En el cielo seremos
semejantes a Dios, dice el Evangelista San Juan:
Símiles ei erimus (I, Juan, III, 2).
Y añade, todo el que tiene esta esperanza debe procurar santificarse como Dios
es santo. “Sed santos porque yo, vuestro
Dios, soy santo” (Lev. XIX, 2,11, 44), dice el Señor varias veces a su pueblo.
Asi la semejanza con Dios que será nuestra gloria y la suprema felicidad
eternamente debe ser ante todo una semejanza de santidad; la cual se consigue primeramente
por la fusión de nuestra voluntad en la divina, anonadando todos los deseos humanos
que no son santos, y por la aceptación amorosa de todas las voluntades divinas
que son esencialmente santas. Cuando lleguemos a querer todo lo que Dios quiere
y sólo lo que Dios quiere, El mismo perfeccionará esta semejanza que quiso
establecer entre Él y nosotros; en esta vida nos colmará de gracias, pero aún
mejor en el cielo nos dará una abundante participación de su infinita belleza,
nos comunicará con ancha medida su infinita felicidad.
Desterrar
de la voluntad todo querer que no sea santo, tal debe ser el objeto de nuestros
constantes esfuerzos; debemos despojarnos, como predica San Pablo, del hombre
viejo, viciado por las codicias falaces, y revestirnos del hombre nuevo, el
cual es totalmente justo y divino, renunciar a Adán, a sus deseos, a sus
inclinaciones desordenadas para cubrirnos con las virtudes de Jesús (Eph., IV,
22-24; Col., III, 2-10; Rom., XIII, 14).
Impresionaba
vivamente al gran apóstol esta oposición de tendencias en nuestra alma, las
cuales, hacen que en cada uno existan como dos adversarios encarnizados, dos
combatientes perpetuamente en guerra; el hombre viejo que es la reproducción de
Adán pecador, y el hombre nuevo, el hombre divino, que es la reproducción de
Jesús. Después del pecado original, los malos instintos, de los cuales
hasta entonces la bondad divina había preservado a la humanidad, aparecieron
muy vivos, y en el hombre hizo presa el egoísmo, la sensualidad, el orgullo, la
avaricia; pero Jesús vino a devolvernos la gracia que perdió Adán, a hacernos
posible la práctica de las virtudes; siendo El mismo el gran modelo y ejemplar
de ellas. Adán, por desgracia, vive siempre en nosotros, pero también Jesús
vive en las almas. Luchar contra Adán, hacer morir todo lo que queda en el hombre
de sus tendencias pecaminosas, de sus defectos, de sus pasiones, y aumentar más
y más las perfecciones cuyo germen depositó Jesús en nosotros y que son sus propias
perfecciones, ved ahí nuestra empresa.
Es manifiesto que todos los deseos o gustos
originados de la naturaleza viciada, y contrarios a los divinos, deben ser
desechados, anulados; pero hay otros procedentes de la naturaleza, y en sí
mismos legítimos; y también éstos deben ser absorbidos en la voluntad divina; y
cuando no sean conformes con ella los debemos desaprobar y rechazar. “Padre, decía Jesús, muy cerca de su
Pasión, líbrame de esta hora de crueles dolores: Pater, salvífica me ex hac
hora. No, Padre, no me libréis, pues que he venido al mundo para padecer y
morir. Padre, glorifica tu nombre” (Juan, XII, 27-28). Y horas después, en
Getsemaní, aun oraba Jesús; “Padre mío, si es posible aparta de mí este cáliz.
Pero no, Padre mío, hágase tu voluntad y no la mía”.
No había lucha en el alma del Salvador; si
sentía este horror al sufrimiento que el alma humana siente es porque lo quería
de veras, pues la parte inferior estaba en Él admirablemente sometida a la
parte superior. Aun cuando sintiese acerbamente pena por ello, Jesús quería el dolor; tenía dos
voluntades, pero la voluntad santa dominaba enteramente su voluntad natural. En
nosotros al contrario, existe la lucha, las voluntades inferiores no se someten
así a la voluntad superior que es la de la gracia; deben ser rigurosamente
vigiladas y las más veces con denuedo combatidas para practicar la perfecta
sumisión al divino beneplácito.
La voluntad natural del hombre es la de su comodidad, gozar,
ser estimado, alabado, honrado, querido, libre de toda privación, sufrimiento,
humillación, disfrutar las alegrías del espíritu, del corazón, seguir sus inclinaciones,
obrar a su talante, que prevalezcan sus ideas; la voluntad divina que puesta en
nuestras almas por la gracia se llama en nosotros voluntad sobrenatural, es que
amemos a Dios, que procuremos su gloria por todos los medios, aún por los
sacrificios y los sufrimientos que son los recursos más eficaces. ¡Cuán ardiente es en sus deseos nuestra voluntad
natural, cuán tenaz, y en línea recta para conseguir su fin! “No podéis imaginaros, decía Taulero, la
habilidad, las perfidias secretas de nuestra naturaleza para buscar en todas
partes sus comodidades. Muchas veces encuentra su placer y su deleite cuando
creíamos no darle más que lo necesario; por eso importa en gran manera que el
hombre racional vigile atentamente y mantenga en su deber, dirija y gobierne con
perseverancia la bestia que existe en nosotros” (Ed. Noel, t. V, p. 889, sermón
primero de la dedic.) No basta que
nos esforcemos en dirigir siempre bien nuestras intenciones; la naturaleza es tan codiciosa, tan rebelde y testaruda, que una simple orden no
bastará jamás para dirigirla con
tino, y así añade Taulero: “Para llegar
a la perfecta unión con Dios, no hay camino más breve como la perfecta
mortificación” (T. II, p. 275, Sermón primero de Pascua).
Las
voluntades o gustos naturales y las sobrenaturales se encuentran en nuestra
alma como en un jardín las buenas y malas hierbas; si el jardinero deja crecer
las malas, éstas impiden el incremento de la hierba buena, y acaban por
matarla. Así, si dejamos correr
libremente a las primeras van siempre creciendo y terminan por ahogar a las
segundas; pero si las resistimos, si las domamos, si las aniquilamos, éstas se
hacen fuertes e irresistibles. San Francisco de Sales estaba
tan convencido de esta verdad que era su deseo que todos se persuadieran de ella; su expresión favorita, dicen
sus biógrafos, la que no se hartaba
de repetir, era ésta: “El que más
mortifica sus inclinaciones naturales, se atrae también más las inspiraciones
sobrenaturales” (Espíritu, p. 10. S. 1).
Y las hemos de combatir todas: es necesario refrenar la
inteligencia con el recogimiento, anonadar el amor propio con la humildad, domar
y sujetar con mortificación generosa su cuerpo, su corazón, su juicio, sus
gustos, sus deseos, su voluntad.
“EL
IDEAL DEL ALMA FERVIENTE”
Augusto
Saudreau.
Canónigo Honorario de Angers.
Canónigo Honorario de Angers.