Hay
sobre la tierra dos clases de ciencia, una celestial y otra mundana. La primera es la que nos conduce a
agradar a Dios y a ser grandes en el Reino de los cielos: la segunda es la que nos lleva a sólo complacernos A nosotros mismos,
y hacernos grandes en el mundo. Pero
esta ciencia mundana es una locura delante de Dios. Locura, porque esta
ciencia vuelve locos a todos los que la cultivan, los hace locos y semejantes a
las bestias, enseñándoles a satisfacer sus apetitos sensuales, como hacen las
bestias. San Juan Crisóstomo
dice: Llamamos hombre al que conserva la imagen de hombre sin lunar. ¿Pero en
qué consiste esta imagen? En ser racional. Para conservar la imagen del hombre es
menester ser racional, o sea, obrar conforme a razón.
De donde debemos concluir que, así como una
bestia que obrase racionalmente obraría como hombre, del mismo modo se conduce
como animal el hombre que obra según el apetito de sus sentidos.
Pero aun concretándonos a la ciencia humana
y natural de las cosas de la tierra, ¿qué
es lo que saben los hombres después de todos sus estudios? ¿Qué alcanzamos a ser nosotros sino ciegos
como topos, pues que fuera de las verdades que conocemos por la fe, no
conocemos lo demás sino por conducto de los sentidos y por conjeturas, de modo
que casi todo es para nosotros incierto y falible? ¿Qué escritor de tales materias se ha visto exento de la crítica de los
unos, después de haber sido aplaudido por los otros? Pero la desgracia que
hay en esto consiste en que la ciencia mundana, como dice San Pablo, hincha, los hace soberbios y despreciadores de los
demás, defecto muy pernicioso al alma, porque Dios, según el apóstol Santiago,
niega sus gracias a los soberbios, y no las concede más que a los humildes.
¡Oh,
si los hombres obrasen según la razón y la ley de Dios!
¡Si supiesen tomar sus precauciones, no
sólo por la vida temporal, que no dura más que un instante, sino por la vida
que es eterna! Ciertamente se ocuparían en adquirir ante todo la ciencia
aquella por cuyo medio se obtiene la eterna felicidad y se evita la desgracia
eterna.
San Juan Crisóstomo nos aconseja
que vayamos a los sepulcros de los muertos, para aprender en ellos la ciencia
de la salvación. ¡Que vayamos a los sepulcros! ¡Oh, cuán
hermosa escuela de verdad no es el sepulcro, para comprender la vanidad del mundo!
¡Qué vayamos a los sepulcros! Yo no descubro
allí más que huesos y gusanos, añade el Santo Doctor; ¡huesos!
¡Podredumbre, gusanos! Allí yo no sabría distinguir quién fué el ignorante,
quién fué el letrado: allí no se descubre otra cosa sino que la muerte pone fin
a todas las glorias de este mundo. ¿Qué
queda ahora de un Demóstenes, de un Cicerón, de un Ulpiano? Durmieron su sueño, y nada encontraron en sus
manos.
Dichoso aquél que ha recibido de Dios la
ciencia de los Santos. ¡Esta ciencia consiste en saber amar a
Dios! ¡Cuántas personas hay
en este mundo, eminentes en las bellas letras, en las matemáticas, en las
lenguas extranjeras y antiguas! Pero ¿de
qué les aprovecharán todos estos conocimientos, si no saben amar a Dios? Feliz aquel,
decía San Agustín, que conoce a Dios,
aunque no sepa más. El que conoce a Dios y le ama, aun cuando ignorase todo lo
que saben los demás hombres, sería más sabio que todos los sabios que no saben
amar a Dios.
Los
ignorantes se levantan y cogen el cielo, exclamaba el mismo San Agustín.
¡Oh! cuán sabios fueron un San Francisco de
Asís, un San Pascual, un San Juan de Dios, privados en verdad de la ciencia mundana,
pero sabios en la divina. ¡Oh Padre mío! dice el Salvador, habéis ocultado
estas cosas a los sabios y prudentes, y las habéis revelado a los párvulos. Por los sabios se entienden aquí los sabios del mundo,
aquellos que no piensan más que en procurarse las riquezas y los honores
mundanos, haciendo poco caso de los bienes eternos. Por los párvulos
deben entenderse las almas sencillas como niños, poco instruidas en la ciencia
del siglo, pero muy atentas a agradar a Dios.
¡Ah!
no envidiemos a los que saben mucho, envidiemos si a los que saben amar a
Jesucristo. Imitemos a San Pablo,
que escribe no querer saber más que a Jesucristo, a Jesucristo crucificado.
Dichosos nosotros, si llegarnos a conocer el amor que nos ha tenido Jesús crucificado, y si con el auxilio
de este documento de la caridad de todo un Dios, alcanzarnos la ciencia de su
amor.
¡Oh
Dios mío! ¡Mi verdadero y perfecto amigo! ¡En dónde podré encontrar quien me ame tanto como vos me habéis amado! Hasta
ahora no he hecho más que perder el tiempo en aprender muchas cosas que ningún
socorro ha traído a mi alma, y he pensado poco en aprender amaros. Conozco que
he perdido mi vida. No obstante siento ¡Oh
Dios mío! que me llamáis a vuestro amor; ved ahí pues que lo abandono todo
para siempre; mi único pensamiento será de hoy en adelante agradaros a vos,
Soberano bien mío. Yo me entrego todo a vos; recibidme, dadme fuerza para seros
fiel, no quiero tener más dominio sobre mí, sino ser todo vuestro, sí, todo de
vos. ¡Oh Madre de Dios, socorredme todavía
con vuestro ruego!
SAN
ALFONSO MARÍA DE LIGORIO
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