“Permaneced en mí.” (Juan; XV, 4.)
I
El corazón del hombre, necesita un centro de
afecto y expansión. Al crear al primer hombre, dijo Dios: “No es bueno que el hombre esté solo: hagámosle una compañera semejante
a él.”
Y la Im Imitación de Cristo dice también: “Sin un amigo no podrías vivir dichoso.”
Pues bien, Nuestro Señor Jesucristo, en el
Santísimo Sacramento, quiere ser el centro de todos los corazones, y nos dice: Permaneced en mi amor. Permaneced en mí.
¿Qué
cosa es permanecer en el amor de Nuestro Señor? Consiste esto en que
hagamos de este amor que vive en la Eucaristía, nuestro centro de vida, el manantial
único de nuestros consuelos; consiste en entregarse al Corazón bondadoso de
Jesús en las penas, en los disgustos, en las decepciones, en esos momentos en
que el corazón parece rendirse víctima del mayor abandono. Jesucristo mismo nos
invita a ello diciéndonos: “Venid a mí todos
los que os halláis agobiados, y yo os consolaré.”
Consiste también en hacer partícipe a
Jesucristo Nuestro Señor de nuestra alegría, de nuestra felicidad; pues es una
delicadeza de amigo no querer gozar sino con el amigo.
Consiste asimismo en hacer de la Eucaristía
el centro de nuestros deseos: Señor, no quiero más que lo que Vos queréis; haré
esto o aquello para agradaros.
Consiste en desear sorprender a Nuestro
Señor con algún don, con algún pequeño sacrificio.
Consiste, finalmente, en vivir por la
Eucaristía; en guiarnos en nuestras acciones por su pensamiento, y en
considerar como ley invariable de nuestra conducta el anteponer su servicio a
todo lo demás.
Y siendo esto así, ¿podremos decir que Jesús - Eucaristía sea nuestro centro? ¡Ay! Tal vez lo sea en las penas
extraordinarias, en las oraciones más fervientes, en las necesidades que nos
apremian; ¿pero en lo ordinario de la
vida, pensamos, deliberamos, obramos en Jesús y por Jesús como en nuestro
centro?
¿Y
por qué Nuestro Señor Jesucristo no es mi centro?
Porque no es todavía el yo de mi yo; porque
aún no me hallo enteramente bajo su dominio, bajo la inspiración de su voluntad;
porque abrigo deseos en pugna con sus deseos. ¡Jesús no lo es todo en mí, no ha
tomado plena y total posesión de mi ser! Un hijo trabaja por sus padres, el
ángel trabaja por Dios: yo, pues, debo trabajar por Jesucristo, mi Dueño y Señor.
¿Qué hacer en consecuencia?
Entrar en ese centro y en él permanecer y obrar. No para gustar su dulzura, que
no depende de mí, sino para ofrecerle de continuo el homenaje de cada acción.
Vamos, pues, ¡oh alma mía!, sal del
mundo, sal de ti misma, abandona tu habitual residencia. Dirígete hacia el Dios
de la Eucaristía. Él tiene una morada para recibirte. Él te quiere; quiere vivir
contigo, vivir en ti. Sé, pues, con Jesús, presente en tu corazón; vive del Corazón,
vive en la bondad de Jesús-Eucaristía.
Trabaja, oh alma mía, por imitar a
Jesucristo en ti, y nada hagas sino por El.
Permanece en el Señor, permanece en Él por
un sentimiento de abnegación, de desinterés, de santa alegría, pronta siempre a
cumplir sus mandatos. Permanece en el Corazón y en la paz de Jesús-Eucaristía.
II