jueves, 3 de noviembre de 2016

EL SACERDOTE DE LA HORCA. (San José Cafasso)




   Nota del blog: Esta publicación es un poco larga, tómense su tiempo, pero les aseguro que no se van arrepentir. Para los que no conozcan a este Santo, era amigo y protector de San Juan Bosco.

   El corazón de Don Cafasso era también afectuoso y tierno hacia los infelices condenados al último suplicio. En aquel tiempo existía la pena de muerte en los Estados Italianos. Y especialmente en el Piamonte, fueron muchos los que terminaron la vida en el suplicio. Cierta vez uno de éstos murió impenitente mientras Don Cafasso se hallaba ausente de la ciudad. Cuando regresó y se enteró de la desgracia ocurrida, corrió a los pies de Jesús Sacramentado, ofreciéndose para ese ministerio, y pidió al Señor la conversión de todos aquellos que asistiera y confortara en el patíbulo. Su oración fué escuchada, pues de 70 ajusticiados que él asistió, ni uno solo murió impenitente, aunque algunos habían sido monstruos de maldad. La práctica de semejante ministerio contribuyó a hacer popular en Turín y en otros lugares la venerada figura de este infatigable sacerdote, que era conocido por la gente con el título de sacerdote de la horca.

   Doble era la acción del Santo para con esos desgraciados: la que ejercitaba en las prisiones o en la capilla, o sea el lugar donde los condenados se preparaban para la muerte y la que cumplían de camino hacia el patíbulo. En ambos casos era maravillosa la obra de Don Cafasso y no puede explicarse sino reconociendo en él un don extraordinario con que el Señor lo había enriquecido. Me limitaré a referir algunos hechos y anécdotas, todas documentadas, que demuestran el celo inagotable de este salvador de las almas.

   “Entre los que se convirtieron en la cárcel antes de ser condenados —escribe De Robilant—, encontramos al famoso Pedro Mottino, natural de Candia Canavese. Soldado desertor del ejército real, llegó a ser jefe de una banda de salteadores que emuló las gestas de la terrible banda Artusio, así llamada por estar compuesta por tres hermanos de este apellido. Por lo arriesgado de los asaltos, y por los muchos trabajos en que puso a la policía, el nombre de Mottino, apodado el Bersagliere de Candia, llegó a ser legendario y casi admirado en nuestros campos. La banda capitaneada por el Bersagliere, que había iniciado sus tristes hazañas en julio de, 1849, con robos y atracos en el territorio de Mazze, Tronzano y Cigliano, llegó a ser pronto muy célebre por el asalto a la hacienda Giardina, en los límites de Bianze. Habiéndose negado a abrir el mayordomo Pedro Olmo, incendiaron la puerta y el pajar, mataron de un tiro a un tal Juan Conterno, que había acudido en ayuda de los agredidos, y mantuvieron alejados con gritos y disparos a quienes acudían de las granjas vecinas a defender la casa, hasta que tuvieron libre acceso a las habitaciones y se llevaron consigo mil doscientas liras. Por tal hecho fueron arrestados y condenados a muerte Agustín Vayanal y Levercelle, Solutor Fascio, De Strambino y Pedro Venturino, de Turín. Los dos primeros sufrieron la pena capital, asistidos y convertidos por Don Cafasso. A Venturino le fué conmutada la pena por trabajos forzados; Mottino, en cambio, escapó entonces de la justicia. Disuelta la primera banda, organizó otra banda  muy pronto, y sólo en 1854 pudieron capturar al terrible Bersagliere. Cuando lo llevaron a la cárcel senatoria de Turín, ya era para nuestro Santo un antiguo conocido. Dos veces durante el tiempo que pasó escondido, atraído por la fama, o mejor, la simpatía de que Don Cafasso gozaba entre los malhechores, había ido a Rivalba, a buscarlo y se entretuvo con él cerca de una hora. El buen sacerdote lo invitó a almorzar en esa ocasión, pero él sólo le aceptó a condición de que se le sirviera en el jardín, para estar listo a huir en caso de que se presentara la fuerza pública.
   Mottino una vez llegado a la cárcel, hizo llamar al Santo, por el que sentía una profunda veneración, y aunque ardía en odio contra la sociedad que lo castigaba, y Jo repugnaba morir en el vigor de sus 27 años, sin embargo, vencido por el irresistible celo de Don Cafasso, dobló la frente y aceptó la condena con sentimientos de sincero arrepentimiento y de sincera resignación. Cuando fué al patíbulo no desmintió su fama de bersagliere. Pidió permiso al Santo para dar dos saltos mortales cerca de la horca, antes de subir a ella, y murió impávido y sereno. Esos saltos, según Don Cafasso, no eran sino venialidades que ciertamente no habrían de impedirle la entrada al Paraíso.

   Asaz rebelde a los cuidados de nuestro Santo fué Francisco Delpero, que era considerado como un verdadero tigre por el gran número de homicidios cometidos y por la ferocidad con que los había perpetrado. Habiendo ido Don Cafasso a la cárcel para visitarlo, fué al principio rechazado, aunque no por eso se desanimó. Sin embargo, fué difícil la conversión. Mientras más se le acercaba el Santo, más se retiraba el malhechor. Hubo un momento en que, indignado Delpero, intentó atacar a su visitante, pero éste mostrándole el Crucifijo, le dijo: —Yo no valgo nada, pero Este lo merece todo. El criminal inclinó la cabeza y se dió por vencido; se reconcilió con Dios, y fué ajusticiado en la plaza de armas de Bra, asistido por un sacerdote encargado para ello por el Santo.

   Después de que se leía a los condenados la sentencia de muerte, eran confiados a los hermanos de la Misericordia, los cuales, prestándoles toda clase de consuelos, los conducían a la capilla, junto a la cual se abría un pasadizo estrecho y cerrado en el que se encontraba una camilla, en la cual se hacía sentar al condenado con una cadena a los pies pero con las manos libres. Se le preparaba el último almuerzo, del que muchas veces participaba Don Cafasso, exhortando al infeliz a tomar un poco de alimento y disponiéndolo a una buena muerte. Es natural que el condenado, después de recibida la sentencia fatal, manifieste total abatimiento o una reacción violenta de desesperación. Ordinariamente, al caer de la noche, vuelve la calma y se despiertan mejores sentimientos. El Santo aprovechaba estas horas de tranquilidad para preparar a los desventurados al gran paso que les esperaba. El asunto no era siempre fácil. Algunos protestaban entre imprecaciones y blasfemias que querían morir impenitentes. Él no se desconcertaba por esto. Tranquilo y sereno, esperaba el momento en que, pasado algún torrente de imprecaciones, llegaban al alma nuevos sentimientos. Conocedor del corazón humano, adivinaba sus movimientos y palpitaciones y lograba dominarlos. En la lucha entre el sacerdote y el condenado, el primero vencía siempre.

   Un día se encontraba en capilla un tal Miguel Boglietti, quien, por robar a una viuda, atravesó a su siervo con 25 puñaladas. Viendo entrar a Don Cafasso se volvió a él con mirada torva, y le dijo: — ¿Qué viene a hacer aquí? Ya he rechazado varios curas y todos eran mejores que usted; ¿sabe que con dos dedos puedo estrangularlo? Mas el Siervo de Dios con manera suave le dijo: — Yo no le tengo miedo, pues en el nombre de Aquel que aquí me envía, soy más fuerte que usted; no sólo no le temo, sino que espero vencerlo. Y continuando en el mismo tono, poco a poco lo ganó completamente hasta que Boglietti, pronunciando una palabra vulgar, añadió: —Será entonces preciso que me deje ganar de este curita, para que haga de mí lo que quiera. Y se rindió, hizo una óptima confesión, y cobró tal afecto a Don Cafasso, que, por complacerlo, tuvo el Santo que quedarse a su lado rezando el breviario hasta el momento de acompañarlo al patíbulo.


   Era consolador ver asesinos y malhechores que, a los pies de Don Cafasso, deponían viejas costumbres de sanguinarios y blasfemos para bendecir a Dios y gozarse en el pensamiento de esperanzas inmortales. Algún ajusticiado, vencido por las sabias industrias del buen sacerdote, exclamaba: “Nunca en mi vida fui tan feliz como hoy; sí, iré gustoso a recibir la muerte que he merecido por mis crímenes”. Otros quedaban tan consolados por las reflexiones del Santo, que apresuraban con sus deseos el momento de sufrir el suplicio para reparar las propias culpas. Una vez, un condenado por cuya conversión había soportado el Santo no pocas fatigas, vuelto en sí, le preguntaba si después de tantos crímenes podría salvar su alma. Don Cafasso le respondía: —No sólo lo tengo como posible, sino como absolutamente cierto. ¿Quién te podrá arrebatar de mis manos? Aunque estuvieras ya en la antecámara del infierno y tuvieses fuera un cabello solamente, ése me bastaría para librarte de las garras del demonio y llevarte al paraíso. A estas palabras replicaba el ajusticiado: —Si es así, muero contento y sea mi vida un sacrificio a Dios en penitencia de mis culpas.

   Gozaba Don Cafasso por tales conquistas y lograba encender de tal modo la llama de la fe en los condenados, que hasta se permitía darles comisiones para el cielo: —Oye, dijo una vez a uno de éstos, yo no presto mi asistencia por poco precio. ¿Si te pidiera un favor, me lo negarías? — ¿Qué favor puedo hacerle, dijo el otro, encontrándome en tales circunstancias? —El favor es éste: después que mueras, irás enseguida al paraíso; entonces... — ¿En seguida al cielo? ¿Ni siquiera al purgatorio? —No, te irás volando al cielo; y cuando llegues allá, irás a dar gracias a la Virgen. — ¿Cómo? ¿A la Virgen antes que al Señor? —Sí, sí, antes que al Señor. —Pero el Señor puede disgustarse. —No, no se ofenderá. —Y si se ofende, diré que fué Don Cafasso quien me lo aconsejó. —Sí, sí; y cuando estés con ella, te arrodillarás a sus pies, le darás gracias y le dirás que también tenga preparado un puesto para mí. ¿Me haces este favor? —Sí, se lo prometo, esté seguro.

   Llegada la hora fatal, después que Don Cafasso había celebrado la Misa, y dado el Pan Eucarístico al condenado, se presentaba el verdugo diciendo que había sido encargado por la justicia para ejecutar la sentencia; le ponía al cuello  el lazo que bendecía el sacerdote, y le amarraba los brazos con una cuerda; luego lo hacía subir al carro que debía conducirlo al lugar de la ejecución.

   Al toque de la campana se reunía gente de todas partes, se formaba el cortejo fúnebre, y en medio de una turba de esbirros de la justicia aparecía sobre el carro un hombre atado, con una cuerda al cuello, teniendo a su lado los verdugos y un sacerdote que encomendaba su alma; este sacerdote era Don Cafasso. Durante el camino lo consolaba, y como para sustraerlo a la vista del pueblo, le ponía ante sus ojos el cuadro de la Virgen o de algún Santo. Le decía las palabras que solía dirigir a los condenados: “Animo, amigo mío. Dentro de poco estarás en el paraíso en compañía de los Ángeles. Cuando esté allí, ruegue por mí, para que también yo pueda ir”. Tenía el don especial de trocar la desesperación en viva esperanza y encontraba siempre palabras oportunas para levantar el ánimo deprimido de aquellos infelices que, tranquilos y resignados, no parecía que fueran al encuentro de la muerte.

   Sabemos por los procesos que una vez, durante el trayecto, se verificó una conversión. Don Cafasso estaba al lado de Carlos De Michelis, quien por haber asesinado, por motivos de intereses, a su suegra octogenaria, había sido condenado a la horca. El Santo no había podido, a causa de una indisposición, ir a visitarlo para prepararlo al gran paso; no se había encontrado con él sino en la mañana del 13 de marzo de 1856, cuando el ajusticiado salía de la capilla. Hasta aquel momento el asesino había rechazado los sacramentos entre blasfemias e imprecaciones, así que, cuando el párroco de la iglesia de la Misericordia y otro sacerdote lo presentaron como irreductible a Don Cafasso, el Santo sacerdote exclamó: “¡Oh! aún no hemos llegado al lugar del suplicio”. En la primera parte del camino, de Michelis no grita, no blasfema, sino calla; pero acerca de la confesión, ni una palabra. Pasando adelante de la  iglesia del Carmen, el carro se detiene y según costumbre se imparte la bendición con el Santísimo Sacramento; mas el ajusticiado no da señal de devoción. Continúa el carro por una callejuela solitaria, y he aquí que de pronto hace un gran fuerzo para levantarse, pero no pudiendo hacerlo, atado como estaba, inclina la cabeza reverente. ¿Qué había sucedido? Sobre el muro de la casa marcada con el número 8, perteneciente a la familia Valzetti, estaba pintada la imagen de la Consolata, y él la saludaba. Ese desgraciado, había aprendido desde niño a descubrirse delante de toda imagen de la Santísima. Virgen, y era éste el único acto de piedad que practicaba. Está salvo —exclamó entonces Don Cafasso—, Nuestra Señora no lo dejará perecer. Se le acercó más y en ese breve trayecto logró confesarlo y al descender poco después del sitio donde se había llevado acabo la ejecución, exclamó con santo júbilo: —También éste se ha salvado.

   El Cardenal Cagliero, que en su juventud había asistido a dos de estas dolorosas escenas que jamás se olvidan, así no las describe en su declaración juramentada: “Hacia el fin de 1853, un día de invierno, mientras caía abundante la nieve, se comentaba en Turín la sentencia que condenaba a tres prisioneros, la cual debería ejecutarse esa misma mañana. Algunos muchachos del Oratorio, llevados por la curiosidad, y ya que no vivíamos lejos del sitio de las ejecuciones, nos mezclamos con la gente que suele asistir a tales espectáculos. Ya habíamos visto aparecer, sobre el primer carro al más viejo de los condenados. Lo acompañaba Don Cafasso. El aspecto y el porte del Siervo de Dios, llamaba grandemente la atención. Su rostro, más que de hombre, parecía de ángel, y esta impresión no la olvidaré mientras viva. Estaba radiante y lleno de santa solicitud por la salvación de ese pobre desgraciado. Vi que el condenado subía lentamente la escalera del patíbulo. Cerca de ahí, en una escala adyacente, lo acompañaba Don Cafasso. Llegado al tablado de arriba, lo estrechó tiernamente sobre su corazón, le dió a besar el Crucifijo, hablándole en voz alta, y lo entregó al verdugo. Después descendió por la misma escalera con una palidez angelical en el rostro e inundado de santo gozo por haber salvado un alma. En seguida llegaron los otros dos ajusticiados, acompañados por otros dos sacerdotes, también ellos piadosos y llenos de bondad, mas no recibí de ellos como de Don Cafasso la impresión de que era un ángel visible de la tierra que representaba a un ángel invisible del cielo.”

   “Vi también al Siervo de Dios acompañar a otro de estos infelices, que fué ajusticiado detrás de los tablados de la ciudadela; ni siquiera pensaba en el trance terrible que lo aguardaba. Cuando pasó delante de un cuartel, se puso a gritar alegremente a los soldados: — ¡Viva la patria! toquen los: tambores, etc., etc., mientras el Santo lo invitaba sonriendo a sentarse, le presentaba el Crucifijo y le exhortaba a dirigir su pensamiento al Paraíso, en donde encontraría la verdadera alegría. Todo esto lo observé y oí mientras el cortejo pasaba a muy pocos metros de distancia”.

   En el palco de la muerte, la figura de Don Cafasso resplandecía con una aureola de luz sobrenatural. En efecto, llegado el momento supremo, el jefe de la cofradía de la misericordia vendaba los ojos al condenado; y Don Cafasso, dándole de nuevo la absolución, le presentaba el Crucifijo para que lo besara, y luego subía la escalera de mano de la izquierda para estar también a su lado, mientras el pobrecito, precedido por el verdugo, subía la de la derecha. Una vez se le rompió al santo sacerdote la escalera y rodó por tierra. El pueblo comenzó a gritar contra la falta de previsión de la autoridad, más Don Cafasso lo calmó asegurándole que arreglaría por su propia cuenta la escalera. Y en aquel estrado tenían lugar escenas conmovedoras. Diálogos breves, pero llenos de ternura infinita entre el condenado y el hombre de Dios. Este, con su palabra y con su mano levantada para bendecir, le abría en un instante el reino de la felicidad.

   Sucedió una vez que un condenado, después de haber subido al estrado, rogó al verdugo que le aflojara un poco la cuerda porque deseaba decir unas palabras a la gente. Le fué permitido. Pero prolongándose su discurso, el verdugo se volvió impaciente al Santo para que lo hiciera terminar. Don Cafasso arregló en pocas palabras el asunto: —Buen hombre, el Señor lo espera en el cielo. ¿Para qué hablar ahora con los hombres? El condenado interrumpió al punto su discurso, y se apresuró a volar al cielo para unirse con su Dios. En el cumplimiento de estos sublimes actos de apostolado jamás tuvo Don Cafasso un momento de debilidad. Ante el lazo que truncaba horriblemente una vida, permanecía firme y sereno. Una vez cumplido el castigo, bajaba pronto de la tarima, aún para guarecerse de las piedras que, no rara vez, tiraba la multitud al verdugo.

   Bendecido el cadáver, que bajaban de la horca, para ser colocado en un féretro, el hombre de Dios iba a la iglesia de la Misericordia, donde oía la misa que se celebraba en sufragio del muerto. A la salida del templo encontraba una turba de pobres, a los que daba limosna. También ésta era un medio de sufragar a los pobres extintos, cuyo cuerpo martirizado por el último tormento quedaba en la tierra, mientras su alma iba en busca de Dios.

   No sólo en Turín sino también en Saboya, Asti, Vercelli, Cúneo, Pont, Alejandría, Romano Canavese, iba Don Cafasso a asistir a los condenados. No por nada lo llamaban el sacerdote de la horca. Pero él supo santificar este horrendo instrumento de muerte, convirtiéndolo en medio de salvación. Merced a su obra los ajusticiados se salvaban, porque habiéndose arrepentido y expiado sus delitos con el sacrificio de la vida, se ganaban el cielo al aceptar un suplicio tan cruel. Por eso les llamaba Don Cafasso sus santos ahorcados, y encomendándose a su intercesión obtenía cuantos favores necesitaba.


De la Vida de San José Cafasso

Por el Card. Carlos Salotti.

Año 1948


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