Qué doctrina enseña el Cura.
Los mayores incrédulos, los enemigos más
encarnizados de los curas, tienen que darse, por vencidos en este punto.
Podrá haber, y existen por desgracia, quien no crea que la doctrina que predica
el cura es divina; pero nadie se ha atrevido a negar que, aun desde el punto de
vista meramente humano y social, es la doctrina más perfecta que se ha
conocido.
Acudid todos los enemigos del llamado
clericalismo a la iglesia donde el cura expone esa doctrina; leed, al menos,
los libros en que anda impresa; no os fijéis, ya que vuestra ceguera voluntaria
se opone a que penetre en vuestros entendimientos la luz esplendorosa de la fe,
prescindid, repito, para vuestra desgracia, de todo cuanto en ella se refiere a
la revelación, para examinar tan sólo lo que toca a los deberes del hombre con
sus semejantes, y decid luego qué hay en esas enseñanzas que no constituya la
más ardiente aspiración de todo ser honrado.
Oíd lo que dice a todas horas el cura: Sed buenos
padres; sed buenos hijos; sed buenos amos o patronos; sed buenos criados u
obreros; sed buenos esposos; no matéis; no robéis a vuestros prójimos; no les
difaméis ni quitéis la honra; no manchéis vuestros labios con la mentira; más
aún, ni con el pensamiento siquiera atentéis contra la honra ni contra la
propiedad de vuestros semejantes.
Amad
a los que os persiguen; haced bien a los que os aborrecen; no os contentéis con
no perjudicar a vuestros hermanos, sino favorecedlos como vosotros mismos
quisierais ser favorecidos.
Sed sobrios, trabajadores, económicos; no
expongáis no solamente vuestras almas, sino vuestros cuerpos, a pérdida segura
sumiéndoos en el cenagal de los vicios que traen aparejadas las enfermedades y
la muerte prematura. Soberanos: acordaos de que Dios os ha colocado a la cabeza
de los pueblos para que los rijáis con amor de padre, no para que los oprimáis
con entrañas de tiranos. Súbditos: vivid sometidos a vuestros soberanos porque
la autoridad que ejercen dimana de Dios, y tenéis obligación estrecha de
respetar sus mandatos en lo que no se opongan a las leyes divinas, obligatorias
lo mismo para los reyes que para los vasallos.
Esto es lo que enseña el cura y nadie podrá presentar ningún
testimonio en contrario. Pero tal vez digan los enemigos de los curas: —Estamos conformes en que la
doctrina es buena; pero basta para que se cumplan sus preceptos con los libros
que acerca de ello se han escrito, sin necesidad de tener un número
considerable de personas que nos recuerde de palabra lo que podemos leer
siempre que queramos en letras de molde.
El ningún valor de esta objeción puede
demostrarse sin recurrir a argumentos más profundos, con sólo recordar el hecho
de aquel emperador de la antigüedad, que se hacía seguir por un esclavo que
constantemente le gritaba: —
¡Acuérdate de que eres hombre!
Sin duda alguna el soberano a quien tal
frase se dirigía, sabía de sobra que pertenecía a la especie humana; tenía
además a su disposición, para recordarlo, los escritos de muchos filósofos que
de ello daban testimonio. ¿Para qué
entonces el esclavo encargado de advertirle a cada paso lo que tan sabido
tenía?
La respuesta no puede ser más fácil. Aquel
príncipe poderosísimo sabía también que su poder era omnímodo; que su voluntad
era ley inmediatamente obedecida; que le bastaba una sencilla orden, un gesto
nada más, para que rodasen las cabezas de los que incurrieran en su desagrado.
Y como tal suma de poder era ocasionada a
que se juzgara un ser sobrenatural, exento de las flaquezas de los demás
hombres, y esto podía dar lugar a enormes injusticias, quería tener quien
constantemente le recordase su verdadera y natural condición, para que no se
desvaneciera y deslumbrara con el brillo de su terrenal omnipotencia.
A
todos los hombres puede aplicarse este caso, porque todos tenemos pasiones que
muy a menudo nos impulsan a proceder de una manera diametralmente opuesta a lo
que exigen la justicia y la caridad que debemos a nuestros prójimos, sin contar
con los deberes que tenemos respecto a Dios y de los que ahora no hablamos,
para pulverizar los argumentos de los enemigos de los curas, desde un punto de
vista meramente humano, ya que en los tiempos desgraciados que alcanzamos, se,
hace tanto hincapié en lo que redunda en beneficio de los intereses terrenales,
prescindiendo de los eternos.
Pues
bien: el hombre, tan expuesto a dejarse llevar por el impulso de sus pasiones,
necesita tener constantemente una voz que le recuerde sus deberes y le mantenga
en los límites de lo honesto y de lo justo, y esa voz es la voz del cura, que
no dice ciertamente más que lo que enseñan los Mandamientos de la Ley de Dios,
impresos en muchos libros, pero que es necesario que lo diga y lo repita, pues
de otro modo esa Ley se daría pronto al olvido, porque con no leer los libros
en que consta escrita, se vería el hombre libre de un recuerdo que no puede ser
más importuno para los que quieran vivir sin más pragmáticas que las de su
voluntad y sus caprichos.
Para
evitar ese mal, tan dañoso a la salud de las almas y al bienestar puramente
humano de los individuos y de los pueblos está el cura, cuya misión doctrinal,
distinta de la sacramental, de la que ahora no hablamos por no ser de necesidad
para nuestro razonamiento, consiste en enseñar a las gentes, según el mandato
dado por Jesucristo a los Apóstoles.
Y que es buena la doctrina que enseña, ya
queda plenamente demostrado.
“Apostolado
de la prensa”
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