martes, 17 de septiembre de 2024

MES DE SAN MIGUEL ARCÁNGEL – DÍA DECIMOSÉPTIMO.

 


DECIMOSÉPTIMO DÍA —17 de septiembre.

 

San Miguel, refugio y garante de los pecadores.

 

   El pecado, dice San Juan Crisóstomo, puede definirse con esta palabra, acertada en todos los aspectos, pero verdaderamente aterradora: es el abandono de nuestra voluntad al demonio, nuestro enemigo jurado, es la completa degradación del hombre, es la más dura esclavitud que se pueda imaginar. “Pecadores -añade el profeta Amós- ¿pensáis en esto? Os alegráis de la nada, porque el pecado es la negación del Ser, es decir, la negación absoluta de Dios.” Según San Agustín, el pecado es la lepra más horrible, contagiosa e incurable que puede existir. El primer padre del pecado, continúa el mismo Doctor, es Lucifer en el Cielo, la serpiente en el Paraíso Terrenal, Satanás en el mundo que habitamos. San Ireneo dice: “El hombre, por la mancha original, es arrastrado hacia el abismo, y por la corrupción de su corazón, consecuencia desgraciada de su degradación espiritual y moral, está sometido a los instintos de su naturaleza y es seducido por la triple concupiscencia”. Es decir, está inclinado a todos los vicios. Es una perspectiva aterradora, admitió el obispo Besson, pero la situación no está perdida ni comprometida, pues el hombre sólo necesita una ayuda sobrenatural para resistir los tirones de la carne. Esta es la opinión de Tertuliano, que añade que Dios no lo ha olvidado y que ha puesto el remedio junto al mal. En efecto, para que el hombre no sucumba, necesita una protección especial, un defensor intrépido. ¿Y cuál será ese defensor que avanzará espontáneamente hacia el pecador para instarle a renunciar a sus malos hábitos? El sentido común lo indica -responde el cardenal Mermillod- y la Iglesia lo proclama con fuerza, apoyándose en la voz de los escritores sagrados que son autoridades. Demos, pues, la palabra a estas luces de la Iglesia que los Soberanos Pontífices han coronado con la aureola de Doctor. Según su testimonio, San Miguel ha recibido de Dios el don especial y merecido de tocar el corazón de los pecadores más endurecidos, de inspirarles un sincero arrepentimiento y un verdadero y saludable espíritu de penitencia.

 

   “Esto es, pues, -dice San Francisco de Sales-, una verdad secular e incontestable que encuentro afirmada en los escritos de los Santos Padres y cuyos felices efectos he podido constatar.”  Y San León llega a afirmar que habría que negar la victoria de San Miguel sobre Lucifer si se quisiera mantener una opinión contraria. Además, todos debemos saber que San Miguel lleva la acusación de los pecados de los cristianos ante el trono de Dios y hace que acepte nuestro arrepentimiento, ya que la Santa Iglesia pone en nuestros labios esta oración: Te confesamos, San Miguel Arcángel, que hemos pecado mucho... ruega al Señor nuestro Dios que nos conceda el perdón y la remisión de nuestros pecados. Y como muy bien señala el obispo Germain, la Iglesia romana quiere que comprendamos el grado de gloria y de poder al que está elevado el Príncipe de la milicia celestial, y la plena confianza que debe inspirar a los pecadores arrepentidos, ya que, para obtener el perdón de nuestras faltas, para que nuestros pecados sean borrados, y para que nosotros seamos perdonados, para reconciliarnos con Dios, nos manda dirigirnos a San Miguel, defensor y amigo de Cristo. Y, no dejemos de remarcarlo, su favorito inmediatamente después de María, la virgen que nos dio al Redentor, inmediatamente después de ella, es decir, antes del bienaventurado Juan Bautista, antes de los bienaventurados Apóstoles Pedro y Pablo, antes de todos los demás santos, sean quienes sean. Este es el poder de San Miguel, esta es su grandeza y su mérito. Pero, ¿por qué la Santa Esposa de Cristo nos hace invocar a San Miguel en esta ocasión? San Jerónimo nos da la razón: Nadie más que Dios puede conceder la gracia del perdón, y sólo da el perdón cuando quiere y por el ministerio de los que elige. Ahora este don de su poder y bondad se le da a San Miguel, después de haber pasado por las manos de María, la reina de la misericordia; y este privilegio del Arcángel es como una recompensa por su celo y su devoción al Verbo Encarnado. Por eso, cada vez que el Señor quiere prometernos el perdón, nos envía a San Miguel, cuyo nombre significa: poder y misericordia de Dios para el perdón de los pecados. ¿No es razonable -continúa San Bernardo- que el Proclamador y Defensor de la Encarnación lleve, en El primero después de María, a los pies del Altísimo, los suspiros y gemidos del alma que quiere escapar del yugo de Belcebú para abrazar el de Jesucristo? Por eso -dice San Buenaventura- San Miguel circunvala al pecador, le habla al corazón, despertando su remordimiento, y conduce su alma al santo tribunal de la Penitencia para que sea lavada en la sangre del Cordero que se sacrificó para borrar los pecados del mundo. Es entonces cuando hace resonar de nuevo los cielos con aquella eficaz súplica que escuchó una vez el apóstol Juan: “Perdona, Señor, perdona, tú que abres el libro y rompes los sellos. Y sean cuales sean los esfuerzos de Satanás para impedir que el pecador penitente obtenga el perdón, San Miguel siempre triunfará en su defensa."Además, la Sagrada Escritura nos proporciona pruebas de ello; una sola línea bastará para convencernos de esta verdad. Es una visión del profeta Zacarías: “Un día Dios le mostró al gran sacerdote de pie ante el Ángel del Señor; Satanás estaba a su derecha para acusarlo.” Y este Ángel, como dicen Corneille Lapierre, Menochius, Don Calmet y otros comentaristas, fue San Miguel quien acudió en su ayuda como abogado o defensor, Y el Ángel del Señor dijo a Satanás: “Que Jehová te derribe, que te abrume con su ira, el que ha dado a este Pontífice.” Si pudiéramos entrar en los detalles de esta visión, veríamos cómo San Miguel actúa para defender a los pecadores y ganar su causa. Además, reconoceríamos que Dios lo delega a menudo para juzgar a los culpables y concederles el perdón. Sin embargo, señalemos un detalle: este sumo sacerdote iba vestido con ropas repugnantes. Entonces San Miguel ordena a los ángeles que le acompañan que le quiten esas sórdidas ropas. ¿Qué debe entenderse por estas palabras, sino que San Miguel le despojó de ese fermento viejo del que habla la Sagrada Escritura, es decir, que aniquiló el pasado, que le lavó de sus iniquidades? Y, lo que, es más, ha hecho que sus ángeles lo vistan con un precioso traje y una corona, verdaderos símbolos de la gracia santificante. “Este, -dice Teodoreto-, es el papel constante de San Miguel con respecto a los pecadores.”  ¡Qué bonito espectáculo! San Miguel corre, o más bien vuela, tras la oveja perdida, la toma en sus brazos, la aprieta contra su corazón ardiente de amor, y le hace emitir el gemido lastimero del arrepentimiento; lo repite ante el rostro adorable de la Trinidad tres veces santa, y hace caer sobre la pobre perdida el rocío misterioso de la gracia, por el que renace su inocencia bautismal.

 


MEDITACIÓN

 

   “El pecado debe ser un mal muy grande, -dice un santo Doctor-, debe ser infinitamente grave, para que Dios nos conceda el perdón sólo después de haber inmolado a su propio Hijo, haber hecho pasar a María por un verdadero martirio, y utilizar todavía el ministerio de San Miguel para enviarlo a la tierra.” “Es porque, -dice Belarmino-, el pecado es el mal soberano de Dios, del ángel, del hombre y de todas las criaturas, e incluso del infierno y de los condenados; pues -añade-, un nuevo condenado aumenta el sufrimiento y el castigo de los que le han precedido en las llamas eternas, afligiendo y atormentando el uno al otro. ¿Es esta la opinión que tenemos del pecado mortal? ¿Le tememos más que a todos los males? ¿Sentimos que con este acto insensato nos separamos de Dios y que entonces corremos a nuestra ruina, como dice el salmista? ¿Olvidamos que, según la Sagrada Escritura, Dios despedaza al pecador, como a los heridos o más bien a los muertos que duermen en la tumba, e incluso lo borra de su memoria? ¿No es una barrera infranqueable la que colocamos entre Dios y nosotros, y no nos oscurecen cada vez más nuestros pecados su rostro, impidiéndonos ser escuchados? ¿Quién no sabe que encienden su cólera contra nosotros de manera terrible, y que tienden bajo nuestros pies redes que nos hacen cautivos, que nos atan al hierro? ¿Y no hay hombres tan ciegos que beben la iniquidad como si fuera agua? Oh, por Dios, recemos por ellos, pidamos a Jesús por medio de María que les envíe el Ángel del perdón y la reconciliación. Para nosotros, que hemos aprendido el temor de Dios, recordemos este consejo del Espíritu Santo: “Hijo mío, huye del pecado como de la serpiente; porque si te acercas a ella, el pecado te atrapará; sus dientes son como los del león, matan las almas.” Es una espada de dos filos, sus heridas son mortales. Y si entre los que leen este libro hay un alma en estado de pecado mortal, que vuelva sobre sí misma, que se estremezca al pensar en los peligros que la amenazan, que piense en la felicidad de la que se priva voluntariamente, que responda a la llamada de Dios, que comprenda sus misericordias, que recuerde las palabras del Apóstol: “Oh pecador, que estás dormido en tu triste estado, levántate y sal de entre los muertos, y Jesucristo te iluminará: Surge qui dormis, et exsurge a mortuis, et illuminabit te Christus."

 

 

ORACIÓN.

 

 

   Oh Mensajero celestial del perdón, nos postramos a tus pies, agobiados por el peso de nuestros pecados, y, como el Profeta real, reconocemos que el número de nuestras iniquidades ha superado el número de los cabellos de nuestra cabeza y se ha elevado por encima de la multitud de las arenas del mar; te lo confesamos humildemente, y te suplicamos que lleves nuestra confesión a Dios y nos obtengas el perdón de nuestras faltas, para que, reconciliados con nuestro Padre celestial, podamos vivir y morir en su santo Amor. Amén.

 

 


lunes, 16 de septiembre de 2024

MES DE SAN MIGUEL ARCÁNGEL – DÍA DECIMOSEXTO.

 



DECIMOSEXTO DÍA —16 de septiembre.

 

San Miguel, guía y apoyo de las almas piadosas.

 

   La piedad es uno de los tesoros más preciosos que Dios ha revelado a la tierra. No es, según Santo Tomás, otra cosa que la voluntad de entregarse a lo que concierne al servicio de Dios. Sirve para todo, tiene la doble ventaja de elevar nuestra alma a los esplendores de Dios y de hacernos partícipes de los méritos del Verbo Eterno en su plenitud y en su universalidad. Tiene, en una palabra, como dice San Pablo, las promesas de la vida presente y las de la vida futura. Ahora bien, según San Jerónimo, solo se adquiere con la observancia puntual y constante de todos los mandamientos de Dios y de la Iglesia y con la práctica de las virtudes cristianas. Partiendo de este principio indiscutible, ¿es de extrañar, como señala San Bernardo, que la tradición otorgue a San Miguel el título de guía y protector de las almas piadosas? Y esta tradición está fundada en razones justas, dejemos que San Cesáreo la explique: “La piedad es uno de los frutos más dulces y delicados que ha producido la Encarnación. Ahora bien, el ángel proclamador y defensor de la Encarnación debe tener una jurisdicción incuestionable sobre los frutos de este árbol de la vida, del que las almas piadosas son una de las ramas más bellas y fructíferas.” Por lo tanto, estas almas están por derecho y por hecho bajo su égida. La Sagrada Escritura y la Liturgia atribuyen también esta función a San Miguel: está ante el trono de Dios, lucha, intercede por las almas que quieren llevar una vida verdaderamente cristiana. Tertuliano y varios Padres de la Iglesia declaran que la Divina Providencia ha constituido a San Miguel como guía y apoyo de las almas devotas.

Del mismo modo, Orígenes utiliza el mismo lenguaje cuando habla de la Iglesia como un todo. Orígenes habla del mismo modo cuando escribe que las almas piadosas están siempre seguras de encontrar un firme apoyo en la poderosa protección de San Miguel, que tiene a toda la hueste celestial en sus fieles y victoriosas manos. Por eso, añade San Cirilo, desde la cuna de la Iglesia se ha invocado a San Miguel con el título de Auxilio de los cristianos y Protector de las almas piadosas. “En muchas circunstancias -dice San Basilio-, San Miguel ha demostrado con hechos sorprendentes la protección que concede a estas almas privilegiadas.” “No nos extrañemos -dice San Bernardo-, San Miguel seguirá siempre su obra, su única ambición es procurar la gloria de Dios, y los justos (es decir, las almas sinceramente piadosas).” ¿No contribuyen alegremente aquí en la tierra a hacer surgir esta gloria de Dios, que es verdaderamente admirable en sus santos? No obligan al enemigo de Dios, el diablo, a confesar su debilidad e impotencia y a lanzar este alarido de rabia y desesperación: ¡Has vencido, galileo! Escuchemos de nuevo el razonamiento de San Pantaleón: “Del mismo modo que San Miguel, -dice-, por su amor y poder reunió bajo su glorioso estandarte a los Ángeles fieles a Dios, los confirmó en la gracia, y por su triunfo les aseguró la suprema beatitud; en la tierra regenerada, este valiente Arcángel reúne bajo su estandarte victorioso a los cristianos fieles a la ley de Jesucristo, los rodea de su sana protección, y los hace perseverar en el estado de gracia y de santidad, hasta el momento en que pueda introducirlos en la dicha eterna.” Si las almas piadosas, añade Viegas, no reciben toda la ayuda y el consuelo que podrían obtener, es porque se olvidan de rezar a San Miguel, o porque le rezan mal. Escribamos, pues, con San Lorenzo Justiniano: ¡Que todos lo saluden como su protector, que canten sus alabanzas al unísono y que sus oraciones incesantes se eleven a él! ¡Que lo rodeen con sus votos! Que se conviertan en su alegría y consuelo por la perfección de sus vidas. No, San Miguel no despreciará sus súplicas; no repudiará su confianza; no despreciará su amor, él, el defensor de los humildes y el amigo de la pureza, el guía de la inocencia y el guardián de la virtud. Nos apoyará en nuestras pruebas; sabrá conducirnos a nuestra patria. ¡Oh, San Miguel, haznos comprender los encantos de la virtud; enséñanos a practicarla; ¡que amemos a Dios como tú lo has amado siempre!

 

 

MEDITACIÓN

 

   Según los maestros de la vida espiritual, la verdadera piedad o el desarrollo sólido consiste en hacer del deber un mérito en relación con Dios, del placer en relación con uno mismo y del honor en relación con el mundo. ¿Es así como lo entendemos? ¿Es siempre el sentimiento del deber lo que nos hace actuar? Sin duda nos horrorizan ciertos vicios que podrían separarnos de Dios; observamos o queremos observar los puntos esenciales de la moral evangélica, pero ¿renunciamos a las vanas diversiones del mundo, despreciamos la pompa y los honores, nos entregamos, tanto como deberíamos, a las buenas obras, a la oración, a la visita a los altares, a la frecuentación de los Sacramentos? Tal vez, pero ¿es pura nuestra intención? ¿Lo hacemos solo por Dios? ¿No hay algún orgullo secreto escondido detrás de estos actos de piedad? ¿No es el deseo de hacerse notar, de ser completado por algo, de atraer la estima y la confianza de nuestros semejantes, lo que nos hace llevar una vida cristiana? ¿No es así? ¿Por motivos demasiado naturales, por inclinación o por interés que practicamos la virtud? Y si, por casualidad, estas reflexiones llegaran a los ojos de las almas no iluminadas o confundidas que a veces hacen de la piedad un tráfico vergonzoso, les diríamos, con San Francisco de Sales: “Dios ve los corazones, no se deja engañar.” Que nuestra piedad sea, pues, sincera. Que todos se pregunten si son por dentro lo que parecen por fuera. Meditemos seriamente estas palabras, porque Dios quiere que le sirvamos con sencillez y sinceridad de corazón. Recordemos siempre lo que dijo Jesucristo sobre los fariseos y la terrible sentencia que les impuso. Asegurémonos de que Dios no pueda decir de nosotros: “Este pueblo me honra con sus labios, pero su corazón está lejos de mí.”

 

 

ORACIÓN.

 

   Oh San Miguel, Protector de los verdaderos Adoradores del Verbo Encarnado, tú que has sido el apoyo de tantas almas que se han elevado a tan alta perfección, echa una mirada compasiva sobre nosotros, ve cuán lejos estamos de la perfección cristiana. Enséñanos a amar y a practicar la verdadera devoción, purifica nuestras intenciones, presérvanos de todas las ilusiones en este punto, intercede por nosotros ante Dios para que busquemos sólo su gloria y seamos dignos de seguir al Cordero allá donde vaya, es decir, hasta los pies de su Padre en la morada celestial. Amén.


MES DE SAN MIGUEL ARCÁNGEL – DÍA DECIMOQUINTO.

 



DECIMOQUINTO DÍA —15 de septiembre.

 

San Miguel, poderosa ayuda de los cristianos contra el diablo.

 

   Después de haber explicado la victoria de San Miguel sobre Lucifer y los Ángeles rebeldes, el Apóstol San Juan nos advierte que este gran Dragón, esta antigua serpiente que se llama Diablo y Satanás, que engaña a todos, fue arrojado a la tierra y sus Ángeles con él. Para prevenirnos contra las seducciones del enemigo de nuestra salvación, el Discípulo Amado añade inmediatamente después: Ay de la tierra y del mar, porque el diablo ha bajado a vosotros lleno de ira, sabiendo el poco tiempo que le queda para obrar para destruiros. Por desgracia, no vemos demasiado bien la realidad de esta profecía, porque, como un león rugiente, el diablo siempre está merodeando a nuestro alrededor, buscando a quién devorar. ¡Qué perspectiva tan aterradora! Pero tranquilicémonos, ya que San Anselmo, en su Comentario al Apocalipsis, señala que el Apóstol, después de haber enumerado los peligros a los que se enfrentan los cristianos y las artimañas de las que se sirve el diablo para arrastrarlos con él al abismo, indica claramente el invencible defensor que Dios ha dado a los adoradores del Verbo Encarnado: Es, clama, “el vencedor del mismo Satanás”. Su adversario perpetuo, como lo llama San Judas, es este formidable Ángel que tiene el poder de atarlo por mil años; es San Miguel, el jefe de la milicia celestial, que tiene el don de hacer temblar a Satanás y de ponerlo en fuga. No hay nada más racional; San Miguel, de hecho, al acudir al rescate de los cristianos no hace más que continuar con su papel. Lucifer quería ocupar el lugar de Dios en el cielo, derrocarlo de su trono: la Encarnación suscitó su revuelta, pues no quería admitir, como ya hemos dicho, la exaltación de la naturaleza humana, quería impedir a toda costa la realización de los decretos divinos. Derrotado en el cielo y precipitado a la tierra, este ángel apóstata retoma sus criminales proyectos. Busca ocupar el lugar de Dios en el mundo y destruir su reinado en las almas. Persigue la Encarnación con su odio implacable y trata por todos los medios de hacerla inútil, y redobla sus esfuerzos para impedir que el cristiano disfrute de los frutos de la Redención. Ahora bien, San Miguel, defensor de los sagrados derechos del Altísimo, vengador intrépido de la Encarnación y de la Redención, no puede permanecer inactivo en presencia de esta maquiavélica nación. ¿Acaso no es el apoyo de la humanidad caída, el defensor de la fe de todos los que creen en Jesucristo, el escudo vivo de los que quieren luchar contra el diablo para salvar sus almas? Su fuerza invencible no sólo está al servicio de la Soberana Majestad, está al servicio de todos los hijos de la Iglesia de Cristo. Miguel se levanta triunfante y hace resonar toda la tierra con aquel grito victorioso que una vez llenó la inmensidad de los cielos: ¿Quis ut Deus? ¿Quién es como Dios? En vano buscará el diablo perder al género humano con él, en vano se ufanará de arrastrarlo tras de sí como a un esclavo al que cree haber cargado ya con cadenas indisolubles: será una orgullosa presunción que se suma a tantas otras. ¡Tonto! ¿Acaso olvidas tus antiguas defecciones? ¿No contarás con el héroe inmortal que te expulsó de las cortes celestiales y que siempre te cubrirá de confusión? ¿Oyes cómo te sigue lanzando este desafío desdeñoso?: ¡Mide tus fuerzas, concentra tus tropas, entra en combate; el enemigo al que atacas no está solo, tiene por escudo al que te aplastó y cuyo valor y poder estarás obligado a reconocer en el tiempo y en la eternidad! Yo soy Miguel, el Ángel Protector de los Adoradores del Verbo. Nunca triunfaréis, en la tierra como en el cielo seréis los más débiles. Podréis arrastrar a muchas víctimas tras vosotros, pero siempre quedarán suficientes elegidos para proclamar la sabiduría de Dios en la Encarnación, para celebrar eternamente las glorias y la grandeza de Dios hecho hombre y de su Santísima Madre. Todavía te sonrojarás de vergüenza a la vista de tu extravagante orgullo y te verás constantemente obligado a adorar a pesar tuyo la infinita Majestad del Dios al que has vuelto a insultar en sus hijos adoptivos, hasta que seas de nuevo arrojado con tus secuaces al estanque de fuego y azufre que, junto con tus víctimas, te atormentará día y noche por los siglos de los siglos.



MEDITACIÓN

 

   Es una verdad incontestable que el diablo busca perdernos, lo acabamos de ver. Pero, ¿cuál es el arma que utiliza para impedirnos disfrutar de la Redención? ¿No es la tentación, es decir, la solicitación a una acción culpable, ya sea que el demonio actúe por sí mismo, o excite nuestra propia carne, o se valga de criaturas u objetos externos? Por eso nuestra vida en la tierra es una tentación continua, y por eso debemos luchar sin descanso para vencer a tantos adversarios vigilantes cuyos asaltos triunfan sin interrupción. ¿Entendemos esto? ¿Estamos convencidos de que Dios permite estas tentaciones sólo para nuestro bien y sabemos aprovecharlas? ¿Nos preparamos para resistir los ataques del enemigo, según el consejo del Espíritu Santo? ¿Estamos siempre en guardia? ¿No llevamos una vida blanda y sensual, que hace que el diablo se apodere de nosotros y embote nuestro valor? ¿Buscamos adquirir virtudes capaces de desconcertar todos los designios del tentador? ¿Siempre nos mantenemos en la desconfianza? ¿Recurrimos con frecuencia a la oración, ese gran medio que Jesucristo indicó a sus Apóstoles para alejar las tentaciones? ¿Recitamos a menudo la oración dominical, repitiendo con fervor esta hermosa petición: Et ne nos inducas in tentationem? ¿Lo repetimos cuando nos acosa la tentación? ¿Y, en ese momento, levantamos los ojos al cielo, contemplando en espíritu la recompensa eterna prometida a los vencedores? ¿Luchamos con seriedad, no nos cansamos de luchar? ¿Ocupamos nuestra mente con pensamientos serios, nos dedicamos a la lectura o a trabajos que requieren toda nuestra atención, para desviar nuestra alma del objeto de la tentación? ¿No nos desanimamos cuando tenemos la mala suerte de haber triunfado? Y si tenemos la suerte de ganar, ¿sabemos que se lo debemos sólo a Dios? ¿Le damos las gracias por ello, pidiéndole ayuda para otra ocasión? Recemos con confianza, luchemos con valor, el cielo es el premio.

  

ORACIÓN.

 

   Oh vencedor celestial de Satanás, glorioso San Miguel, nos refugiamos bajo tus alas, nos cobijamos tras tu escudo, guárdanos, protégenos contra las acometidas del enemigo de nuestra salvación, ve nuestras almas redimidas y tantas veces purificadas por la sangre de Jesucristo, ¿las dejarás caer en manos del diablo? Redobla tu solicitud para preservarlos, si es posible, y para hacerlos triunfar siempre sobre los ataques del Espíritu infernal. Se trata todavía de la gloria de Dios y del Verbo Encarnado, así que haced que Jesucristo, por vuestra intercesión, reine como dueño absoluto en la tierra, para que les conceda la gracia de reinar con él en este país que no conoce enemigos. Amén.


sábado, 14 de septiembre de 2024

MES DE SAN MIGUEL ARCÁNGEL – DÍA DECIMOCUARTO.

 



DECIMOCUARTO DÍA —14 de septiembre.

 

San Miguel, consejero y vengador del Soberano Pontífice.

 

   Cuando Nuestro Señor Jesucristo subió gloriosamente al Cielo para volver al seno de su Padre, no dejó huérfanos a sus Discípulos, sino que les dio, según la expresión de Orígenes y Tertuliano, un Padre y una Cabeza que se constituye en su Vicario en la tierra y en su Representante sensible y notorio, y que debe permanecer allí por derecho de sucesión hasta la consumación de los siglos. Esta cabeza visible de la Iglesia, que la tradición llama Papa o Sumo Pontífice, está revestida del mismo poder que Jesucristo recibió de su Padre para gobernar la Iglesia. De ahí que tenga plena jurisdicción en la sociedad de los fieles, tiene una supremacía incuestionable; de él fluye la jerarquía de poderes, da o niega el ejercicio de las funciones sagradas; en una palabra, por medio de Jesucristo, tiene poder soberano sobre los Pastores y los fieles: Pasce oves, Pasce agnos (Alimenta a las ovejas, alimenta a los corderos). A él le corresponde iluminarlos, dirigirlos, confirmarlos en la Fe: Confirma fratres tuos (Fortalece a tus hermanos). Es él quien tiene en sus manos el timón de la barca de Pedro. En él descansa la fuerza, la solidez, la fecundidad de la Iglesia. ¿Es de extrañar, entonces, que el Papado haya tenido que soportar los más terribles asaltos en todos los siglos y en todas las partes del mundo conocido? Satanás, una vez más, quiere destruir el reino de Jesucristo, está atacando furiosamente a la Iglesia, y esta Iglesia tiene una Cabeza, a la vez centro de la unidad y Doctor infalible. ¿No debe, en consecuencia, perseguir incesante y airadamente a este Pastor supremo para desbaratar más fácilmente su rebaño? Golpear al Jefe, ¿no es, de hecho, poner en fuga a un ejército? Por eso la historia de la Iglesia tiene el dolor de registrar cada año, por así decirlo, nuevas persecuciones contra el papado. Por esta razón, dice Cornelius Lapierre, los Sumos Pontífices deben vigilar de manera muy especial, porque tienen que librar una terrible y perpetua batalla contra el Príncipe de las Tinieblas. Además, Lucifer es su adversario, su enemigo acérrimo, y cuando suben a la Cátedra de Pedro, lo desafían a un duelo, se miden con él. Pero en este espantoso combate, en esta espantosa lucha, ¿estará solo el sucesor de Pedro? ¿Tendrá un Patrón, un Consejero, un Defensor, un Vengador? Ciertamente, responde San Basilio, pues Dios ha constituido a San Miguel como el Ángel guardián de la Cabeza visible de la Iglesia, y en el transcurso del tiempo se nos presenta siempre como el Protector, Consejero y Vengador del Papado. Esta es también la opinión de los comentaristas. Por lo tanto, que los Pontífices estén tranquilos, que tomen coraje y que los mismos fieles no tengan preocupaciones, San Miguel siempre ayudará al Vicario de Jesucristo con sus consejos, luchará por él y con él, lo apoyará en sus pruebas, lo hará triunfar sobre sus enemigos. Además, los Anales de la Iglesia nos proporcionan una clara prueba de ello. Es San Miguel quien libera a San Pedro de sus ataduras; es él quien ilumina y fortalece a San Clemente, San Melquíades, San León, San Gregorio VII y muchos otros; es él quien aplasta a los enemigos del Papado y bendice a sus defensores. ¿Cómo no contar aquí las numerosas e irrefutables pruebas de la existencia del papado?

 

   Citemos sólo dos hechos: San Miguel, con San Pedro y San Pablo a su lado, se aparece a Atila cuando asediaba Roma bajo el pontificado de San León Magno y pone en fuga al que era conocido como el Azote de Dios. Cuando los sarracenos amenazan los Estados de la Iglesia, el Papa León IV proclama que ha obtenido una rotunda victoria sobre ellos por el brazo de San Miguel. Varias cartas papales nos muestran la confianza que los Papas, desde San Pedro hasta León XIII, han tenido siempre en San Miguel, al que llaman su Patrón, y el celo que han mostrado al invocarlo y hacerlo invocar para obtener por su intercesión la luz y el valor que necesitaban en el gobierno de la Iglesia. Allí donde los Sumos Pontífices han fijado su morada, también han erigido un templo u oratorio a su Protector celestial. Por eso, en Roma hay muchas iglesias y capillas dedicadas a San Miguel. Y un famoso Papa hizo representar a este Santo Arcángel sosteniendo en sus manos el timón de la barca de Pedro e hizo grabar debajo estas palabras: San Miguel, sé mi Protector y Defensor como lo fuiste de todos los que me precedieron en la Cátedra de Pedro.

  

MEDITACIÓN.

 

   El Sumo Pontífice es la cabeza visible de la Iglesia, el sucesor de Pedro; como él, tiene el poder de atar y desatar, y sostiene el edificio y el espíritu de toda la cristiandad. ¿Es así como consideramos al Papa? ¿Lo consideramos como la base, el fundamento de la Iglesia, como el Jefe, el director y el juez de los Pastores y de los fieles? ¿Lo respetamos como aquel de quien proviene la jurisdicción de todos los Ministros de la Iglesia y por quien reciben el poder de ejercer las funciones de su Orden? ¿Recordamos que Jesucristo le prometió la asistencia continua del Espíritu Santo para gobernar la sociedad de los cristianos y enseñar la verdad? ¿Lo consideramos el Representante de Jesucristo y el principio de la unidad de la Iglesia? ¿Admitimos que sus derechos, sus poderes y su autoridad se extienden no sólo por toda la tierra, sino también por el purgatorio y el cielo? ¿Confesamos que cuando habla como Doctor universal, definiendo ex Cathedra, es decir, en virtud del poder supremo dado a Pedro y a sus sucesores para enseñar a la Iglesia, es infalible para decidir las controversias de fe y de moral? En una palabra, ¿reconocemos esta autoridad suprema de la que está investido? ¿Nos sometemos a sus decisiones sin dudar, seguimos fielmente sus opiniones y consejos? ¿No los discutimos, no los acusamos de exageración o moderación, no los acusamos de inoportunidad? Sin embargo, por muy inteligentes que seamos, por mucho que conozcamos las necesidades de la Iglesia (aunque fueran, imposiblemente, superiores a las del Sumo Pontífice), recordemos que no hemos recibido del Cielo la misión de gobernar la Iglesia, de evaluar sus necesidades, y que no tenemos ni tendremos nunca la asistencia del Espíritu Santo para resolver estas cuestiones. Por lo tanto, sólo tenemos que recibir y observar, por amor a nuestro Divino Salvador, los mandatos del Vicario de Jesucristo, su presente en la tierra.

 

 

ORACIÓN.

 

   Oh San Miguel, en la hora en que el Soberano Pontífice está siendo atacado por los embates y asechanzas de tus adversarios, vela por él de manera especial, fortalécelo, consuélalo y véngalo de nuevo; vela también por todos los que queremos ser sus hijos devotos; Obtén de Jesús y María luz para los que se han desviado de este centro de unidad, para que todos nosotros, Pastor y rebaño, habiendo sido firmes en la fe y valiente en la lucha, podamos por los méritos de Jesucristo llegar felizmente al puerto de la salvación. Amén.

 


viernes, 13 de septiembre de 2024

MES DE SAN MIGUEL ARCÁNGEL – DÍA DECIMOTERCERO.

 



DECIMOTERCER DÍA —13 de septiembre.

 

San Miguel, patrón y defensor de la Iglesia de Jesucristo.

 

   La Iglesia de Jesucristo, nos dicen los autores más estimados, existe desde Adán, practicando la creencia y observancia de la ley natural, la ley no escrita y la ley revelada a Moisés. Es decir, la revelación hecha a Adán, las promesas anunciadas a los Patriarcas y los preceptos del Decálogo. Desde el comienzo del mundo terrestre San Miguel se presenta como el delegado supremo de Dios. Bajo la ley mosaica es reconocido y venerado como el Ángel del pueblo judío y Patrón de la Sinagoga. Los textos del Antiguo Testamento así lo establecen irrefutablemente. Ya a día de hoy los judíos reconocen a San Miguel como su patrón y sus plegarias solemnes se terminan con esta invocación: San Miguel, príncipe de la misericordia, ruega por el pueblo de Israel, para que reine en los cielos y se siente a la luz que emana de la cara del Rey sobre el trono del perdón. Pero la sombra desapareció cuando el Sol de Justicia se elevó sobre la tierra y la clarificó con sus rayos divinos. La ley de la gracia reemplaza a la ley del miedo, la Iglesia de Cristo sucede a la Sinagoga. ¿Ha cambiado o disminuido esta divina sustitución el papel de San Miguel? ¿Su sublime misión ha concluido? Al contrario -responde el Cardenal Pie- la acción de San Miguel en la Iglesia es grandísima, e inmenso su crédito. Él está, según San Bernardo, constituido Patrón y Ángel de la Guarda de la nueva familia del Salvador. Ha sido constituido -nos recuerda Corneille Lapierre- presidente, príncipe y comandante de la Iglesia de Cristo. Es decir, que no solo es su Patrón, sino que la preside, dirige y gobierna en nombre de su cabeza divina, es su Príncipe como lo es de la Milicia Celestial. Sin duda -añade Mons. Germain-, es Jesucristo quien dirige la Iglesia y El Espíritu Santo quien la vivifica, pero San Miguel es su brazo, el ejecutor de sus triunfos: Operarius victoriae Dei (Trabajador de la victoria de Dios). ¿Quieres saber la razón de este asombroso poder de San Miguel? Escucha a San Gregorio: “La rabia de Satanás no ha hecho sino aumentar tras la venida del Mesías, el establecimiento de la Iglesia Católica la revuelve todavía más que la propia Encarnación, y la intervención de San Miguel ha resultado así más necesaria, y su papel más importante que nunca.” Por otra parte, San Juan nos pinta esta furia de Lucifer contra la Iglesia en este versículo del Apocalipsis: “El Dragón, irritado contra la mujer -es decir, María, a la que persiguió como a su Adorable Hijo, el fundador de la Iglesia-, guerreará contra los otros hijos que guardan los mandamientos de Dios y permanecen en la confesión de Jesucristo” -en otras palabras, los hijos que Jesucristo entrega a su Santísima Madre al pie de la Cruz y que componen la Iglesia o asamblea de los fieles-. ¿No se ve en estas palabras la inmensa rabia de Satanás contra la Iglesia Católica? Los comentaristas del Apocalipsis, y, en particular, el Venerable Holzhauser y Hugo de San Víctor, nos dicen que, en aquellas palabras y las que las siguen, San Juan revela el papel preponderante asigna a San Miguel en el gobierno, desarrollo y exaltación de la Santa Iglesia. Satanás no se afana solo contra Jesucristo, sino contra todos aquellos que abrazan su santa religión, ataca a la Iglesia en todos los puntos de su fe, pelea contra cada uno de sus miembros individualmente, el universo entero tiene miedo de su odio implacable, y, en este nuevo y terrible combate, si no queda todo reducido a un montón de ruinas es porque el Maligno se topa con el brazo vengador de su Vencedor, el cual despliega un celo y actividad crecientes en proporción a la gravedad de la agresión, celo y actividad siempre eficacísimos, gracias al poderío del que se encuentra investido y del que sabe servirse maravillosamente para procurar a la Iglesia unas deslumbrantes victorias cuando el enemigo ya se regocija en la ilusión de haber acabado por fin con ella.

 

   No lloréis, pues, hijos de la Iglesia, San Miguel está con vosotros, que os tema el enemigo a vosotros más bien. ¿No iréis a ser vosotros los llamados hombres de poca fe? Repetíos a vosotros mismos que este Primado de los Ángeles precipita y ata a los abismos al Dragón infernal y sustrae de su seducción a las naciones y los fieles que respetan la autoridad de la Iglesia. Descenderá del Cielo, recorrerá la tierra con sus legiones, desmantelará los pérfidos complots de los enemigos del pueblo fiel de Cristo, derribará los tronos, hará temblar los pueblos, devolverá a las ovejas descarriadas al redil e inaugurará una era de paz y prosperidad para la Santa Iglesia.

Nada -dice Bossuet-, nada de sorprendente hay en este trastrocamiento de todas las cosas bajo los pies del Príncipe de la Milicia Celestial, pues este Arcángel pone un freno a la perversidad de los demonios y los mercaderes para liberar a la Iglesia de Cristo. No hay lugar a dudas -continúa- en reconocer a San Miguel como protector de la Iglesia, como ya lo hacía el pueblo antiguo, desde los testimonios de Daniel a los de San Juan. Si el Dragón y sus Ángeles caídos combaten contra la Iglesia, no hace falta mencionar que es San Miguel quien la defiende. Por demás, desde los tiempos apostólicos hasta nuestros días es creencia universal que San Miguel es Patrón y Defensor de la Iglesia Católica. He aquí por qué en todos los siglos los Sumos Pontífices han recomendado la devoción a San Miguel, han celebrado su fiesta con la máxima solemnidad en Roma y toda Italia y en todos los países que lo han deseado y han hecho a esta ser precedida de un Triduo y una Novena solemnes. Más aún, Pío IX designó cada año para el Cardenal Vicario un Invicto-Sacro para pedir a los fieles que conjuraran con el mayor de los fervores a San Miguel Arcángel para que viniera en ayuda de los cristianos e hiciera triunfar a la Iglesia. Por último, León XIII ordenó, con el mismo objetivo, a todos los sacerdotes que recitaran cada día tras el Augusto Sacrificio de la Misa una oración especial en honor de San Miguel. Roguémosle, por tanto, roguémosle con confianza, no hay ninguna duda de que la victoria está próxima. ¡San Miguel, auxílianos!


  

MEDITACIÓN

 

   Cuando Jesucristo fundó su Iglesia, le dijo a sus Apóstoles: “Me ha sido dado todo el poder sobre el Cielo y la Tierra. Como mi Padre me ha enviado, así os envío Yo a vosotros. Id y predicad a todas las naciones, que Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin de los siglos. Aquel que os escuche, me escucha a Mí; y aquel que os rechace me rechaza a Mí, y aquel que me rechaza a Mí rechaza a Aquel que me ha enviado.” Ante unas afirmaciones tan claras, tan formales, ¿quién podría tener la sangre fría de desobedecer a la Iglesia, de sustraerse de sus leyes?

 

   Sin embargo; es esto lo que presenciamos cada día. Que los hombres, en efecto, se rebelan contra la Iglesia y la persiguen encarnizadamente. Sin duda, no pertenecemos nosotros a ese grupo, reprobamos esa conducta, pero ¿podemos testificar que nuestra obediencia a la Iglesia es irreprochable? Reconocemos firmemente que es la depositaria y el órgano de interpretación infalible de la Verdad, pero ¿confesamos esto en la práctica? La Iglesia es nuestra madre, ¿la obedecemos con un temor filial? ¿Nunca discutimos sus prescripciones? ¿No tenemos la temeridad discernir algunas cosas por nosotros mismos y de dividir nuestra sumisión en algunas circunstancias o rechazarla directamente en otras? ¿No somos a veces proclives a aquellos que rechazan admitir la autoridad de la Iglesia y, como dice Santiago, caer por un pecado en todos? ¡Qué injuria lanzamos así contra Jesucristo! ¡Qué ingratitud hacia este supremo Salvador! Al no escuchar a la Iglesia, no lo perdamos nunca de vista, despreciamos al propio Jesucristo, sus derechos sobre nosotros, sus buenas obras y sus promesas, su sangre y su adopción. Y, así, este desprecio asciende hasta el trono del mismo Dios nuestro Padre. Qui vos spernit, spernit eum qui missit me (Quien a vosotros rechaza, rechaza al que me envió) Observemos pues puntualmente todos los mandamientos, todas las decisiones de la Santa Iglesia, si amamos a Jesucristo y queremos tomar parte en su herencia.

 

 

ORACIÓN

 

   Oh San Miguel, con qué alegría y confianza te saludamos como Príncipe y Patrón de la Iglesia Católica. Ya que una vez tu brazo victorioso disipado a sus enemigos, muéstrate ahora que la persecución es terrible, conjura a Jesús y María para que se apresuren en su triunfo, y, entretanto, devuelve al redil a las ovejas descarriadas, dígnate pedir a Dios, para todos aquellos que imploran tu protección, la gracia de la obediencia fiel a nuestra Madre la Santa Madre Iglesia y de la consolación en el Sagrado Corazón de Jesús para que podamos tener la felicidad de regocijarnos con Él en la Iglesia triunfante. Amén.