Por esto el enemigo
común (el demonio) procura poner
gran dificultad en la confesión de los pecados, y se ha visto estar ahogando a
los penitentes para que no lo pronuncien, en lo cual anda muy solícito, como
fué revelado a un santo Padre, que le vió andar muy orgulloso por los
confesonarios, y preguntando qué hacía, dijo que restituía lo que había
quitado. Quito a los hombres, dice, la vergüenza al
tiempo de pecar, para que pequen con mayor desenvoltura, y la restituyo al
tiempo de confesar, porque callen alguna culpa, y queden todas sin perdón.
Estando
el apostólico Padre Juan Ramírez, de nuestra Compañía, y discípulo del venerable Padre Juan
de Ávila, confesando a una señora enferma, de muy buena fama, vió su
compañero que, de cuando en cuando, del rincón de junto a la cama salía una
mano grande, negra y peluda y con grandes uñas, la cual llegaba a la garganta
de la señora, y se la apretaba como que la quería ahogar, y que esto sucedió
algunas veces. Avisado por esto el
Padre, que volviese a la casa de aquella mujer, la halló ya muerta. Venido al colegio se puso a encomendar a Dios a la
difunta. Al cabo de una hora oyó grandes gemidos y ruido de cadenas, y abriendo
los ojos la vió delante, de pies a cabeza rodeada de llamas de fuego azul,
declarándole cómo, aunque aquella mañana se había confesado, estaba en los
infiernos porque, dice, no confesé bien ni enteramente; y Dios me manda que
para confusión mía, y escarmiento de otros, te diga mis pecados. Sabe que en vida de mi madre, viví bien;
muerta ella, como quedé sola y hermosa, se aficionó de mí un mancebo, y tanto
me molestó, que di lugar a que hiciese su gusto. Después viéndome echada a
perder, quisiera casarme; mas no me atreví, ni tampoco tuve ánimo para confesar
mi pecado, por no perder la opinión y buen crédito con mi confesor; y por lo
mismo no me quise confesar con otro, ni quise tampoco dejar las confesiones y
comuniones que tenía de costumbre. Proseguí
en esto tres años, añadiendo pecados a pecados y sacrilegios a sacrilegios. Quiso
el Señor que me volviera a Él y abriese los ojos, y te envió a tí a esta
ciudad. Oía tus sermones, y todos ellos clamaban y herían mi corazón, como si a
mí solamente los enderezaras. Volvíame á mi casa, encerrábame en un rincón, y
allí me hartaba de llorar y me decía a mí misma: ¿Es
posible que tú te quieras condenar y padecer para siempre eternos tormentos?
¡Cómo! ¿No tuviste vergüenza de cometer el pecado, y la has de tener para
confesarle? ¿No temiste perderte, y temes el remediarte? ¿Qué te ha de hacer el
confesor? ¿Ha de matarte? ¿Ha de descubrirte? No. ¿Pues qué temes? Si tienes
empacho dé uno, busca otro. ¡Cómo! ¿Y has de permitir que se pierdan los
consejos saludables de tu buena madre, y la sangre de aquel Señor que la
derramó para lavar las manchas de tas pecados? ¡Cómo! ¡Qué en espacio de media
hora puedes, si quieres, salir de estas congojas y del infierno, donde estás
sumergida, y que no quieras! ¡Ah triste suerte! De esta manera lamentaba y lloraba mi miseria, pero al fin sin remedio,
porque no acababa de resolverme; y de esta suerte andaba batallando conmigo
misma muchas veces, ya acometiendo, ya retirándome, hasta que un día fué tanta
la Fuerza que en sermón tuyo, ¡Ho Padre!, hizo a mi corazón, que determiné de
confesarme contigo; y porque no se notase ni reparase que mudaba confesor, y se
sospechase algo de mí, estando buena y sana me fingí enferma, me eché en la
cama, y te envié a llamar. Venido, ya te acuerdas, comencé por pecados ligeros,
dejando los graves para la postre. ¡Oh, sí por
ellos hubiera comenzado! Mas no
lo hice, por vergüenza, y ésta fué creciendo tanto, que me hacía llorar, y al
fin me resolví de no descubrir mis llagas al que las había de curar, diciéndome
el demonio: Qué
harto más perdería con un hombre como tú que con cualquiera otro, y que buena
estaba entonces, que después cuando enfermase lo confesaría todo. Creyendo, pues; más al demonio que a Dios, acabé mi
confesión sin manifestarte mis mortales heridas. Absolvísteme, o por mejor
decir, condenásteme. Apenas habías salido de mi casa, cuando a mí se me quitó
el habla, y tras ella el sentido, y últimamente la vida, y con ella la
esperanza de salvarme, y de salir del infierno, a que estoy para siempre
condenada. Díjole el Padre: Yo te
ruego que me digas, qué es ahora lo que más te aflige y acongoja. El ver, dijo,
que pude con tanta facilidad librarme de estos tormentos, y no me libré, el ver
que me pude confesar y no me confesé; el ver que Dios te trajo de tan lejanas
tierras para mi remedio, y me quedé sin él, y que teniéndote a mi cabecera para
mi salvación, has sido causa de mi mayor condenación, Esto es, Padre, lo que
más me aflige, y me causa trasudores eternos. Y diciendo esto, y dando horribles gemidos, y juntamente haciendo mucho
ruido con las cadenas, desapareció.
Otro caso escribe Juan Heroldo, que
estando un fraile de San Francisco confesando a otra mujer, vió el compañero, que
a cada palabra que decía le salía un escuerzo o sapo por la boca, y yendo a
salir una siempre muy grande se tornó a entrar, y luego todos los demás
escuerzos que habían salido. Avisado después de esto el confesor tornó a su
casa, mas hallóla ya muerta, y encomendándola a nuestro Señor, se le apareció
llena de fuego y tormentos infernales, declarándole cómo por haber callado un
pecado no se le perdonó ninguno, y era condenada al infierno.
“DIFERENCIA
ENTRE LO TEMPORAL Y LO ETERNO”
Ven.
Padre Juan Eusebio Nieremberg S.J
AÑO
1898
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