MISIÓN DE LA MUJER CRISTIANA.
El Hijo Unigénito de Dios
vino al mundo para levantar de sus ruinas a todo el género humano. El hombre y
la mujer habían caído de su dignidad primera, y uno y otro, por su miserable
caída, quedaron degradados; Jesucristo los ha rehabilitado, elevándolos a mayor
grandeza de la que habían caído. Regenerador de la raza de Adán, ha formado
como una nueva humanidad, una sociedad nueva, su Iglesia santa, destinada a continuar
su obra de santificación hasta el fin de los siglos; y en esta nueva sociedad
ha levantado al hombre y a la mujer, hasta asociarlos consigo para la obra divina
de la regeneración del mundo.
Echad una mirada sobre el plan del divino
Restaurador: bien pronto notaréis que el hombre ocupa el primer lugar en el
orden jerárquico; pero al mismo tiempo veréis que la mujer está junto al hombre
en puesto distinguido, desempeñando el papel de cooperadora, del cual depende
el buen suceso y el fruto de todos los ministerios de la Iglesia.
Para que llene su grandioso cometido,
Jesucristo adornó a la mujer cristiana con los más nobles dones de su gracia.
La hija de Eva, degradada por el pecado, y entregada a las afrentosas bajezas
del vicio, se convirtió en la más innoble de las criaturas; pero sublimada por
el divino Salvador, se ha transformado en la más bella, la más sublime creación
del cristianismo.
Para pintar esta fisonomía celestial, sería
necesario tomar los pinceles de mano de los ángeles y arrebatar al cielo sus
colores.
Lo que el Sabio dice de la mujer virtuosa en
general, de una manera particular puede aplicarse a la mujer cristiana. Lo que
es para el mundo, dice, el sol al nacer en las altísimas moradas de Dios, eso
es la gentileza de la mujer virtuosa, para el adorno de la casa. Antorcha que resplandece sobre el candelero
sagrado es la compostura del rostro en la edad robusta. Cimientos eternos sobre
sólida piedra son los mandamientos de Dios en el corazón de la mujer santa.
(Eccli. XXVI - 21, 22, 24).
Para realizar este bello ideal, debe la
mujer cristiana, en primer lugar,
conocer a fondo la gran misión que le está confiada; y en segundo lugar, las condiciones requeridas para llenarla
debidamente.
En cuanto a lo primero,
su misión se puede considerar desde dos puntos de vista:
I) En sí misma, tal cual le ha sido
designada por Jesucristo a la mujer cristiana.
II) En la historia, tal cual la mujer
cristiana la viene cumpliendo desde hace veinte siglos.
I. Misión de la mujer cristiana considerada
en sí misma. La
misión de la mujer cristiana está encerrada en estas palabras del Criador: No
es bueno que el hombre esté sólo; hagámosle una ayuda semejante a él mismo.
(Gen. II, 18). Por estas grandiosas palabras, de las cuales el Criador ha
querido hacer una ley social, Dios crió a la mujer para que fuese una ayuda del
hombre, no solamente en el orden material, sino principalmente en el orden
espiritual. Ayudar al hombre a salvar su
alma: ved ahí el más elevado fin de la mujer; ésta es su gloria, éste su noble
ministerio, ésta su más dulce felicidad.
Admirad
la amplitud de esta sublime misión: la mujer, establecida por Dios y por
Jesucristo para ser la ayuda del hombre en toda la extensión de la palabra, no
circunscribe su acción dentro de los estrechos límites de la familia, sino que
la extiende al Estado y aun hasta la Iglesia: debe contribuir poderosamente a
propagar la vida cristiana, así en el bullicio del siglo como en el silencioso
retiro del claustro.
a) En el siglo. Primeramente
la mujer cristiana ejerce en el siglo un verdadero apostolado en el seno de la
familia. Con sus instrucciones e insinuantes palabras, y con sus ejemplos, hace
que la piedad y la paz reinen en el santuario doméstico. Es como una
resplandeciente antorcha que puesta sobre el candelero en medio del hogar,
derrama de continuo la luz vivificante de la fe práctica, alumbrando a todos
cuantos moran en la casa. Es como un vaso de exquisitos perfumes que esparce en su derredor el
suave olor de Cristo, por sus amables virtudes. (Juan. XII, 3).
¿Es madre de familia?
Santifica a su esposo, a sus hijos, a sus domésticos. ¿Es, acaso, joven soltera? Edifica a sus hermanos y aun a sus
padres con los dulces encantos de la virtud.
¿Qué
diremos, pues, del alcance de este apostolado? Santificando
la familia, la mujer santifica a la Iglesia y al Estado; puesto que, lo que la raíz
es al árbol, lo que el manantial al arroyo, lo que la base al edificio, es la familia
a la Iglesia y al Estado. De la familia recibe el Estado sus ciudadanos,
y sus miembros la Iglesia. Este suave y eficaz apostolado no se encierra en los
estrechos límites del hogar doméstico: la mujer cristiana lo ejerce donde quiera que se
encuentre; pero singularmente en el templo del Señor y en la morada del pobre.
¿Quiénes
son los que en la iglesia dan ejemplo de la más tierna piedad, reciben con
mayor frecuencia los santos sacramentos, asisten con más asiduidad y devoción al
sacrificio de la misa, y escuchan la palabra de Dios con mayor recogimiento?
¿No son acaso las mujeres cristianas? Después de haber llenado sus deberes domésticos, su ingénita piedad las
lleva a la casa de Dios, para hartar
su alma en los purísimos raudales del Salvador,
llenándose de esa vida sobrenatural y divina que, aun en medio de los vaivenes del mundo, causa la paz y el gozo en el corazón. Animada por esta vida, que no es otra cosa
sino la caridad, siéntese feliz en visitar a los pobres y afligidos, y halla la
dicha enjugando sus lágrimas, y derramando en sus corazones la esperanza del
bienestar y del gozo no lejano. ¡Qué sermón tan elocuente no es el ejemplo de
estos ángeles de la caridad!
No es esto todo. ¿De dónde proceden esas obras de beneficencia, tan numerosas y tan
apropiadas a todas las miserias de la actual sociedad? ¿Tantos patronatos, tantos talleres, cocinas económicas, escuelas
gratuitas, asilos de toda clase, para la infancia abandonada y para la
ancianidad desvalida, como vemos que se fundan cada día, se sostienen y se
multiplican? ¿No es, por ventura, las más de las veces, por la iniciativa, y siempre
con la cooperación, con las limosnas, con el concurso personal de la mujer
cristiana? ¿Sin ella, sin el celo industrioso de su corazón, sin el socorro de
su mano bienhechora, no se verían languidecer y anularse la mayor parte de esas
caritativas obras?
¿De dónde proviene el esplendor del culto,
la riqueza en los altares, la magnificencia en las sacerdotales vestiduras? En
las procesiones solemnes, ¿quién contribuye al grandioso aparato de la pompa
religiosa? ¿Quién se esmera más en las públicas decoraciones, tan propias para
despertar el santo entusiasmo en el pueblo, y glorificar al Dios de las alturas?
¿No es siempre la mujer cristiana, con su fe, con su celo, con su ingeniosa
piedad, quien rinde esos espléndidos homenajes a la Soberana Majestad del
Señor? Así llena su misión, manifestando la apacibilidad
de las virtudes domésticas, la piedad fervorosa en el templo, las explosiones
del entusiasmo religioso en calles y plazas, su benéfica caridad en todas
partes. Es en medio del mundo aquella lámpara que arde e ilumina, de que habló
el Salvador: ilumina con los esplendores
de la fe y arde con los ardores de la caridad.
b) En la religión. Veamos cómo llena su misión en el retiro
del claustro. Nuestro divino Redentor ha instituido la vida religiosa para las
almas escogidas, que, animadas de los más nobles sentimientos, aspiran a la
perfección cristiana; para aquellas almas generosas, que, pisoteando con sus
pies los bienes perecederos y deleznables, solamente desean los eternos; que, considerando
que no tienen más que una sola vida, quieren consagrarla toda entera a su Dios;
finalmente, para aquellas almas que, animadas de una santa ambición, quieren
conquistar para sí un elevado trono de eterna gloria, y tener por esposo al Rey
inmortal de los siglos.