años de su vida. Todos los
medios le parecían buenos al enemigo del género humano, y todos los empleaba
contra el hijo de Agustín,
que no cesaba de despreciarlo y de tratarlo como él se merecía. Estos combates dan
a la fisonomía de nuestro bienaventurado ermitaño el más extraño carácter, pero
no el menos digno de nuestra admiración.
Había en cierta ocasión preparado Nicolás dos pedazos de tela para remendar su hábito. Mientras
él rezaba el Oficio de difuntos, el ladrón infernal robóle uno, que el Santo
buscó enseguida por todas partes, sin poder encontrarlo. Acostumbrado como
estaba hacía mucho tiempo a estas audacias diabólicas, exclamó, dirigiéndose al
Cielo: “Dios mío, ¿quién ha podido jugar
así conmigo, sino aquel que no es digno ni de ser nombrado?” A estas
palabras de desprecio contestó Satanás al
punto: “Sí,
yo he sido: yo te he engañado, y te engañaré más aún. Yo inventaré otra manera
de atacarte, pues que hasta ahora, por los medios empleados, no te he podido vencer.
— ¿Quién eres tú, preguntó Nicolás? — Yo soy Belial, enviado para destruir tu santidad: no he
de concederte un momento de reposo, pues que no haces tú otra cosa que Atormentamos”.
Empleando entonces, como Nuestro Señor, las palabras mismas de la
Escritura, exclamó
el Santo, rebajando por desprecio a su terrible adversario de su naturaleza
angélica e igualándolo a los hombres perversos, que se hacen sus esclavos; “Si mi Dios viene
en mi ayuda, yo no temeré todo lo que el hombre
pueda hacer contra mí”.
Sin
embargo, el ángel réprobo debía retener estas palabras y hacer pagar muy caro a su
enemigo el poco caso que de él hacía. No le faltarán en adelante ocasiones de
molestarle o
atormentarle: él multiplicará de tal modo sus ataques, y hasta sus golpes, que,
sin una
especial protección de la providencia, Nicolás hubiera perdido la vida. El Hermano Juanito, testigo de
todas las luchas sostenidas por el heroico fraile de Tolentino, depuso, bajo fe de juramento, en el proceso de
canonización
que eran imposibles de enumerar los golpes recibidos por el Santo de mano del demonio;
ni podían asimismo contarse las atroces persecuciones de este monstruo
infernal, a
fin de conseguir distraerlo e impedirle la oración.
Una noche del mes de Agosto de 1304 oraba Nicolás en su cuarto, en compañía del Hermano Juanito, a la sazón de unos
catorce años, cuando, poco antes de Maitines, abrió el demonio de repente la
puerta haciendo un espantoso ruido, y vino a colocarse al lado de los dos
religiosos, en figura de un enorme pájaro negro, con el plumaje erizado y
mirada formidable. Habiendo empezado a temblar de miedo el joven compañero del
Bienaventurado, éste, por ver de animarlo, díjole con inefable ternura: “Ven aquí, Juanito, ponte junto a mí y no
temas a esta bestia. Dios, con toda seguridad, vendrá en nuestra ayuda”.
En el mismo instante, irritado el demonio con
este lenguaje, arrojase con ímpetu sobre la lámpara que colgaba de un rincón
del cuarto, suspendida por un gancho de hierro, y, apagándola de un aletazo,
arrojóla en tierra y la quebró en mil pedazos. El pobre Hermano Juanito estaba
medio muerto de miedo; mas el Santo volvió otra vez a consolarlo, diciendo: “Anda... llama al Hermano Buenaventura, que
vive en esta celda inmediata: vete con él, a ver si encontráis una luz, y
traédmela”. Obedecieron los dos religiosos, y, descendiendo al piso bajo del convento, buscaron la
luz que se les había encargado; mas,
así el fuego de la cocina como la lámpara
de la sacristía, se hallaban
completamente apagados, sin duda por
el mismo Satanás. Después de varias diligencias inútiles, los pobres Hermanos, llenos de disgusto y de tristeza, decidieron subir otra vez al cuarto de Nicolás, a fin de hacerle sabedor de la inutilidad de sus pesquisas; mas ¡oh milagro! ¡Cuál no sería
su admiración al ver en manos del Santo la lámpara entera por completo, llena
de aceite y arrojando viva luz a su derredor! Un hecho casi igual se
encuentra consignado en el proceso,
el cual nos refiere como sigue el P. Ambrosio Frigerio:
Hallándose una noche el siervo de Dios arrodillado
ante el altar, adorando con fervoroso corazón al Santísimo Sacramento, vió al demonio
que se le acercaba, y que agarrando la lámpara, fija en el muro por una fuerte
cadena, derramó su contenido sobre los hábitos del Santo y, arrojándola al
punto, la hizo mil pedazos. Levantóse Nicolás para ir a cambiarse de hábitos; más
para esto le era necesario pedirlos prestados a sus hermanos. Se puso, pues, a
recoger todos los pedazos del vaso que estaban tirados por tierra, y,
dirigiéndose a Nuestro Señor, le dijo con dulce melancolía: “No consintáis una tal indignidad en
vuestra presencia; no toleréis tan grande audacia en un enemigo que se atreve a
haceros tan indignos ultrajes”. Al momento, por un insigne milagro, los
pedazos que el Santo tenía en su mano se reunieron, y la lámpara volvió á
encontrarse toda entera con su aceite y su luz resplandeciente, que alumbró
nuevamente la iglesia.
¿No
manifestaba con esto a su siervo el divino Salvador que Él se hallaba presente en
el divino tabernáculo, y que con su tierna y poderosa protección velaba sobre
él y lo preservaba de la rabia y de las asechanzas del Infierno? Cerca del
lugar, donde está a fín hoy día colocada la lámpara del Santísimo, se lee la
inscripción siguiente destinada a perpetuar la memoria de este hecho
prodigioso: “San Nicolás restituyó
a su forma primitiva la lámpara quebrada por el espíritu maligno, y, habiendo
sido apagada, Nicolás, orando, volvió sin fuego a encenderla”.
El
Hermano Juanito, que parece haber sido el compañero privilegiado del
Taumaturgo de Tolentino, a causa sin duda de su inocencia y docilidad, fué
todavía testigo de un tercer milagro análogo a los precedentes. Trátase esta
vez de una imagen de Jesús crucificado,
colocada sobre la puerta de la sacristía, y ante la cual hemos dicho que
acostumbraba a orar el Santo. Un sábado en que se hallaba orando delante de
este cuadro, hacia la hora de Tercia, vino el demonio a romper delante de él la
lámpara colocada sobre la imagen, y derramó todo el aceite de la misma sobre su
hábito. El Hermano Juanito, que ya
probablemente se iba acostumbrando a las artimañas de Satanás, corrió en busca
de otro vestido, a fin de que se mudase de ropa el siervo de Dios; más quedóse
profundamente admirado a su vuelta, al ver a éste recoger tranquilamente los
fragmentos del vaso roto, que se reunieron y juntaron otra vez en sus manos. Pronto
la lámpara reconstituida se encontró llena de aceite y encendida, de tal modo,
que pudo volver a colocarla en su lugar y continuar sus oraciones como si nada
hubiera pasado. Cuando éstas hubieron terminado, aproximóse Juanito, más fué
para presenciar otro objeto de admiración: la túnica de Nicolás se hallaba limpia y sin señal ninguna del aceite
derramado por el demonio.
Era, pues, evidente que este enemigo
infernal había perdido su trabajo; sin embargo, no desistió él de sus
persecuciones y violencias al acecho de su víctima, cuya dulzura, continua
oración y poder sobrenatural parecía exasperar y redoblar su furor. Tan pronto
como el siervo de Dios se recogía para orar, acudía a acometerle con todo
género de tentaciones, o bien con imaginaciones extravagantes, o bien
agobiándole de una fatiga extraordinaria, pasando por fin a las amenazas y a
los golpes.
Había una noche bajado Nicolás al oratorio, situado cerca de la iglesia del
convento, con la intención de pasar allí parte de la noche delante del tabernáculo; y apenas había comenzado
sus amorosos coloquios con su Dios, cuando el demonio, que conocía su piadosa costumbre,
se puso a rugir de una manera espantosa, imitando los aullidos de los animales
salvajes. El. Santo, abismado en la contemplación del Santísimo Sacramento, no se preocupó lo más mínimo de este alboroto
infernal, y continuó su oración como si el más profundo silencio reinase a su
alrededor. Una tropa de espíritus malvados apareció entonces a sus ojos,
prorrumpiendo en desaforados clamores y alaridos y removiendo con tan inaudita
violencia las tejas del techo del oratorio, que parecía a punto de desplomarse.
El valeroso adversario de Satanás, firme y constante en la misma posición,
parecía que, o no oía nada, o pretendía burlarse del Infierno. Ante esta actitud impasible del Santo entró
el monstruo infernal en espantosa cólera, y, tomando un palo, golpeó al heroico
religioso con tal fuerza, que se lo rompió en el cuerpo. Este palo, partido
en dos, se conserva todavía en Tolentino en un rico estuche de plata. Levantóse
entonces el Santo lleno de cardenales, y llevó por mucho tiempo señales visibles
de los golpes de su verdugo.
No fué ésta la sola vez en que Nicolás fue herido por el demonio, pues asegura San Antonino que el espíritu infernal lo golpeaba frecuentemente;
y el Hermano Juanito ha atestiguado en el proceso, como ya hemos dicho, que son
imposibles de referir todas las violencias, las asechanzas y las luchas que
tuvo que sostener nuestro Santo contra el demonio durante los tres últimos años
de su vida. Antes de esto, en casi todos los conventos donde había vivido había
sido el glorioso agustino atormentado por Satanás; pero, sobre todo, al
acercarse el fin de su existencia, parece que el Infierno desplegó todas sus
astucias y todas las crueldades por arrancar al Santo un alma tan pura y tan
magnánima. En este tiempo fué cuando Belial acudió a los insultos y a los
golpes.
Cierto día, por ejemplo, azotólo el demonio tan
cruelmente, que lo dejó cubierto de gravísimas heridas. Su confidente Juanito
conmovióse profundamente al verle
tendido en medio de su celda sin fuerzas y aun casi sin vida. Preguntóle la
causa de su mal, y respondió simplemente el Santo: “El diablo ha hecho esto; mas, por los méritos de la Virgen María,
espero que no me ha de vencer”.
Otra vez sucedió que, como tuviese Nicolás la
costumbre de adelantarse a la hora de Maitines, que se decían a media noche,
salió de su celda para el coro. Más, habiendo encontrado cerrada la puerta,
decidió entrar en el refectorio, con objeto de orar allí ante la imagen de
Jesús crucificado. Sucedió, pues, que,
viniendo por detrás el demonio, descargó sobre el Santo tan terrible golpe que,
pegando con la cabeza en el umbral de la puerta, cayó en tierra casi sin
conocimiento. Cuando ya Nicolás
pudo respirar y removerse, pronunció amorosamente el nombre de Jesucristo, y se levantó decidido a entrar, por encima de
todo, a hacer oración en el lugar dicho. Entonces el enemigo, en un ímpetu de
rabia imposible de describir, arrojólo por segunda vez contra el suelo y
azotólo terriblemente. Forzado por fin a retirarse el siervo de Dios,
quebrantado y sin fuerzas, probó de apoyarse en un ángulo de la pared; más los
monstruos infernales lo persiguieron y maltrataron de tal suerte, que le
rompieron un pie. De resultas de esto tuvo necesidad ya toda su vida el Santo
de un palo para poder andar.
Nicolás, en esta ocasión, hallábase ya casi moribundo.
Sin embargo, los espíritus infernales no se daban todavía por satisfechos, y querían,
por esta vez, ir más allá, hasta acabar con su víctima. Tomaron, pues, al Santo
en sus brazos y comenzaron, como por juego, a arrojárselo los unos a los otros,
a través del espacio, por entre las columnas del claustro. Tal fué el ruido
causado por los demonios, y tales los gritos de alegría en que prorrumpieron, que
despertaron llenos de sobresalto los religiosos, acudiendo inmediatamente al
lugar del suceso, donde encontraron al soldado valeroso de Jesucristo tendido
en tierra, todo ensangrentado, acardenalado y medio difunto. Tomáronlo en sus
brazos, y lo condujeron respetuosamente a su pobre lecho. Mas ¡oh cosa admirable! Habiendo esta dulce
víctima de Satanás invocado el nombre de Jesucristo, apareciósele Nuestro Señor
al momento y se entretuvo en conversar con él. ¿Qué pasó allí? El Santo no ha revelado jamás el secreto de esta divina visita; pero se le vió
confortado e, instantáneamente
repuesto, levantarse y apoyado en su
bastón, a pesar de no estar aún
curada la herida del pie, volverse al coro
para rezar Maitines y dar gracias a Aquel que por él había hecho un nuevo é inefable milagro.
Para conservar la memoria de este
maravilloso suceso, grabaron los religiosos sobre la puerta del refectorio la
siguiente inscripción, que todavía allí se lee: “Esta puerta fué ilustrada por un importante combate de Nicolás.
Golpeado cruelísimamente durante la noche por el enemigo del género humano, fué
arrojado en tierra exánime y con un pie roto. Mas, ayudado por los Padres y
habiendo invocado el nombre de Cristo, fué curado”.
“VIDA
DE SAN NICOLÁS DE TOLENTINO”
Agustino
– Abogado de las Almas del Purgatorio.
Escrita
en francés por el P. ANTONINO M. TONNA-BARTHET
de
la misma Orden
y
traducida al castellano por el
P.
PEDRO CORRO DEL ROSARIO.
Agustino
Recoleto.
Año
1901
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