Nota del blog: Esta
publicación es un poco larga, tómense su tiempo, pero les aseguro que no se van
arrepentir. Para los que no conozcan a este Santo, era amigo y protector de San
Juan Bosco.
El corazón de Don Cafasso era también afectuoso y tierno hacia los infelices
condenados al último suplicio. En aquel tiempo existía la pena de muerte en los
Estados Italianos. Y especialmente en el Piamonte, fueron muchos los que
terminaron la vida en el suplicio. Cierta
vez uno de éstos murió impenitente mientras Don Cafasso se hallaba ausente de
la ciudad. Cuando regresó y se enteró de la desgracia ocurrida, corrió a los
pies de Jesús Sacramentado, ofreciéndose para ese ministerio, y pidió al Señor
la conversión de todos aquellos que asistiera y confortara en el patíbulo. Su
oración fué escuchada, pues de 70 ajusticiados que él asistió, ni uno solo
murió impenitente, aunque algunos habían sido monstruos de maldad. La
práctica de semejante ministerio contribuyó a hacer popular en Turín y en otros
lugares la venerada figura de este infatigable sacerdote, que era conocido por
la gente con el título de sacerdote de
la horca.
Doble era la acción del Santo para con esos
desgraciados: la que ejercitaba en las prisiones o en la capilla, o sea el
lugar donde los condenados se preparaban para la muerte y la que cumplían de
camino hacia el patíbulo. En ambos casos era maravillosa la obra de Don Cafasso
y no puede explicarse sino reconociendo en él un don extraordinario con que el
Señor lo había enriquecido. Me limitaré a referir algunos hechos y anécdotas,
todas documentadas, que demuestran el celo inagotable de este salvador de las
almas.
“Entre los que se
convirtieron en la cárcel antes de ser condenados —escribe De Robilant—,
encontramos al famoso Pedro Mottino, natural de Candia Canavese. Soldado
desertor del ejército real, llegó a ser jefe de una banda de salteadores que
emuló las gestas de la terrible banda Artusio, así llamada por estar compuesta
por tres hermanos de este apellido. Por lo arriesgado de los asaltos, y por los
muchos trabajos en que puso a la policía, el nombre de Mottino, apodado el Bersagliere de Candia, llegó a ser
legendario y casi admirado en nuestros campos. La banda capitaneada por el
Bersagliere, que había iniciado sus tristes hazañas en julio de, 1849, con
robos y atracos en el territorio de Mazze, Tronzano y Cigliano, llegó a ser
pronto muy célebre por el asalto a la hacienda Giardina, en los límites de
Bianze. Habiéndose negado a abrir el mayordomo Pedro Olmo, incendiaron la
puerta y el pajar, mataron de un tiro a un tal Juan Conterno, que había acudido
en ayuda de los agredidos, y mantuvieron alejados con gritos y disparos a
quienes acudían de las granjas vecinas a defender la casa, hasta que tuvieron
libre acceso a las habitaciones y se llevaron consigo mil doscientas liras. Por
tal hecho fueron arrestados y condenados a muerte Agustín Vayanal y Levercelle,
Solutor Fascio, De Strambino y Pedro Venturino, de Turín. Los dos primeros sufrieron la pena capital, asistidos y convertidos por
Don Cafasso. A Venturino le fué conmutada la pena por trabajos forzados;
Mottino, en cambio, escapó entonces de la justicia. Disuelta la primera banda,
organizó otra banda muy pronto, y sólo
en 1854 pudieron capturar al terrible Bersagliere. Cuando lo llevaron a la
cárcel senatoria de Turín, ya era para nuestro Santo un antiguo conocido. Dos
veces durante el tiempo que pasó escondido, atraído por la fama, o mejor, la
simpatía de que Don Cafasso gozaba entre los malhechores, había ido a Rivalba,
a buscarlo y se entretuvo con él cerca de una hora. El buen sacerdote lo invitó
a almorzar en esa ocasión, pero él sólo le aceptó a condición de que se le
sirviera en el jardín, para estar listo a huir en caso de que se presentara la
fuerza pública”.
Mottino
una vez llegado a la cárcel, hizo llamar al Santo, por el que sentía una
profunda veneración, y aunque ardía en odio contra la sociedad que lo
castigaba, y Jo repugnaba morir en el vigor de sus 27 años, sin embargo,
vencido por el irresistible celo de Don Cafasso, dobló la frente y aceptó la
condena con sentimientos de sincero arrepentimiento y de sincera resignación.
Cuando fué al patíbulo no desmintió su fama de bersagliere. Pidió permiso al
Santo para dar dos saltos mortales cerca de la horca, antes de subir a ella, y
murió impávido y sereno. Esos saltos, según Don Cafasso, no eran sino
venialidades que ciertamente no habrían de impedirle la entrada al Paraíso.
Asaz
rebelde a los cuidados de nuestro Santo fué Francisco Delpero, que era
considerado como un verdadero tigre por el gran número de homicidios cometidos
y por la ferocidad con que los había perpetrado. Habiendo ido Don Cafasso a
la cárcel para visitarlo, fué al principio rechazado, aunque no por eso se
desanimó. Sin embargo, fué difícil la conversión. Mientras más se le acercaba el Santo, más se retiraba el malhechor.
Hubo un
momento en que, indignado Delpero, intentó atacar a su visitante, pero éste
mostrándole el Crucifijo, le dijo: —Yo no valgo nada, pero Este lo merece todo.
El criminal inclinó la cabeza y se dió por vencido; se reconcilió con Dios, y
fué ajusticiado en la plaza de armas de Bra, asistido por un sacerdote
encargado para ello por el Santo.
Después de que se leía a los condenados la
sentencia de muerte, eran confiados a los hermanos de la Misericordia, los
cuales, prestándoles toda clase de consuelos, los conducían a la capilla, junto
a la cual se abría un pasadizo estrecho y cerrado en el que se encontraba una
camilla, en la cual se hacía sentar al condenado con una cadena a los pies pero
con las manos libres. Se le preparaba el último almuerzo, del que muchas veces
participaba Don Cafasso, exhortando al infeliz a tomar un poco de alimento y
disponiéndolo a una buena muerte. Es natural que el condenado, después de
recibida la sentencia fatal, manifieste total abatimiento o una reacción
violenta de desesperación. Ordinariamente, al caer de la noche, vuelve la calma
y se despiertan mejores sentimientos. El Santo aprovechaba estas horas de
tranquilidad para preparar a los desventurados al gran paso que les esperaba.
El asunto no era siempre fácil. Algunos protestaban entre imprecaciones y
blasfemias que querían morir impenitentes. Él no se desconcertaba por esto. Tranquilo
y sereno, esperaba el momento en que, pasado algún torrente de imprecaciones,
llegaban al alma nuevos sentimientos. Conocedor del corazón humano, adivinaba
sus movimientos y palpitaciones y lograba dominarlos. En la lucha entre el
sacerdote y el condenado, el primero vencía siempre.
Un
día se encontraba en capilla un tal Miguel Boglietti, quien, por robar a una
viuda, atravesó a su siervo con 25 puñaladas. Viendo entrar a Don Cafasso
se volvió a él con mirada torva, y le dijo: — ¿Qué viene a hacer aquí? Ya he rechazado
varios curas y todos eran mejores que usted; ¿sabe que con dos dedos puedo
estrangularlo? Mas el Siervo de Dios con manera suave le dijo: — Yo no le tengo miedo, pues en el nombre
de Aquel que aquí me envía, soy más fuerte que usted; no sólo no le temo, sino
que espero vencerlo. Y continuando en el mismo tono, poco a poco lo ganó
completamente hasta que Boglietti, pronunciando una palabra vulgar, añadió: —Será entonces
preciso que me deje ganar de este curita, para que haga de mí lo que quiera. Y se
rindió, hizo una óptima confesión, y cobró tal afecto a Don Cafasso, que, por
complacerlo, tuvo el Santo que quedarse a su lado rezando el breviario hasta el
momento de acompañarlo al patíbulo.
Era
consolador ver asesinos y malhechores que, a los pies de Don Cafasso, deponían
viejas costumbres de sanguinarios y blasfemos para bendecir a Dios y gozarse en
el pensamiento de esperanzas inmortales. Algún ajusticiado, vencido por las
sabias industrias del buen sacerdote, exclamaba: “Nunca en mi vida fui tan feliz como hoy;
sí, iré gustoso a recibir la muerte que he merecido por mis crímenes”. Otros
quedaban tan consolados por las reflexiones del Santo, que apresuraban con sus
deseos el momento de sufrir el suplicio para reparar las propias culpas. Una
vez, un condenado por cuya conversión había soportado el Santo no pocas
fatigas, vuelto en sí, le preguntaba si después de tantos crímenes podría
salvar su alma. Don Cafasso le respondía: —No
sólo lo tengo como posible, sino como absolutamente cierto. ¿Quién te podrá
arrebatar de mis manos? Aunque estuvieras ya en la antecámara del infierno y
tuvieses fuera un cabello solamente, ése me bastaría para librarte de las
garras del demonio y llevarte al paraíso. A estas palabras replicaba el
ajusticiado: —Si es así, muero contento y sea mi vida un sacrificio a Dios en
penitencia de mis culpas.
Gozaba Don Cafasso por tales conquistas y
lograba encender de tal modo la llama de la fe en los condenados, que hasta se
permitía darles comisiones para el cielo: —Oye,
dijo una vez a uno de éstos, yo no presto mi asistencia por poco precio. ¿Si te
pidiera un favor, me lo negarías? — ¿Qué favor puedo hacerle, dijo el otro, encontrándome
en tales circunstancias? —El
favor es éste: después que mueras, irás enseguida al paraíso; entonces... — ¿En seguida
al cielo? ¿Ni siquiera al purgatorio? —No, te irás volando al cielo; y
cuando llegues allá, irás a dar gracias a la Virgen. — ¿Cómo? ¿A la Virgen antes que al Señor?
—Sí, sí, antes que al Señor. —Pero el Señor
puede disgustarse. —No, no se
ofenderá. —Y
si se ofende, diré que fué Don Cafasso quien me lo aconsejó. —Sí, sí; y
cuando estés con ella, te arrodillarás a sus pies, le darás gracias y le dirás
que también tenga preparado un puesto para mí. ¿Me haces este favor? —Sí, se lo
prometo, esté seguro.
Llegada la hora fatal, después que Don
Cafasso había celebrado la Misa, y dado el Pan Eucarístico al condenado, se
presentaba el verdugo diciendo que había sido encargado por la justicia para
ejecutar la sentencia; le ponía al cuello el lazo que bendecía el sacerdote, y
le amarraba los brazos con una cuerda; luego lo hacía subir al carro que debía
conducirlo al lugar de la ejecución.
Al toque de la campana se reunía gente de
todas partes, se formaba el cortejo fúnebre, y en medio de una turba de
esbirros de la justicia aparecía sobre el carro un hombre atado, con una cuerda
al cuello, teniendo a su lado los verdugos y un sacerdote que encomendaba su
alma; este sacerdote era Don Cafasso.
Durante el camino lo consolaba, y como para sustraerlo a la vista del pueblo,
le ponía ante sus ojos el cuadro de la Virgen o de algún Santo. Le decía las
palabras que solía dirigir a los condenados: “Animo, amigo mío. Dentro de poco estarás
en el paraíso en compañía de los Ángeles. Cuando esté allí, ruegue por mí, para
que también yo pueda ir”. Tenía
el don especial de trocar la desesperación en viva esperanza y encontraba
siempre palabras oportunas para levantar el ánimo deprimido de aquellos
infelices que, tranquilos y resignados, no parecía que fueran al encuentro de
la muerte.
Sabemos
por los procesos que una vez, durante el trayecto, se verificó una conversión. Don
Cafasso estaba al lado de Carlos De Michelis, quien por haber asesinado, por
motivos de intereses, a su suegra octogenaria, había sido condenado a la horca.
El Santo no había podido, a causa de una indisposición, ir a visitarlo para
prepararlo al gran paso; no se había encontrado con él sino en la mañana del 13
de marzo de 1856, cuando el ajusticiado salía de la capilla. Hasta aquel
momento el asesino había rechazado los sacramentos entre blasfemias e
imprecaciones, así que, cuando el párroco de la iglesia de la Misericordia y
otro sacerdote lo presentaron como irreductible a Don Cafasso, el Santo
sacerdote exclamó: “¡Oh! aún no hemos
llegado al lugar del suplicio”. En la primera parte del camino, de Michelis
no grita, no blasfema, sino calla; pero acerca de la confesión, ni una palabra.
Pasando adelante de la iglesia del Carmen, el carro se detiene y
según costumbre se imparte la bendición con el Santísimo Sacramento; mas el ajusticiado
no da señal de devoción. Continúa el carro por una callejuela solitaria, y
he aquí que de pronto hace un gran fuerzo para levantarse, pero no pudiendo
hacerlo, atado como estaba, inclina la cabeza reverente. ¿Qué había sucedido? Sobre el muro de la casa marcada con el número
8, perteneciente a la familia Valzetti, estaba pintada la imagen de la Consolata, y él la saludaba. Ese desgraciado, había aprendido desde niño a descubrirse delante de
toda imagen de la Santísima. Virgen, y era éste el único acto de piedad que
practicaba. Está
salvo —exclamó entonces Don Cafasso—, Nuestra Señora no lo dejará perecer. Se
le acercó más y en ese breve trayecto logró confesarlo y al descender poco
después del sitio donde se había llevado acabo la ejecución, exclamó con santo
júbilo: —También éste se ha salvado.
El
Cardenal Cagliero, que en su juventud había asistido a dos de estas
dolorosas escenas que jamás se olvidan, así no las describe en su declaración
juramentada: “Hacia el fin de 1853, un
día de invierno, mientras caía abundante la nieve, se comentaba en Turín la
sentencia que condenaba a tres prisioneros, la cual debería ejecutarse esa
misma mañana. Algunos muchachos del Oratorio, llevados por la curiosidad, y ya
que no vivíamos lejos del sitio de las ejecuciones, nos mezclamos con la gente
que suele asistir a tales espectáculos. Ya habíamos visto aparecer, sobre el
primer carro al más viejo de los condenados. Lo acompañaba Don Cafasso. El
aspecto y el porte del Siervo de Dios, llamaba grandemente la atención. Su
rostro, más que de hombre, parecía de ángel, y esta impresión no la olvidaré
mientras viva. Estaba radiante y lleno de santa solicitud por la salvación de
ese pobre desgraciado. Vi que el condenado subía lentamente la escalera del patíbulo.
Cerca de ahí, en una escala adyacente, lo acompañaba Don Cafasso. Llegado al
tablado de arriba, lo estrechó tiernamente sobre su corazón, le dió a besar el
Crucifijo, hablándole en voz alta, y lo entregó al verdugo. Después descendió
por la misma escalera con una palidez angelical en el rostro e inundado de
santo gozo por haber salvado un alma. En seguida llegaron los otros dos
ajusticiados, acompañados por otros dos sacerdotes, también ellos piadosos y
llenos de bondad, mas no recibí de ellos como de Don Cafasso la impresión de
que era un ángel visible de la tierra que representaba a un ángel invisible del
cielo.”
“Vi también al Siervo de Dios acompañar a
otro de estos infelices, que fué ajusticiado detrás de los tablados de la ciudadela;
ni siquiera pensaba en el trance terrible que lo aguardaba. Cuando pasó delante
de un cuartel, se puso a gritar alegremente a los soldados:
— ¡Viva la
patria! toquen los: tambores, etc., etc., mientras el Santo lo invitaba sonriendo a sentarse, le presentaba el
Crucifijo y le exhortaba a dirigir su pensamiento al Paraíso, en donde
encontraría la verdadera alegría. Todo esto lo observé y oí mientras el cortejo
pasaba a muy pocos metros de distancia”.
En el
palco de la muerte, la figura de Don Cafasso resplandecía con una aureola de
luz sobrenatural. En efecto, llegado el momento supremo, el jefe de la cofradía
de la misericordia vendaba los ojos al condenado; y Don Cafasso, dándole de
nuevo la absolución, le presentaba el Crucifijo para que lo besara, y luego subía
la escalera de mano de la izquierda para estar también a su lado, mientras el
pobrecito, precedido por el verdugo, subía la de la derecha. Una vez se le
rompió al santo sacerdote la escalera y rodó por tierra. El pueblo comenzó a
gritar contra la falta de previsión de la autoridad, más Don Cafasso lo calmó
asegurándole que arreglaría por su propia cuenta la escalera. Y en aquel
estrado tenían lugar escenas conmovedoras. Diálogos breves, pero llenos de
ternura infinita entre el condenado y el hombre de Dios. Este, con su palabra y
con su mano levantada para bendecir, le abría en un instante el reino de la
felicidad.
Sucedió una vez que un condenado, después de
haber subido al estrado, rogó al verdugo que le aflojara un poco la cuerda
porque deseaba decir unas palabras a la gente. Le fué permitido. Pero
prolongándose su discurso, el verdugo se volvió impaciente al Santo para que lo
hiciera terminar. Don Cafasso arregló en pocas palabras el asunto: —Buen hombre, el Señor lo espera en el
cielo. ¿Para qué hablar ahora con los hombres? El condenado interrumpió al punto su discurso, y se apresuró a volar al
cielo para unirse con su Dios. En el cumplimiento de estos sublimes actos de apostolado
jamás tuvo Don Cafasso un momento de debilidad. Ante el lazo que truncaba
horriblemente una vida, permanecía firme y sereno. Una vez
cumplido el castigo, bajaba pronto de la tarima, aún para guarecerse de las
piedras que, no rara vez, tiraba la multitud al verdugo.
Bendecido
el cadáver, que bajaban de la horca, para ser colocado en un féretro, el hombre
de Dios iba a la iglesia de la Misericordia, donde oía la misa que se celebraba
en sufragio del muerto. A la salida del templo encontraba una turba de pobres,
a los que daba limosna. También ésta era un medio de sufragar a los pobres
extintos, cuyo cuerpo martirizado por el último tormento quedaba en la tierra,
mientras su alma iba en busca de Dios.
No sólo en Turín sino también en Saboya,
Asti, Vercelli, Cúneo, Pont, Alejandría, Romano Canavese, iba Don Cafasso a
asistir a los condenados. No por nada lo llamaban el sacerdote de la horca. Pero él supo santificar este horrendo
instrumento de muerte, convirtiéndolo en medio de salvación. Merced a su obra
los ajusticiados se salvaban, porque habiéndose arrepentido y expiado sus delitos
con el sacrificio de la vida, se ganaban el cielo al aceptar un suplicio tan
cruel. Por eso les llamaba Don Cafasso sus
santos ahorcados, y encomendándose a su intercesión obtenía cuantos favores
necesitaba.
De
la Vida de San José Cafasso
Por
el Card. Carlos Salotti.
Año
1948
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