Habla el Amado.
Sobre
todo, con humildad profunda de corazón, con suma reverencia, con fe firme y
recta intención de honrar a Dios debe el sacerdote del Altísimo acercarse a
celebrar, tocar y recibir este sacramento adorable.
Atentamente
examina tu conciencia, y en lo posible purifícala de toda mancha con la
contrición verdadera y humilde confesión, de modo que no tengas o no sientas
nada grave que te remuerda e impida que tranquilo te acerques.
Detesta
todos tus pecados en general, y en particular duélete y llora las faltas de
cada día, y, si el tiempo lo permite, en el secreto de tu corazón confiésale a
Dios todas las miserias de tus pasiones.
Duélete y llora de ser todavía tan carnal y
mundano, de pasiones tan inmortificadas, y tan agitado por las rebeliones de la
concupiscencia; de guardar tan mal los sentidos externos, de tener la mente
ocupada tan a menudo en varias y frívolas imaginaciones; de ser tan inclinado a
las cosas exteriores, y tan indiferente para las interiores; tan blando para la
risa y la disipación, y tan duro para las lágrimas y la compunción; tan pronto
a seguir lo más laxo y cómodo para el cuerpo, y tan tardo para el fervor y el
rigor; tan curioso para oír novedades y admirar bellezas, y tan renuente para
abrazar la humildad y la pobreza; tan codicioso de abundancia, tan parco para
dar, y tan tenaz para retener; tan imprudente para hablar, y tan fácil para
romper el silencio; tan desordenado en las costumbres, y tan importuno en las
acciones; tan inmoderado en la comida, y tan sordo a la palabra de Dios; tan
pronto para descansar, y tan lento para ir a trabajar; tan despierto para la
charla, y tan soñoliento para las vigilias santas; tan impaciente por acabar, y
tan distraído para orar; tan descuidado en el rezo del oficio, tan tibio para
celebrar, y tan árido al comulgar; tan fácilmente disipado, y tan pocas veces
bien recogido; tan pronto para irritarte, y tan fácil para disgustar al otro;
tan inclinado a juzgar, y tan duro para reprender; tan alegre en la
prosperidad, y tan decaído en la adversidad; tan proponedor de mucho y bueno, y
tan cumplidor de poca cosa.
Confesadas y lloradas estas y otras parecidas
faltas con gran dolor y arrepentimiento de tu fragilidad, haz firme propósito
de perseverar en la enmienda de tu vida y en el progreso en la virtud.
Ofrécete después en holocausto eterno sobre
el altar de tu corazón con plena renuncia y voluntad sincera, para gloria mía,
entregándome fielmente tu alma y tu cuerpo, para que así te hagas digno de
acercarte a ofrecer a Dios el santo sacrificio y recibir mi cuerpo para tu
eterna salvación.
Porque
no hay sacrificio más meritorio, ni satisfacción más cumplida para borrar los
pecados que el sacrificio sincero y entero de sí mismo ofrecido a Dios en la
misa y en la comunión juntamente con el cuerpo de Cristo.
Si el
hombre hiciere lo que está en su mano y de veras se arrepiente, “vivo yo, que siempre que a pedir perdón y clemencia se
me acercare, todos sus pecados le perdonaré, y no más los recordaré” (Ez 33,
2).
“LA
IMITACIÓN DE CRISTO”