CAPÍTULO VII.
Cuán desnuda de amor propio debe presentarse el alma delante de
Dios.
Debes, hijo mío, empezar poco a poco y con
suavidad, confiando enteramente en el Señor que te llama y dice: Venid a mí todos los que estáis trabajados,
y yo os recrearé. Todos h s que tenéis sed, venid a la fuente. (Mateo, XI, 28.
— Isaías, LV, 1). Deberás seguir siempre este movimiento y vocación divina, esperando con ella el
impulso del Espíritu Santo, para que resueltamente puedas arrojarte en el mar de la Providencia divina y del eterno beneplácito, pidiendo que este se
haga y cumpla enteramente en tí;
pues de esta suerte serás llevado de
las poderosas ondas de la divina
misericordia, sin que tú puedas resistirlas, al puerto de tu particular perfección y salud. Ejecutado este acto que procurarás repetir muchas veces al día, has de trabajar con cuanta seguridad te fuere posible, así interior
como exteriormente, en llegarte con todas las potencias de tu alma a las cosas
que te excitan y mueven, y hacen a Dios loable, amable y deseable. Pero todos estos actos se han de hacer sin
alguna fuerza o violencia de tu corazón: porque si fuesen importunos é indiscretos
podrían debilitarlo, y por ventura endurecerlo, dejándolo inhábil para otros ejercicios.
Toma el consejo de los que son prácticos y
experimentados, y procura acostumbrar dulcemente tu espíritu a que no piense en
otra cosa que en la bondad, amor y beneficios de Dios con sus criaturas, y a
que se sustente y recree con el delicioso maná que la frecuencia de esta meditación
hará llover en tu alma con dulzuras inefables.
Guárdate de procurar por fuerza las
lágrimas y sentimientos de devoción, y sea tu principal cuidado estar tranquilo
en esta soledad interior, esperando que en tí se cumpla la voluntad de Dios; pues
cuando su divina Majestad te concediere estas lágrimas, entonces serán dulces,
humildes, amorosas y tranquilas, sin alguna industria o diligencia tuya; y
conociendo tú por estas señales el origen de donde nacen, las recibirás como
rocío del cielo con suavidad y serenidad, y sobre todo con reverencia y
profundísima humildad.
La llave con que se abren los más secretos tesoros
espirituales, es saber negarle a tí mismo en todos tiempos y en todas las cosas;
y con esta misma llave se cierra la puerta al desabrimiento y sequedad del alma,
cuando procede de culpa nuestra; porque cuando procede de Dios, se junta con los
demás tesoros del alma. Deléitale siempre
de estar con María santísima a los pies de Jesucristo, y escucha con atención
lo que el Señor te dice. Procura que tus enemigos, de los cuales tú eres el mayor y
más peligroso, no te impidan en este santo silencio, y advierte
que cuando buscas a Dios con tu entendimiento para descansar y reposar en él
como en tu centro, no debes formar término ni comparación con tu débil y corta
imaginativa, porque sin alguna comparación es infinito, y en todas partes se
halla, y todas las cosas están en él. Tú
mismo lo hallarás dentro de tu alma todas las veces que lo busques en verdad;
esto es, todas las veces que lo busques para hallarlo, más no para hallarte a tí
mismo; porque sus delicias son estar y morar con los hijos de los hombres
(Prov, VIII) para hacerlos dignos de sí, bien que no tenga alguna necesidad de nosotros.
En las meditaciones no te ciñas ni le ates jamás
a algunos puntos, de manera que no quieras meditar otros fuera de los que te
has propuesto: mas donde hallares quietud y reposo, procura detenerte y goza
del Señor en cualquiera paso en que quiera comunicarse a tu alma; y aunque
omitas y dejes lo que tenías premeditado y te habías propuesto, no formes algún
escrúpulo; porque todo el fin de estos ejercicios es gustar y gozar del Señor,
bien que con intención de no buscar como fin principal esta fruición o gusto
sino solamente de enamorarnos mejor de sus obras con propósito de imitarlo en
lo que fuere posible a nuestra cortedad ; y una vez que lleguemos a conseguir
el fin , no debemos cuidar de los medios que se ordenan al mismo fin.