miércoles, 9 de noviembre de 2016

Los curas (parte IV y final)




Los malos curas.

  Ya estamos esperando esta objeción a que se agarran como a un clavo ardiendo los enemigos de la Iglesia.

   — ¿Cómo entonces —dicen— y siendo la misión del cura tan augusta y tan necesaria, permite Dios que existan malos curas, y cómo, dado que lo permite, no adolecen de vicio de nulidad todos los actos que como tales curas realizan?

   Respecto al primer punto, diremos que la existencia de los malos curas que no son, ni mucho menos, tantos como la impiedad supone, sino muy pocos en comparación de la totalidad de la clase sacerdotal, diremos que Jesucristo escogió sus Apóstoles entre los hombres, para que su flaqueza de tales les hiciera tener conmiseración de las flaquezas de los demás hombres, y para que éstos tuvieran menos vergüenza al manifestar sus debilidades a seres tan expuestos como ellos a incurrir en el enojo de Dios. Pudo haber escogido ángeles, pero en este caso, ¿qué hombre se hubiera atrevido a poner ante la vista de esos seres celestiales e inmaculados, sus grandes y abyectas miserias?

   Y si aun tratándose de hombres, el criminal experimenta un gran temor a relatar sus delitos a un hombre honrado y sólo tiene confianza en manifestarse tal y como es, a otros criminales como él, ¿qué sucedería si hubiese de declarar sus malos hechos a seres sobrenaturales e impecables?

   La Sagrada Escritura en el libro del Génesis, trae acerca de este punto un ejemplo admirable. Caín, envidioso de las virtudes de su hermano Abel, le mató traidoramente. Y no dice el libro santo que se ocultara de su padre Adán ni de su madre Eva, no obstante el temor que debía tenerles; trató de ocultarse de la vista de Dios, porque  comprendió perfectamente el horror y la indignación que tan abominable crimen habría de causar en el Supremo Hacedor, exento de todo pecado.

   Es, pues, efecto de una gran misericordia de Dios, que su elección para enseñar su doctrina y administrar las medicinas espirituales que los hombres necesitan para curar las dolencias de su alma, recayera en hombres flacos, cuyos pecados parece como que se complace en publicar para dar más confianza a los hombres pecadores.

   Pedro, el príncipe de los Apóstoles y la piedra fundamental de su Iglesia, le negó tres veces; Tomás no creyó en su resurrección hasta que tuvo de ella pruebas tan materiales como las de tocar con sus manos las heridas hechas por los clavos de la crucifixión en las sagradas extremidades del Salvador del mundo y meter sus dedos en la llaga abierta en su divino costado. Todos los Apóstoles cometieron el acto punible de la deserción, huyendo a la desbandada cuando los sicarios de los príncipes de la sinagoga fueron a prender a nuestro Redentor, ¿guiados por quién? por Judas, uno de los doce Apóstoles.

   Más todavía: pudo, ya que su elección recayó en hombres, escoger a gente principal y calificada para la misión de publicar por el mundo la buena nueva, y en vez de esto buscó, no sólo a los más humildes, sino algunos de oficio tan mal reputado, como San Mateo, publicano y alcabalero.

   Existen, sí, por desgracia malos sacerdotes; más para la debida distinción conviene clasificarlos en dos categorías o clases, a saber: una, las de los sacerdotes que obran mal y enseñan el bien, y otra, en los que su mala conducta va aparejada con sus perversas doctrinas. Pero, caso singular: mientras los primeros son objeto de la aversión y de las censuras de los enemigos de la Iglesia y sus flaquezas son exageradas con escándalo farisaico, los segundos son objeto de admiración y de los más entusiastas elogios de parte de esos escrupulosos puritanos.


   Que un sacerdote caiga en un pecado de sensualidad, o movido por la codicia se apodere del bien ajeno, o cegado por la ira ponga las manos airadamente sobre sus semejantes, pero que no apostate de la verdadera fe y siga enseñando con sus palabras la buena doctrina, y aun procure ocultar sus vicios para producir el menor escándalo posible. Ensordecedor es el griterío con que los periódicos sectarios, y aun los que blasonan de moderados, levantan contra esos hechos, realmente abominables y dignos de censura. Pero no paran ahí esos singulares defensores de la pureza de costumbres en el clero, sino que, tomando pie de un hecho puramente individual, manifiestan que no es oro todo lo que reluce en su indignación, pues a renglón seguido insinúan que toda la clase sacerdotal debe ser responsable de las faltas o delitos de alguno o de algunos de sus individuos.

   Pero que ese sacerdote indigno por sus vicios, añada a ellos la apostasía o, sin llegar a ese extremo, rompa con la disciplina de la Iglesia y se rebele contra su Prelado, o en lugar de entregarse a la sensualidad clandestinamente, se case civilmente. ¡Ah! Entonces ese mal sacerdote es una víctima de la tiranía clerical, un espíritu superior que rompe contra las supersticiones que tenían ahogado su privilegiado ingenio; un héroe que merece estatua y todas las demás muestras de la veneración del mundo.

   Tomemos algunos ejemplos Lutero, (un hereje) para quien tienen reservadas sus más exageradas alabanzas esos timoratos (lo enemigos del clero) que se muestran escandalizados por las flaquezas de un cura que no se ha separado en los puntos de fe y en la observancia externa de sus deberes de los preceptos de la Iglesia; testigo Giordano Bruno, al que erigen estatuas y le dan los honores de mártir todos los enemigos de la Iglesia, que relampaguean y truenan contra el más mínimo desliz clerical. Por último, los tristes y célebres curas de periódicos sectarios y fautores de toda clase de escándalos, a quienes abre éstos sus columnas para que desde ellas vomiten todo género de soeces invectivas y groseras calumnias contra los ministros dignos de la Iglesia de Dios.

   ¡Los malos sacerdotes! Harto llora la Iglesia sus extravíos; harto hace para reprimirlos y volverlos al sendero del bien; pero muchas veces sus esfuerzos resultan estériles por el apoyo que esos ministros indignos encuentran entre los que, blasonando de querer regenerar—palabra muy en moda—al clero, prestan a todos aquellos malos curas, que a sus flaquezas unen la rebelión contra la Iglesia, o niegan en redondo todas las verdades de la fe.


“Apostolado de la Prensa”


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