lunes, 31 de octubre de 2016

DE LAS INDULGENCIAS (Catecismo Mayor de San Pío X)




796) ¿Qué son las indulgencias?

— Las indulgencias son la remisión de la pena temporal debida por nuestros pecados, ya perdonados en cuanto a la culpa, remisión que otorga la Iglesia fuera del sacramento de la Penitencia.

797) ¿De quién ha recibido la Iglesia la facultad de conceder indulgencias?

— La Iglesia ha recibido de Jesucristo la facultad de conceder indulgencias.

798) ¿De qué manera la Iglesia nos perdona la pena temporal por medio de las indulgencias?

— La Iglesia nos perdona la pena temporal por medio de las indulgencias, aplicándonos las satisfacciones sobreabundantes de Jesucristo, de María Santísima y de los Santos, las cuales forman lo que se llama el tesoro de la Iglesia.

799) ¿Quién tiene el poder de conceder indulgencias?

— El poder de conceder indulgencias lo tiene únicamente el Papa en toda la Iglesia y el Obispo en su diócesis, según la facultad que el Papa le otorgare.

800) ¿De cuántas especies son las indulgencias?

— Las indulgencias son de dos especies: plenaria y parcial.

801) ¿Qué es indulgencia plenaria?

— Indulgencia plenaria es la que perdona toda la pena temporal debida por los pecados. Por esto, si uno muriese después de ganarla, iría derecho al cielo, sin pasar por el purgatorio.

802) ¿Qué es indulgencia parcial?

— Indulgencia parcial es la que perdona solamente una parte de la pena temporal debida por los pecados.

803) ¿Qué pretende la Iglesia al conceder indulgencias?

— Al conceder indulgencias la Iglesia pretende ayudar la incapacidad que tenemos de expiar en este mundo toda la pena temporal, haciendo que consigamos, por medio de obras de piedad y caridad cristiana, lo que en los primeros siglos procuraba con el rigor de los cánones penitenciales.

804) ¿Qué se entiende por indulgencias de cien días, de siete años, y otras semejantes?

— Por indulgencia de cien días, de siete años, etc., se entiende la remisión de tanta pena temporal cuanta se descontaría con cien días o con siete años de la penitencia antiguamente establecida por la Iglesia.

805) ¿Qué caso hemos de hacer de las indulgencias?

— Grandísimo caso hemos de hacer de las indulgencias, porque con ellas satisfacemos a la justicia de Dios y más presto y fácilmente alcanzamos la posesión del cielo.

806) ¿Qué se requiere para ganar las indulgencias?

— Para ganar las indulgencias se requiere:

1°) estado de gracia (al menos en la última obra que se cumple) y pureza aun de las culpas veniales cuya pena queremos se nos perdone;

2°) cumplimiento de las obras prescritas;

3°) intención de ganarlas;

4°) ser súbdito del que las concede.

807) ¿Pueden aplicarse también las indulgencias a las almas del purgatorio?

— Sí; las indulgencias pueden aplicarse también a las almas del purgatorio, siempre que lo declare quien las otorga.

808) ¿Qué es el Jubileo?


— El Jubileo, que ordinariamente se concede cada veinticinco años, es una indulgencia plenaria con muchos privilegios y concesiones particulares, como la absolución de algunos pecados reservados y de las censuras, y la conmutación de algunos votos.

domingo, 30 de octubre de 2016

¿QUIENES SON LOS QUE TRAICIONAN A JESUCRISTO? Sobre los deshonestos que sacrílegamente se acercan a la comunión.






Discípulo. –– Dígame, Padre, ¿quiénes son los que tan cruelmente traicionan a Jesucristo?

Maestro. –– Son, en general los que con facilidad tratan con malos compañeros, los que leen malos libros, los que contraen malas costumbres, los que se confiesan mal.

D. — Luego, lo mismo que en la confesión, ¿lo del demonio mudo, o sea el demonio de la impureza?

M. — Esto mismo, precisamente. Volvemos al mismo tema. Siempre ha sido la impureza el demonio que arrastra a las peores consecuencias.

Los deshonestos se ven cegados por sus bajas pasiones. Ya no ven más la presencia de Dios, no oyen a Dios, que les amonesta; no escuchan su voz que les llama y dulcemente les invita al perdón; jamás se avergüenzan de su triste y desgraciada situación; únicamente buscan la manera de ocultarse, de burlar la presencia de Dios como burlan los niños la vigilancia de la madre y los ladrones la de la justicia. Peor aún, porque los sacrílegos se sirven de la comunión para engañarse a sí mismos y a los demás.

D. — Miserables, ¡qué remordimiento tendrán!

M. — Remordimiento horroroso, a los que poco a poco se habitúan, viviendo con la esperanza frustrada, porque ellos mismos se consideran sin fuerzas para levantarse y cortar por lo sano.

D. — Y entonces, ¿qué sucede?

M.¿Entonces? Son del número de los desgraciados que se cavan una tumba cada día más profunda, en espera de una mala muerte y de un juicio terrible. Yo mismo he asistido a estos pobrecillos, a quienes todavía antes de exhalar el postrer suspiro, se les oye repetir: —No tengo nada de qué confesarme...; nada qué decir... — y aparentemente mueren tranquilos; pero, penetrando en su interior, ¡cuánto horror, cuánto espanto!

D. — Padre, ¿y por qué no se dan cuenta ni siquiera en aquel momento supremo?

M.Porque sienten el abandono de Dios, y que son indignos de recibir su perdón. La vergüenza que ocultaron y con tanta traición guardaron durante su vida cuando se acercaban a comulgar sacrílegamente, ahora se presenta ante ellos pidiendo venganza, y es cuando oprimidos por tanta cobardía, no aciertan a elevar la mente a la misericordia infinita de Dios, ni a tener una mirada de arrepentimiento al Crucifijo, ni una jaculatoria, ni la más sencilla plegaria a la Reina del Cielo, María Santísima, y, desesperados, se entregan a aquel demonio a quien escucharon en vida, quién sabe si presumiendo todavía locamente de poder seguir ocultándolo todo en la eternidad.

La impureza, su ídolo de siempre, su dios, les ciega, les endurece de tal manera el corazón, tanto les desconcierta, que ya no ven, ni sienten, ni se preocupan de otra cosa.

D. — Pero, dígame, Padre: si éstos fueran capaces de enmendarse, ¿conseguirían el perdón de Dios?

M. — Ya lo creo que Dios les perdonaría, ¡y con qué generosidad! Jesús es siempre el Buen Pastor y el Padre más amable. ¿Acaso no leemos en el Evangelio que se celebra gran fiesta en el cielo cuando un pecador se convierte?

Escucha: Cierto día un niño pagano, al oír explicar al catequista que Judas, desesperado, se ahorcó después de haber traicionado a Jesús, dijo al misionero:

— Padre, Judas hizo muy mal con esto: yo hubiera hecho otra cosa.
— ¿Qué hubieras hecho?
— Pues, en vez de buscar el cuello de un árbol, hubiera ido al de Jesús y le habría pedido perdón. Él me hubiera perdonado, y ¡listo!

D.¡Qué gracioso! Aquel niño sabía seguramente más que muchos de tantos pobres pecadores.

M. — Sabía y mucho bueno, porque aquel niño todavía no conocía el demonio de la impureza, que es el que imposibilita las buenas resoluciones y todo propósito de generosidad.

D.¿Es terrible, pues, la impureza?

M. — Terriblísima ¡y pobre del que se acostumbra y se precipita!

El que apenas ha comido, tiene más hambre que antes; es una fiebre maligna que más atormenta al que más bebe. ¡Pobre del que empieza! ¡Es necesario combatirla desde el principio, como hicieron los Santos!

Se cuenta de San Francisco de Sales que escupió en la cara a una mujer que le tentó, y de Santo Tomás que la ahuyentó con un tizón encendido. Se lee de San Benito que para dominar en su cuerpo los ardores de la concupiscencia, se revolcaba entre los espinos. San Pedro de Alcántara se tiraba a un estanque de agua helada; otros Santos se azotaban hasta derramar sangre, se mortificaban con ayunos, se atormentaban con cilicios para vencer y triunfar del vicio de la impureza.

D. –– Si hicieran todos así, cuántos pecados menos, cuántos sacrilegios se evitarían.

Pbro Luis José  Chiavarino


“COMULGAD BIEN”

sábado, 29 de octubre de 2016

Al que se arrepiente de verdad Dios nunca le niega el perdón. (Dime, vas a desaprovechar tan amorosa invitación de Nuestro Señor a salvar tu alma) Si vas a abrir tu boca, mejor hazlo ante el tribunal de la misericordia.



Discípulo. — Al que se arrepiente a tiempo y se confiesa bien, Dios le perdona siempre, ¿no es verdad, Padre?

Maestro. — Sí, Dios perdona siempre a todo aquel que reconoce sus pecados y se arrepiente como debe. ¿Recuerdas la parábola del Hijo pródigo?

D. — La he leído cien veces y la encuentro siempre bellísima y muy consoladora. Cuentemela, Padre.

M. — Se escapa de casa aquel desgraciado hijo, disipa todo su haber en extravíos. Reducido a extrema miseria, se ve obligado a guardar cerdos, y hasta comparte las bellotas de los inmundos animales para no morir de hambre. Cansado al fin de una vida tan miserable, aguijoneado por un vivo remordimiento, resuelve volver a la casa paterna. Se sobrepone a la vergüenza, y resuelto, exclama: “Surgam et ibo ad patreum meum”. “Me levantaré e iré a mi padre”. Vuelve en efecto, y apenas llega, se arroja a los pies de su padre y le dice: “Padre, perdóname, pues he pecado”.
Él, el padre, que desde el triste día de la partida de su hijo, jamás tuvo paz ni reposo, no lo reprende ni lo aleja de sí; sino, por el contrario, le tiende los brazos, lo levanta, lo estrecha contra su pecho, lo besa en la frente, lo cubre con su capa, para que nadie le vea en aquel estado. En seguida dice a sus criados: “Vayan de prisa y traigan el mejor vestido para que se lo ponga mi hijo, traigan el anillo de oro, los collares preciosos para adornarle. Y ustedes, dice a otros, maten el ternero más cebado y preparen un gran convite, inviten a los parientes y amigos; llamen también a los músicos; quiero hacer una gran fiesta, porque ha vuelto mi hijo que tenía por perdido”.

Pocas horas después todo está listo: llena la sala de los invitados, la comida sobre la mesa. El afortunado hijo, que poco antes movía a compasión el verle, aparece galanamente vestido, radiante de alegría, al lado de su padre. Y colocado en el sitio de honor pasa a ser el Rey de la fiesta.

¿Sabes lo que significa la parábola? El hijo pródigo es el pecador, el padre es Jesús. Cada vez que el pecador miserable se arrodilla a los pies del confesor, y arrepentido le dice: “Padre, perdóname porque he pecado” se repite la misma escena. El confesor que representa a Jesús, levanta a aquel pobrecillo, lo estrecha entro sus brazos, le da el beso del perdón, lo reviste de la gracia santificante, lo adorna con sus consejos, lo lleva a las bodas de Jesús que es la Comunión, y el miserable que pocos momentos antes era esclavo del demonio, presa del infierno, se convierte en el rey de la fiesta; porque como sabes, lo ha dicho el mismo Jesucristo: “Mayor fiesta se hace en el cielo por un pecador que se convierte, que por noventa y nuevos justos que ya están en gracia de Dios”.

D. — ¡Bendita confesión! es verdaderamente el sacramento del perdón y del consuelo. Entonces, ¿por qué no se confiesan todos?

M. — Porque no se conoce suficientemente lo que es la confesión, ni se ama a Jesús. ¡Ah! si todos lo conocieran y sintieran, como lo conoció y sintió aquella mujer del Evangelio...

D. ¿Se refiere a la adúltera? Cuéntemelo, Padre, también es un hecho bellísimo y consolador.

M. — Un día fué presentada a Jesús una mujer sorprendida en adulterio, para que la condenase, según la ley, a morir apedreada. El, viéndola tan avergonzada y arrepentida como estaba, se inclinó, empezó a escribir en tierra con el dedo unas misteriosas palabras, y mientras escribía, poco a poco, los que la acusaban se fueron retirando confusos y cabisbajos. Cuando se fueron todos, Jesús incorporándose y dirigiéndose a aquella mujer pecadora, le dijo: — ¿Ninguno te ha condenado?Ninguno, Señor, —dijo temblando la mujer—. Pues bien, ni yo tampoco te condeno, vete en paz y no quieras más pecar.

Esta es, carísimo, la voluntad de Jesús: no de condenar, sino de perdonar, y aunque todo el mundo nos condenase. Él nos absolverá sin exigir de nosotros otra cosa que la resolución de no volver a pecar más.

D. — Pero, Él era Jesús, o sea Dios, mas ¿el confesor estará dispuesto siempre a perdonar?

M. — Sí, el confesor siempre perdona, por graves y enormes que sean los pecados, porque él representa a Jesús. Oye lo que refiere uno de los más célebres oradores franceses: Monsabré.

Al final de aquella terrible revolución que causó tantas víctimas de sangre inocente, un miserable viejo, tan pobre cuanto malvado había sido, solo y desamparado de todos, se moría en una buhardilla de Taris. Acudió a su lecho un joven sacerdote; aquél le recibió muy temeroso y después de angustiosos suspiros, le dijo de esta manera: “Óigame y dígnese no maldecirme: Fui sirviente de una noble familia que me colmó de beneficios. Cuando llegaron los terribles días de la revolución, mi corazón ingrato retribuyó con la más negra traición. Me concerté con los revolucionarios y les revelé el escondrijo en que se habían refugiado mis amos, los consigné en las manos de sus asesinos, los acompañé al patíbulo, me apoderé de sus bienes, que malgasté en francachelas y desarreglos... ¡Ah, Padre, soy un monstruo! Vea. Vea usted quiénes eran mis amos, tan amables, tan buenos...” y al mismo tiempo abría un estuche que contenía sus retratos. ¡Horror! El sacerdote reconoció en aquellos retratos a su propio padre y madre... ¡Espantosa escena! El ministro de Dios, de pie, pálido, tembloroso, anegado en lágrimas, miraba al asesino de su familia. El moribundo, como un espectro, se enderezaba sobre el miserable jergón y mostrando su desnudo y descarnado pecho, decía: “¡Vénguese de mí, vénguese de mí!” El Sacerdote se acordó que en aquel momento no era un simple hombre, sino el representante de Jesucristo, e inclinándose sobre el asesino y poniéndole en los labios el Crucifijo, para sofocacar así los gritos de desesperación que profería, le dijo: “Amigo mío, hermano mío, hijo mío: estás muy equivocado. Yo soy Jesucristo y Jesucristo no se venga, sino que perdona”. Siempre abrazado al moribundo, lo absuelve, lo consuela y el mendigo muere perdonado y bendecido, entre los brazos de aquel a quien había envenenado la vida.

La gracia de la buena muerte. (Parte I)



   A propósito de la buena muerte, conviene hablar primeramente de la perseverancia final y, después, el modo como el justo se prepara a recibirla.

El don insigne de la perseverancia final.

   Este don se define así: es aquel que hace coincidir el momento de la muerte con el estado de gracia. Veamos lo que dicen acerca de esto la Escritura y la Tradición, y, por tanto, la explicación que da la Teología según Santo Tomás.

   La Sagrada Escritura atribuye a Dios la coincidencia de la muerte con el estado de gracia. En el libro de la Sabiduría (IV, 11 y 14), a propósito de la muerte del justo, tan distinta de la del impío, se lee: “Su alma, siendo grata a Dios, Él se ha apresurado a sacarla de en medio de la iniquidad donde habría podido perderse.” En el Nuevo Testamento escribe San Pedro (I Petr., V, 10): “EI Dios de toda gracia, que por medio de Jesucristo nos ha llamado a su gloria eterna, nos perfeccionará El mismo, nos fortalecerá, nos robustecerá.” San Pablo dice también (Philipp., I, 6): “Aquel que ha empezado en vosotros la buena obra, la perfeccionará hasta el día de Cristo.” Del mismo modo, a los romanos (VIII, 28-33): “Todas las cosas concurren al bien de aquellos que son llamados de acuerdo con sus eternos designios. Aquellos que Él ha predestinado, ésos han sido llamados por El, y a los que ha llamado los ha justificado también, y a los que ha justificado también los ha glorificado”, lo cual supone que los ha conservado en la gracia que justifica. Confróntese con Rom., IX, 14-24. Él dijo a Moisés: “Yo haré misericordia a quien quiero hacer misericordia, y tendré compasión de quien quiero tener compasión.” En efecto, el don de la perseverancia es concedido a todos los elegidos.

   San Agustín, en su libro Sobre el don de la Perseverancia (C. 13, 14, 17), manifiesta que, tanto para los niños como para los adultos, el morir en estado de gracia es un insigne beneficio de Dios. Para los adultos, este don fija en el bien su elección voluntaria y meritoria y les impide dejarse vencer por la adversidad. Todo predestinado tendrá este don, pero ninguno puede saber, sin una revelación especial, si perseverará en él. De modo que debemos trabajar por nuestra salvación «con temor y temblor». San Agustín dice, por fin, que este don no nos es concedido por nuestros méritos, sino por la secretísima, sapientísima y benéfica voluntad de Dios, a quien sólo concierne fijar, cuando a Él le plazca, el término de nuestra vida. Pero si semejante don no puede ser merecido, puede, sin embargo, ser obtenido con nuestras súplicas: “Supliciter emtereri potest”.

   Santo Tomás de Aquino explica muy bien este último punto de doctrina (I, II, q. 114, a. 9). Sus enseñanzas, admitidas en general por los filósofos, se reducen a lo siguiente: El principio del mérito, que es el estado de gracia, no puede ser efecto de sí misma. Ahora bien: la perseverancia final no es otra cosa que el estado de gracia conservado por Dios para nosotros en el momento de la muerte. Por consiguiente, no puede ser merecido. Depende sólo de Dios, que conserva las almas en estado de gracia o se lo devuelve. Sin embargo, la gracia puede ser obtenida por la oración humilde y confiada, dirigida no a la justicia divina, como el mérito, sino a su misericordia.

   ¿Cómo es que podemos merecemos la vida eterna, sin merecernos también la perseverancia final? Es que la vida eterna, antes de ser, como es evidente, un principio del mérito, es su término y su finalidad. Se la obtiene, efectivamente, a condición de no perder los propios méritos. Santo Tomás, hablando de los adultos (II, II, q. 137, a. 4), dice: “Puesto que el libre albedrío es por sí mismo mudable, aun revestido de la gracia habitual, no es capaz de fijarse inmutablemente en el bien; puede escogerlo, pero no realizarlo sin una gracia actual especial.”

   El Concilio de Trento (Denz., 806, 826, 832) confirma esa enseñanza tradicional. Afirma la necesidad de un auxilio especial para que el justo persevere en el bien. Este auxilio es un gran don, enteramente gratuito, que sólo puede obtenerse de “Aquel, como dice San Pablo (Rom., XIV, 4), que puede sostener al que está en pie y levantar al que cae”.

   El Concilio añade que, sin una revelación especial, nadie puede tener certeza anticipada de recibir semejante don, pero se le puede y se le debe esperar firmemente luchando contra las tentaciones y trabajando por la salvación mediante la práctica de las buenas obras.

   Respecto a la eficacia de la gracia actual concedida a los justos por un último acto meritorio, los tomistas admiten que es eficaz intrínsecamente, o por sí misma, sin violentar de ningún modo la libertad por ella actualizada. Los molinistas, por el contrario, dicen que es eficaz extrínsecamente mediante nuestro consentimiento, que había previsto Dios gracias a la ciencia media. Según los tomistas, esta previsión supondría en Dios una pasividad y le haría dependiente, en su presciencia, de una determinación creada, que no provendría de Él.

   Si es cierto que no se puede estar seguro anticipadamente de obtener la gracia de una buena muerte, hay, no obstante, signos de predestinación, sobre todo los siguientes: la preocupación por no caer en pecado mortal, el espíritu de oración, la humildad que atrae la gracia, la paciencia en la adversidad, el amor del prójimo, la ayuda a los afligidos, una sincera devoción a Nuestro Señor y a su Santísima Madre. En otro sentido, y de acuerdo con la promesa hecha a Santa Margarita María, los que hayan comulgado en honor del Sagrado Corazón nueve veces seguidas en el primer viernes de mes, pueden tener, si no la certeza absoluta, al menos la confianza de obtener de Dios la gracia de una buena muerte, sobreentendida, con toda seguridad, la necesidad de las buenas obras y la práctica de nuestros deberes de cristianos. Pero aun es, con tales condiciones, una gran promesa.


“LA VIDA ETERNA Y LA PROFUNDIDAD DEL ALMA”


P. REGINALDO GARRIGOU-LAGRANGE, O. P.



miércoles, 26 de octubre de 2016

La conversión in extremis (Bella y consoladora lectura. Por caridad, no dejen de leerla)





La conversión “in extremis”

   Observemos, no obstante, para concluir, que incluso para los empedernidos que no dan señal alguna de contrición antes de morir, no es lícito afirmar que en el momento supremo, cuando el alma está a pique de separarse del cuerpo, se mantengan irreparablemente fijos en su obstinación. Han podido convertirse en el último minuto, de un modo que sólo Dios puede saber. El Santo Cura de Ars, divinamente iluminado, dijo a una viuda que entraba por primera vez en su iglesia y que rezaba sollozando: “Vuestra plegaria, señora, ha sido oída. Vuestro marido se ha salvado. Acordaos de que un mes antes de morir cogió en su jardín la rosa más bella, y os dijo: “Llévala al altar de la Virgen Santísima.” Ella no lo ha olvidado.” Hay otros que se han convertido in extremis, que no recordaban más que algún que otro acto religioso realizado en su vida; por ejemplo, un marinero que había conservado sólo la costumbre de descubrirse al pasar ante una iglesia, y no conocía o, mejor, había olvidado el Padrenuestro y el Avemaria; pero aun subsistía este frágil vínculo que le había impedido apartarse definitivamente de Dios.

   Se lee en la vida del santo Obispo de Tulle, monseñor Bertau, amigo de Luis Veuillot, que una pobre jovencita de esa ciudad, ya corista en la catedral, cayó en la miseria; después, de precipicio en precipicio, se hizo pecadora pública, y fué encontrada una noche asesinada en una calle de la ciudad; la Policía la recogió agonizante y la trasladó al hospital; al llegar expiró balbuceando: “¡Jesús! ¡Jesús!” Se preguntó al Obispo: “¿Hay que darle sepultura eclesiástica?” «Sí—respondió el Obispo—, porque murió pronunciando el santo nombre de Jesús; pero sepultadla muy temprano y sin incensar el cadáver.” En la pobre habitación de la desgraciada se encontró el retrato del santo Obispo de Tulle, en cuyo reverso había ella escrito: “¡El mejor de los padres!” Aunque caída, la pobrecilla había conservado en el corazón el recuerdo de la divina Bondad.

   Asimismo, un escritor licencioso, Armando Sylvestre, prometió a su madre cuando murió que recitaría todos los días el Avemaria, y cada día, en el estercolero que constituía la vida de aquel desventurado, se elevaba la flor del Avemaria. Armando Sylvestre cayó gravemente enfermo de pulmonía; lo llevaron a un hospital en el que la asistencia estaba confiada a religiosas. Estas le preguntaron: “¿Queréis confesaros?” “Desde luego”, respondió él, y recibió la absolución, probablemente con una atrición suficiente, y por una gracia especial que debió de haberle obtenido la Virgen Santísima. Pero con seguridad que habrá tenido que sufrir un largo y duro Purgatorio.

   Otro escritor francés, Adolfo Retté, poco después de su conversión sincera y profunda, fué impresionado por un aviso fijado a la puerta de un claustro carmelitano. Decía: “Rogad por los que morirán durante el Santo Sacrificio a que vais a asistir.” Él lo hizo así. Algunos días después cayó enfermo y, trasladado al hospital de Beaune, permaneció postrado en el lecho durante muchos años, hasta que murió. Cada mañana ofrecía sus padecimientos por los que tenían que morir en aquel día, y obtuvo muchas conversiones in extremis. En el cielo veremos cuán numerosas fueron en el mundo estas conversiones y cantaremos eternamente la misericordia de Dios.

   Se recuerda también, en la vida de Santa Catalina de Siena, la conversión in extremis de dos grandes criminales. La Santa, que se había dirigido a visitar a una amiga suya, oyó en la calle en que habitaba ésta un gran escándalo; la amiga de Santa Catalina miró por la ventana y vió dos condenados a muerte conducidos en una carreta al suplicio; los atormentaban con tenazas incandescentes y ellos blasfemaban y prorrumpían en alaridos. En seguida, Santa Catalina se puso de rodillas, con los brazos en cruz, pidiendo la conversión de los dos condenados. De repente, éstos cesaron de blasfemar y pidieron confesarse. La multitud, en la calle, no podía comprender el repentino cambio, ya que ignoraba que una santa había implorado la imprevista conversión.

   Hará unos sesenta años, el capellán de las cárceles de Nancy, que hasta entonces había podido convertir a todos los condenados llevados a la guillotina, se encontraba en un coche celular con un asesino que aun rechazaba su asistencia. El coche pasó delante de un santuario de Nuestra Señora del Buen Suceso. Entonces el viejo sacerdote murmuró la piadosa oración tan conocida de los creyentes: “Acordaos, piadosísima Virgen, de que nunca se ha oído decir que ninguno, habiendo recurrido a vuestra intercesión, haya sido abandonado.” Y continuó: “Convertid a mi condenado, pues de otro modo yo diré que Vos, habiéndooslo pedido, no me habéis escuchado”. Y el condenado se convirtió.

   La vuelta a Dios es posible hasta la muerte, pero se hace cada vez más difícil con el endurecimiento del corazón. No aplacemos, pues, nunca para más adelante nuestra conversión y pidamos cada día con un Avemaría la gracia de la buena muerte.


“LA VIDA ETERNA Y LA PROFUNDIDAD DEL ALMA”

Garrigou-Lagrange O.P.



martes, 25 de octubre de 2016

La impenitencia final y la conversión in extremis (parte III) final en cuanto a la impenitencia. Sigue con la Conversión.







La muerte en la impenitencia

   Se puede morir en estado de pecado mortal sin que el pensamiento de semejante muerte se haya presentado al espíritu. Así mueren repentinamente muchos hombres que jamás se han arrepentido; se dice entonces que, tras haber abusado de muchas gracias, fueron sorprendidos por la muerte; no habían tenido en cuenta las advertencias recibidas. No tuvieron contrición ni siquiera atrición, que, unida al sacramento de la Penitencia, les habría procurado la absolución. Estas almas están perdidas para toda la eternidad. Hubo impenitencia final sin la renuncia precedente y especial de convertirse en el último momento.

   Si, por el contrario, existió esta repudiación, entonces se trata de la impenitencia final voluntaria, aceptada con la definitiva repulsa de la gracia ofrecida, antes de la muerte, por la divina misericordia. Es un pecado contra el Espíritu Santo, que adopta formas diferentes: el pecador retrocede ante la humillación de acusarse de sus propias culpas, y, por consiguiente, prefiere antes que eso la perdición eterna; llega así hasta a despreciar explícitamente su deber de justicia y de reparación hacia Dios, rehusándole el amor que le es debido como mandamiento supremo: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas, con todo tu espíritu” (Luc., X). Estas terribles lecciones nos muestran la necesidad del arrepentimiento, tan distinto del remordimiento, que subsiste hasta en el infierno sin la menor atrición. Los condenados no se arrepienten de sus pecados como falta propia y ofensa de Dios, sino porque ven que son castigados por culpa propia; querrían no sufrir la pena que justamente les es infligida, y los roe un gusano: el remordimiento, que nace de la podredumbre del pecado, que no pueden no ver y que les hace estar desesperados de todo y de sí mismos. Judas experimentó el remordimiento que da la angustia, pero no el arrepentimiento que devuelve la paz, y cayó en la desesperación, en vez de confiar en la misericordia divina pidiendo perdón.

  Es, pues, terriblemente peligroso aplazar siempre para más tarde la propia conversión. El padre Monsabré dice acerca de esto: “Suprema lección de previsión”: 1) Para aprovecharse de la última hora hay que saberla reconocer. Ahora bien, con la mayor frecuencia todo conspira para disimulársela al pecador cuando llega: sus propias ilusiones o la vileza, la negligencia, la falta de sinceridad de los que le rodean. 2) Para aprovechar la última hora cuando se siente venir, es menester la voluntad de convertirse; mas es mucho de temer que el pecador no lo quiera realmente. La tiranía de la costumbre imprime a las últimas voluntades el sello de la irresolución. Las dilaciones interesadas del pecador han debilitado su fe y le han ofuscado respecto a sus condiciones. De donde se sigue que su última hora se acerca sin que se conmueva por ello, y así sucede que muere impenitente. 3) Para aprovechar bien la última hora, cuando uno quiere convertirse, es necesario que la conversión sea sincera, y para eso es necesaria la gracia eficaz. Mas el pecador empedernido no tiene en cuenta la gracia en sus cálculos, sino solamente su propia voluntad. Y aunque cuente con la gracia, hace lo posible por alejarla de sí hasta el último momento, especulando vilmente con la misericordia de Dios. Y en tales condiciones, ¿llegará a tener un verdadero dolor de la ofensa hecha a Dios, un verdadero y generoso arrepentimiento? El pecador empecatado no sabe ya qué es el arrepentimiento y corre gran peligro de morir en su pecado. De ahí la conclusión: asegurarse con tiempo el beneficio de una verdadera penitencia, para no correr el riesgo de echarla de menos cuando haya de decidir de nuestra eternidad (*).

   (*) No olvidemos que la atrición que dispone a recibir bien el Sacramento de la Penitencia y con él nos justifica, debe ser sobrenatural. Según el Concilio de Trento, presupone la gracia de la fe y la de la esperanza, y debe detestar el pecado como ofensa de Dios. (Denz., 898.) Ahora bien: esto supone, probablemente, como el bautismo en los adultos, un amor inicial de Dios como fuente de toda justicia. (Denz., 798.) No se puede detestar realmente la mentira sin empezar a amar la verdad, ni detestar la injusticia sin empezar a amar la justicia, y Aquél es la fuente de toda justicia.


“LA VIDA ETERNA Y LA PROFUNDIDAD DEL ALMA”

Garrigou-Lagrange O.P.


lunes, 24 de octubre de 2016

La impenitencia final y la conversión in extremis (lectura imprescindible) (parte II)



El retorno es difícil

   El retomo es, en estos casos, difícil, pero no imposible. Es difícil por el endurecimiento del corazón, que presupone la ceguera del entendimiento, un juicio pervertido y la voluntad de tal modo inclinada al mal que no tiene más que débiles veleidades hacia el bien. Aun frecuentando la iglesia, no se saca provecho alguno de la predicación, de los consejos santos, ya no se lee el Evangelio, se resiste a las advertencias saludables de las almas buenas, el corazón se endurece como la piedra. Es el estado de aquellos de que habla Isaías (V, 20-21): “Desgraciados los que llaman bien al mal y mal al bien, que hacen de la tinieblas luces, que llaman amargo al dulce y al amargo dulce. Desgraciados los que se creen cuerdos a sus propios ojos e inteligentes a sus propios sentidos.”

   Es la consecuencia de los pecados frecuentemente repetidos, de los hábitos viciosos, de los lazos criminales, de lecturas en las que se ha absorbido ávidamente el error, cerrando los ojos a la verdad. Después de tanto abuso de gracias, el Señor niega al pecador no solamente los auxilios eficaces de que se ve privado el que comete falta grave, sino hasta la gracia próxima suficiente que hace posible el cumplimiento de los preceptos.

   No obstante, el retorno a Dios es aún posible. El pecador endurecido recibe aún gracias remotas suficientes; por ejemplo, durante una Misión o con ocasión de una prueba. Con esta gracia remota suficiente no pueden aún cumplir los preceptos pero pueden empezar a rezar, y si no resisten, reciben la gracia eficaz para comenzar efectivamente a rezar. Esto se debe a que la salvación es aún posible para ellos y, contra lo que pretendía afirmar la herejía pelagiana, les es posible sólo por la gracia; si el pecador no resiste a esta llamada, será llevado de gracia en gracia hasta la de la conversión. El Señor ha dicho: “Yo no quiero la muerte del pecador, sino que se convierta y viva” (Ezequías, XXXIII, II, 14-16). Como dice San Pablo (I Tim., II, 4): “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad.”

   Otra herejía, contraria a las precedentes, es la que dice, con Calvino, que Dios, con un decreto positivo, predestina a algunos a la condenación eterna y, consiguientemente, les niega toda gracia de salvación. Por el contrario, hay que afirmar con San Agustín, como lo recuerda el Concilio de Trento (Denz, 806): “Dios no manda lo imposible, pero nos advierte que hagamos lo que podamos y que le pidamos la gracia de hacer lo que no podemos hacer por nosotros solos.” Ahora bien: para el pecador endurecido hay aún sobre la tierra una obligación grave de hacer penitencia, y esto no es posible sin la gracia. Hay que concluir, pues, que recibe de tiempo en tiempo gracias suficientes para empezar a orar. La salvación es, pues, aún posible para él.

   Pero si el pecador resiste a estas gracias se hunde en su propia miseria, como el caminante se hunde en la arena del desierto tanto más cuanto más se esfuerza por librarse de ella. La gracia suficiente les pasa aún de vez en cuando sobre el alma para renovar sus fuerzas, pero si siguen resistiendo, se privan de la gracia eficaz, ofrecida en la suficiente como el fruto en la flor. Y entonces, ¿obtendrá más tarde este socorro especial que toca el corazón y convierte sinceramente?

   Las dificultades aumentan, las fuerzas de la voluntad y las gracias disminuyen.

   La impenitencia temporal voluntaria dispone manifiestamente a la impenitencia final, aun cuando la misericordia divina preserve de ella in extremis a muchos pecadores endurecidos.


“LA VIDA ETERNA Y LA PROFUNDIDAD DEL ALMA”



Garrigou-Lagrange O.P.

La impenitencia final y la conversión in extremis (lectura imprescindible) (parte I)



   Puesto que toda nuestra vida futura y eterna depende del estado en que se encuentre nuestra alma en el momento de morir, es necesario que hablemos ahora de la impenitencia final, que se opone a la buena muerte, y, por contraste, de las conversiones in extremis.

   La impenitencia, en el pecador, es la ausencia o privación de la penitencia, que debería borrar en él las consecuencias morales del pecado o de la rebelión contra Dios. Estas consecuencias del pecado son la ofensa hecha a Dios, la corrupción del alma rebelde, los justos castigos que ella ha merecido.

   La destrucción de semejantes consecuencias se lleva a cabo mediante la satisfacción reparadora, esto es, mediante el dolor de haber ofendido a Dios y mediante una compensación expiatoria. Como explica Santo Tomás (III, q. 4, a. 5y 87), estos actos de la virtud de penitencia son, para los pecadores, de necesidad de salvación; lo exigen la justicia y la caridad para con Dios y hasta la caridad para con nosotros mismos.

   La impenitencia es la ausencia de contrición y de satisfacción; puede ser temporal, esto es, tener lugar en la vida presente, o final, es decir, en el momento de la muerte. Es necesario leer el sermón de Bossuet sobre el endurecimiento, que es la pena de los pecados precedentes. (Adviento de San Germán y Defensa de la Tradición, L. XI, C. IV, V, VII, VIII.)

¿Qué es lo que conduce a la impenitencia final?

   La impenitencia temporal. Esta se presenta bajo dos formas muy distintas: la impenitencia de hecho es simplemente la falta de arrepentimiento; la impenitencia de voluntad es la resolución positiva de no arrepentirse de los pecados cometidos. En este último caso se trata del pecado especial de impenitencia, que en su máxima expresión es un pecado de malicia, el que se comete, por ejemplo, al disponer que se le hagan funerales civiles.

   Ciertamente es grande la diferencia entre las dos formas; sin embargo, si el alma es sorprendida por la muerte en el simple estado de impenitencia de hecho, la suya es también una impenitencia final, aunque no haya sido preparada directamente con un pecado de endurecimiento.

   La impenitencia temporal de voluntad conduce directamente a la impenitencia final, aunque algunas veces Dios, por su misericordia, preserve de llegar a ella. En este camino de perdición se puede llegar a querer deliberada y fríamente perseverar en el pecado, a rechazar la penitencia que nos habría de librar.

   Es entonces, como dicen San Agustín y Santo Tomás (II, II, q. 14), no sólo un pecado de malicia, sino contra el Espíritu Santo, es decir, un pecado que va directamente contra cuanto podría ayudar al pecador a levantarse de su miseria.

   El pecador debe, pues, hacer penitencia en el tiempo ordenado, por ejemplo, en el tiempo pascual; de otro modo, se precipita en la impenitencia final y en la de voluntad, al menos por omisión deliberada. Y es tanto más necesario volver a Dios cuanto que no se puede, como dice Santo Tomás, permanecer largo tiempo en el pecado mortal sin cometer otros nuevos que aceleran la caída (I, II, q. 109, a. 8).

   Así, pues, no es preciso, para arrepentirse, esperar a más adelante. La Sagrada Escritura nos incita a que lo hagamos sin demora: “No esperes hasta la muerte para pagar tus deudas” (Eccl., XVIII, 21). San Juan Bautista, con su predicación, no cesaba de mostrar la necesidad urgente del arrepentimiento (Luc. III, 3). Lo mismo que Jesús al principio de su ministerio: “Arrepentíos y creed en el Evangelio” (Mar., I, 15). Más tarde, dijo aún: “Si no hacéis penitencia, todos pereceréis” (Luc., XIII, 5). San Pablo escribía a los romanos (II, 5): “Por tu endurecimiento y la impenitencia de tu corazón, estás acumulando la cólera divina para la manifestación del juicio justo de Dios, que dará a cada uno según sus obras.” En el Apocalipsis (II, 16), se dice al Ángel (el Obispo) de la Iglesia de Pérgamo: “Arrepiéntete; de no ser así, te visitaré no tardando.” Es la visita de la Justicia divina la que de este modo se anuncia, si no se tiene debidamente cuenta de la visita de la misericordia.