Discípulo.
—Aún no acabo de convencerme de que haya fieles que procedan de esta manera.
Maestro.
—Pues es muy posible. El demonio para quien la Comunión mal hecha es de sumo
agrado, se ingenia para inducir a sus servidores a que comulguen sacrílegamente.
Discípulo. — ¿También el demonio se mete en esto?
Maestro. — ¡Ya lo creo, y de qué manera! Se mete
particularmente por tres razones:
1) El demonio siente un odio terrible
contra Jesucristo, y como sabe que la Comunión es la satisfacción más grande
que se le da, busca por todos los medios la manera de convertirle este placer
en la mayor de las amarguras.
2) El
demonio odia terriblemente los Sacramentos, y sabiendo que la Comunión es el
más augusto de ellos, busca por todos los medios la manera de hacerla
despreciar y pisotear, comulgando mal.
3) Él
sabe que los cristianos, cuando comulgan, provocan la envidia de los mismos
ángeles, y procura por todos los medios envenenar a estas almas y envilecerlas,
mediante la Comunión sacrílega.
Discípulo.
— Entonces, ¿el demonio ríe cuando se comulga sacrílegamente?
Maestro.
— Sí, el demonio ríe y celebra gran fiesta, porque ve a Jesús lacerado, y
traicionada su sangre por nuevos Judas que, con la Comunión, repiten el beso de
la traición. Por esto se llama a la Comunión sacrílega muecas de Satanás.
Discípulo.
—Horrible cosa, por cierto... Por mi parte, jamás quiero que Satanás se ría con
una Comunión mal hecha. ¡Antes morir!
Maestro. — ¡Oh!,
sí, antes la muerte, como hicieron tantos millones de mártires, que prefirieron
dejarse matar antes que sacrificar a los ídolos y renegar de su fe.
En
la última guerra de España, los rojos enemigos declarados de Dios y de la
religión, sorprendieron a un muchacho de once años, llamado José, cuando
llevaba la Comunión a los enfermos; le detuvieron, le arrebataron de las manos
la copita de plata que encerraba las hostias consagradas, y, abriéndolas, le
dijeron:
— ¡Vaya, tú eres amigo de
curas...! Escupe sobre esto y di: ¡Muera Jesucristo! El niño, temblando de
miedo, pero firme en su convencimiento cristiano, respondió:
—
¡Jamás! Antes, por el contrario, yo diré siempre: ¡Viva Jesucristo! Y, adorando
respetuosamente las Sagradas Formas, las besó con la más santa efusión de su
amor.
— ¡Borrico! —gritaron los rojos; y de una puñalada le atravesaron la
garganta.
El
pequeño mártir, bañado en sangre, que a borbotones manaba de la herida, quedó
postrado en tierra y, en este estado, hizo grandes esfuerzos para besar desde
allí la Sagrada Hostia, y murió. Había distribuido en pocos meses más de mil
quinientas Comuniones.
Discípulo.
— Muerte envidiable, por cierto, ¡qué
feliz me sentiría si pudiera yo hacer otro tanto! Y ahora, dígame, Padre:
Si el demonio se afana en inducir a los cristianos a que comulguen sacrílegamente,
es prueba de que estas Comuniones ocasionan un gran mal.
Maestro.
—Un mal enorme, el mayor de todos los males; por esto también se llama traición
de Judas a la comunión sacrílega.
Discípulo.
— Padre, explíqueme cómo debo comulgar,
para evitar el peligro de hacer una mala Comunión.
Maestro.
—
Con mucho gusto lo haré, ya que, si es importante el confesarse bien, lo es
todavía más el hacer una buena Comunión, por ser el más augusto y el más noble
de los Sacramentos.
Discípulo.
—
Primero, dígame, Padre: ¿Es verdad que
hay cristianos que comulgan mal?
Maestro.
—
Y tan verdad... Más bien, es cosa tan cierta, y hace derramar lágrimas, que
algunos, por falta de fe o de amor y de temor de Dios, o por indiferencia y por
maldad, comulgan mal y cometen así verdaderos sacrilegios.
Discípulo.
—
¿Posible, Padre? Me cuesta creerlo.
Maestro.
—
Pues créelo, porque es una triste realidad. Sí, entre los cristianos hay
quienes a ello se atreven, por indiferencia, por mala fe. ¡Pobres almas,
desgraciadas almas, que así pisotean a Jesucristo en su cuerpo, en su alma y
divinidad!
Discípulo.
— ¿Y quiénes son?
Maestro.
—
Todos los que se acercan a comulgar sabiendo que están en pecado mortal. En
esto no hay excusa que valga; ninguna conciliación, ninguna tolerancia, nada
que disminuya la malicia del horrible sacrilegio que se comete.
Nadie está obligado a
comulgar a la fuerza; el que no quiera creer, el que no quiera desechar el
pecado, que no comulgue.
Discípulo: ¿Por
qué tratar tan mal a Jesucristo y martirizarlo con tanta crueldad?
En las Actas de los Mártires,
se lee que ciertos emperadores eran tan crueles que, para atormentar más a los
cristianos e inducirlos a renegar de su fe, les metían en casos de cuero llenos
de serpientes, de escorpiones y de víboras, y les obligaban a morir víctimas de
las mordeduras de estos sucios animales.
Se
cuenta de otros, más crueles todavía, que ataban a los cristianos junto con los
cadáveres putrefactos cara con cara, brazos con brazos, pecho con pecho, y les
obligaban a morir al contacto de estos cadáveres corrompidos, y llenos de
gusanos.
Pues
bien, el que comulga sacrílegamente se porta lo mismo con Jesucristo, porque le
obliga a morar en su corazón en compañía del demonio; le obliga a sentir el
hedor de un alma muerta a la gracia por el pecado.
Discípulo.
—
Cosas son éstas, Padre, que hacen estremecer, y en la que nunca hubiera creído.
Maestro.
—
Pues bien, piensa seriamente en ellas, y afiánzate en el propósito de no
acercarte nunca indignamente, por ningún motivo del mundo, a la Sagrada
Comunión.
Se
cuenta que el emperador Carlos Magno, al acercársele un día un general de su
ejército en estado de embriaguez, para saludarlo, le dijo con indignación:
—
Aléjate de aquí, que das asco.
El general sintió tanto
este reproche que juró no embriagarse más y cumplió su palabra.
Pues
bien, Jesucristo podría decir otro tanto de cada uno de los que se presentan a
recibir indignamente la Sagrada Comunión, pues sino lo dice con los labios, lo
deja sentir en el corazón de estos desgraciados que no se convierten porque han
contraído la costumbre de comulgar mal o porque se ha extinguido en ellos, en
su corazón, el don de la fe.
“COMULGAD
BIEN”
Presbítero.
José Luis Chiavarino
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