Los malos curas.
Ya estamos esperando esta objeción a que se agarran
como a un clavo ardiendo los enemigos de la Iglesia.
— ¿Cómo
entonces —dicen— y siendo la misión del cura tan augusta y tan necesaria,
permite Dios que existan malos curas, y cómo, dado que lo permite, no adolecen
de vicio de nulidad todos los actos que como tales curas realizan?
Respecto al primer punto, diremos que la
existencia de los malos curas que no son, ni mucho menos, tantos como la
impiedad supone, sino muy pocos en comparación de la totalidad de la clase sacerdotal,
diremos que Jesucristo escogió sus Apóstoles entre los hombres, para que su
flaqueza de tales les hiciera tener conmiseración de las flaquezas de los demás
hombres, y para que éstos tuvieran menos vergüenza al manifestar sus debilidades
a seres tan expuestos como ellos a incurrir en el enojo de Dios. Pudo haber
escogido ángeles, pero en este caso, ¿qué
hombre se hubiera atrevido a poner ante la vista de esos seres celestiales e
inmaculados, sus grandes y abyectas miserias?
Y si aun tratándose de hombres, el criminal
experimenta un gran temor a relatar sus delitos a un hombre honrado y sólo tiene
confianza en manifestarse tal y como es, a otros criminales como él, ¿qué sucedería si hubiese de declarar sus
malos hechos a seres sobrenaturales e impecables?
La
Sagrada Escritura en el libro del Génesis, trae acerca de este punto un ejemplo
admirable. Caín, envidioso de las virtudes de su hermano Abel, le mató traidoramente.
Y no dice el libro santo que se ocultara de su padre Adán ni de su madre Eva,
no obstante el temor que debía tenerles; trató de ocultarse de la vista de
Dios, porque comprendió perfectamente el
horror y la indignación que tan abominable crimen habría de causar en el
Supremo Hacedor, exento de todo pecado.
Es, pues, efecto de una gran misericordia de Dios, que su
elección para enseñar su doctrina y administrar las medicinas espirituales que
los hombres necesitan para curar las dolencias de su alma, recayera en hombres
flacos, cuyos pecados parece como que se complace en publicar para dar más
confianza a los hombres pecadores.
Pedro,
el príncipe de los Apóstoles y la piedra fundamental de su Iglesia, le negó
tres veces; Tomás no creyó en su resurrección hasta que tuvo de ella pruebas tan
materiales como las de tocar con sus manos las heridas hechas por los clavos de
la crucifixión en las sagradas extremidades del Salvador del mundo y meter sus
dedos en la llaga abierta en su divino costado. Todos los Apóstoles cometieron
el acto punible de la deserción, huyendo a la desbandada cuando los sicarios de
los príncipes de la sinagoga fueron a prender a nuestro Redentor, ¿guiados por quién? por Judas, uno de los doce Apóstoles.
Más
todavía: pudo, ya que su elección recayó en hombres, escoger a gente principal
y calificada para la misión de publicar por el mundo la buena nueva, y en vez
de esto buscó, no sólo a los más humildes, sino algunos de oficio tan mal
reputado, como San Mateo, publicano y alcabalero.
Existen, sí, por desgracia malos sacerdotes;
más para la debida distinción conviene clasificarlos en dos categorías o
clases, a saber: una, las de los sacerdotes que obran mal y enseñan el
bien, y otra, en los que su mala conducta va aparejada con sus
perversas doctrinas. Pero,
caso singular: mientras los primeros son objeto de la aversión y de las
censuras de los enemigos de la Iglesia y sus flaquezas son exageradas con
escándalo farisaico, los segundos son objeto de admiración y de los más
entusiastas elogios de parte de esos escrupulosos puritanos.
Que un sacerdote caiga en un pecado de
sensualidad, o movido por la codicia se apodere del bien ajeno, o cegado por la
ira ponga las manos airadamente sobre sus semejantes, pero que no apostate de
la verdadera fe y siga enseñando con sus palabras la buena doctrina, y aun
procure ocultar sus vicios para producir el menor escándalo posible. Ensordecedor
es el griterío con que los periódicos sectarios, y aun los que blasonan de
moderados, levantan contra esos hechos, realmente abominables y dignos de
censura. Pero no paran ahí esos
singulares defensores de la pureza de costumbres en el clero, sino que, tomando
pie de un hecho puramente individual, manifiestan que no es oro todo lo que
reluce en su indignación, pues a renglón seguido insinúan que toda la clase
sacerdotal debe ser responsable de las faltas o delitos de alguno o de algunos
de sus individuos.
Pero que ese sacerdote indigno por sus
vicios, añada a ellos la apostasía o, sin llegar a ese extremo, rompa con la
disciplina de la Iglesia y se rebele contra su Prelado, o en lugar de
entregarse a la sensualidad clandestinamente, se case civilmente. ¡Ah! Entonces ese mal sacerdote es una víctima de la tiranía clerical, un
espíritu superior que rompe contra las supersticiones que tenían ahogado su
privilegiado ingenio; un héroe que merece estatua y todas las demás muestras de
la veneración del mundo.
Tomemos algunos ejemplos Lutero,
(un hereje) para quien tienen
reservadas sus más exageradas alabanzas esos timoratos (lo enemigos del clero) que se muestran escandalizados por las
flaquezas de un cura que no se ha separado en los puntos de fe y en la observancia
externa de sus deberes de los preceptos de la Iglesia; testigo Giordano Bruno,
al que erigen estatuas y le dan los honores de mártir todos los enemigos de la
Iglesia, que relampaguean y truenan contra el más mínimo desliz clerical. Por
último, los tristes y célebres curas de periódicos sectarios y fautores de toda
clase de escándalos, a quienes abre éstos sus columnas para que desde ellas
vomiten todo género de soeces invectivas y groseras calumnias contra los
ministros dignos de la Iglesia de Dios.
¡Los
malos sacerdotes! Harto llora la Iglesia sus extravíos; harto hace para
reprimirlos y volverlos al sendero del bien; pero muchas veces sus esfuerzos
resultan estériles por el apoyo que esos ministros indignos encuentran entre
los que, blasonando de querer regenerar—palabra muy en moda—al clero, prestan a
todos aquellos malos curas, que a sus flaquezas unen la rebelión contra la
Iglesia, o niegan en redondo todas las verdades de la fe.
“Apostolado
de la Prensa”
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