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lunes, 22 de julio de 2024

Grandeza contra mezquindad, del Caballero Cristiano – Por Manuel García Morente.

 



   De esa condición primaria del caballero, paladín de su propio ideal, derívanse un cierto número de preferencias más concretas, que vamos a enumerar rápidamente. En primer lugar, la preferencia de la grandeza sobre la mezquindad. Pero ¿qué es la grandeza y qué es la mezquindad? Grandeza es el sentimiento de la personal valía; es el acto por el cual damos un valor superior a lo que somos sobre lo que tenemos. Mezquindad es justo lo contrario, esto es, el acto por el cual preferimos lo que tenemos a lo que somos. El caballero cristiano cultiva la grandeza, porque desprecia las cosas incluso las suyas, las que él posee. Pone siempre su ser por encima de su haber. Se confiere a sí mismo un valor infinito y eterno. En cambio, no concede valor ninguno a las cosas que tiene. Vale uno por lo que es y no por lo que posse. Don Quijote lo afirma: “Dondequiera que yo esté, allí está la cabecera.”

 

   Antes, pues, consentirá el caballero cristiano sufrir toda clase de penurias y de pobrezas y verse privado de toda cosa, que rebajar su ser con el gesto vil, innoble, de la mezquindad, que es adulación a las cosas materiales. El adulador atribuye falsamente al adulado valores y modalidades que éste no tiene; de igual modo el mezquino supone falsamente en las cosas materiales valores que éstas no poseen. El caballero cristiano no adula ni a las personas ni a las cosas. Su grandeza le protege de cualquier mezquindad. Prefiere padecer toda escasez y sufrir trabajos que doblegar la conciencia que de sí mismo tiene.

 

   Esta preferencia por lo grande sobre lo mezquino, documentaríase fácilmente en mil hechos de la historia española, en innumerables productos del arte y de la vida españoles. El Escorial, por ejemplo, es la ilustración en piedra de esa preferencia; es pura grandeza pobre. La sobriedad de las formas personales y estéticas —a veces rayana en austeridad y aun en tosquedad— impresiona a todo el que se acerca a la vida española; y no es sino un derivado inmediato de esa preferencia esencial de lo grande a lo mezquino. La generosidad, a veces loca, del español; el desprecio impresionante con que trata las cosas materiales; la sencillez sublime con que se despoja de todo; la disposición tranquila al sacrificio de todo bien material; he aquí algunas de las consecuencias prácticas de esa condición hispánica que hemos llamado grandeza. El alma española no puede nunca conceder a lo material más valor que el de un simple medio para realzar y engarzar el valor supremo de la persona.

 

“IDEA DE LA HISPANIDAD”


domingo, 16 de junio de 2024

Arrojo contra timidez del Caballero Cristiano – Por Manuel García Morente.


 


   Otra consecuencia del “ser” caballeresco es la preferencia del arrojo a la timidez o de la valentía al apocamiento. El caballero cristiano es esencialmente valeroso, intrépido. No siente miedo más que ante Dios y ante sí mismo. Pero ¿qué sentido tiene esta valentía? O dicho de otro modo: ¿por qué no conoce el miedo el caballero cristiano?

 

   Lo característico, a mi juicio, de la intrepidez hispánica es, en términos generales, su carácter espiritualista o ideológico, o también podríamos decir religioso. En efecto, se puede ser valiente —o por lo menos dar la impresión de la valentía— de dos maneras: por una especie de embotamiento del cuerpo y de la conciencia al dolor físico, o por un predominio decisivo de ciertas convicciones ideales. En el primer caso situaríamos la valentía de los primitivos, de los hombres toscos, rudos, endurecidos, encallecidos física y psíquicamente; es una valentía hecha en su mayor parte de inconsciencia y de anestesia fisiológica; es una propiedad —¿cualidad o defecto?— de la raza, de la fisiología, de la constitución somática. En el segundo caso situaríamos la valentía de los que van a la lucha y a la muerte sostenidos por una idea, una convicción, la adhesión a una causa. Éstos saben bien lo que sacrifican; pero saben también por qué lo sacrifican. Tipo supremo: los mártires. Sin duda alguna, este segundo modo de la valentía es la que merece más propiamente el nombre de humana. La primera es animal; está en relación con el sexo, con la fisiología, con la anatomía, con la especie o la variedad biológica. La segunda, la humana, es superior a esas limitaciones o condicionalidades “naturales”; es superior al sexo, a la edad, a la efectividad fisiológica y anatómica. Depende exclusivamente del poder que la idea —la convicción— ejerza sobre la voluntad —la resolución.

 

   Ahora bien; una de las características esenciales del caballero cristiano —y, por consiguiente, del alma hispánica— es la tenacidad y eficacia de las convicciones. Precisamente porque el caballero no toma sus normas fuera, sino dentro de sí mismo, en su propia conciencia individual, son esas normas acicates eficacísimos y tenaces, es decir, capaces de levantar el corazón por encima de todo obstáculo. La valentía del caballero cristiano deriva de la profundidad de sus convicciones y de la superioridad inquebrantable en su propia esencia y valía. De nadie espera y de nadie teme nada el caballero, que cifra toda su vida en Dios y en sí mismo, es decir, en su propio esfuerzo personal. Escaso y escueto, o abundante y rico en matices, el ideario del caballero tiene la suprema virtud de ser suyo, de ser auténtico, de estar íntimamente incorporado a la personalidad propia. Por eso es eficaz, ejecutivo y sustentador de la intrépida acción. El caballero no conoce la indecisión, la vacilación típica del hombre moderno, cuya ideología, hecha de lecturas atropelladas, de seudocultura verbal, no tiene ni arraigo ni orientación fija. El hombre moderno anda por la vida como náufrago; va buscando asidero de leño en leño, de teoría en teoría. Pero como en ninguna de esas teorías cree de veras, resulta siempre víctima de la última ilusión y traidor a la penúltima. El caballero, en cambio, cree en lo que piensa y piensa en lo que cree. Su vida avanza con rumbo fijo, neto y claro, sostenida por una tranquila certidumbre y seguridad, por un ánimo impávido y sereno, que ni el evidente e inminente fracaso es capaz de quebrantar.

 

   Esa seguridad en sí mismo del caballero cristiano es, por una parte, sumisión al destino, y por otra parte, desprecio de la muerte. Ahora bien; la sumisión del caballero a su destino no debe entenderse como fatalismo. Ni su desprecio de la muerte como abatimiento. (…) Se debe observar que esa sumisión al destino no se basa en una idea fatalista o determinista del universo, sino que, por el contrario, se funda en la idea opuesta, en la idea de que el destino personal es obra personal, es decir, congruente con el ser o esencia de la persona, que “hace” su propio destino. Cada caballero se forja su propia vida; pero no una vida cualquiera, sino la que está en lo profundo dé su voluntad, es decir, de su índole personal. Y de su congruencia entre lo que cada cual es y lo que cada cual hace, o entre la índole personal y los hechos de la vida, responde en el fondo la Providencia, Dios eterno, juez universal e infinitamente justo. La fe tranquila, sin nubes, del caballero cristiano es el fundamento de su tranquila y serena sumisión a la voluntad de Dios.

 

   El desprecio a la muerte tampoco procede ni de fatalismo ni de abatimiento o embotamiento fisiológico, sino de firme convicción religiosa; según la cual el caballero cristiano considera la breve vida del mundo como efímero y deleznable tránsito a la vida eterna. ¿Cómo va a conceder valor a la vida terrenal quien, por el contrario, percibe en ella un lugar de esfuerzo, un seno de penitencia, un valle de lágrimas, hecho sólo para prueba de la santificación creciente? Así la fe religiosa del caballero cristiano, compenetrada estrechamente con su personal fe y confianza en sí mismo, es la que sirve de base a la virtud de la valentía o del arrojo.

 

“IDEA DE LA HISPANIDAD”