Nadie
puede servir a dos dueños; no podéis servir a Dios y al dinero (Mateo. IV. 24).
No podéis pertenecer a Dios y a la avaricia, al Cielo y a la tierra.
El
oro y la plata son bienes, no capaces de haceros un bien, dice San Agustín,
sino que se os han concedido para que hagáis el bien con ellos.
Dad
el que os pida, dice Jesucristo (Mateo. V. 42).
El
rico del Evangelio dice: Echará ahajo mis graneros para construir otros más
vastos, y amontonaré allí los bienes y los frutos que me pertenecen, diciendo a
mi alma: Alma mía, tesoros inmensos tienes que te bastarán por muchos años;
descansa, come, bebe y alégrate. ¡Insensato! Esta misma noche te pedirán tu alma; y ¿de
quién serán ya las cosas que tienes? (Lucas. XII. 18-20).
¿Buscáis
graneros? dice San Basilio; ya los tenéis: esos graneros son el estómago de los
pobres hambrientos.
Vuestra alma no os pertenece, dice San Crisóstomo;
¿cómo ha de perteneceros
vuestro dinero? No siendo vuestro el dinero que tenes, sino del Señor, es menester que lo reportáis con
vuestros hermanos.
No digáis:
Gasto mis bienes. Estos bienes no son vuestros, son los bienes de los pobres; o
más bien son bienes comunes, como el sol, el aire y todas las cosas.
Dios,
dice aquel mismo Doctor, os ha dado casa, dinero y frutos, no para que lo
disfrutéis exclusivamente, sino para que lo repartáis entre los necesitados.
No olvidéis
la hospitalidad, dice San Pablo a los hebreos: (XIII. 2). No os olvidéis de ser bienhechores, y de
dar parte de lo que tenéis a los que nada tiene; con semejante sacrificio nos
hacemos amigos de Dios (Hebr. XIII. 16).
Todos los bienes de los primeros cristianos
eran comunes: (Act. II.44). Lo mío y lo luyo son causa de todas las discordias, dice San Crisóstomo.
La piedad pura y sin mancha a los ojos de
Dios, nuestro Padre, dice el apóstol Santiago, consiste en visitar a los
huérfanos y a las viudas en sus aflicciones.
¿Cómo puede
tener amor de Dios, dice el apóstol San Juan,
el hombre que, teniendo todos los bienes de este mundo y viendo a su hermano en
la miseria, le cierra su corazon y sus entrañas?
Muy culpable sois, dice San Ambrosio,
si sabiéndolo, permitís que sufra hambre uno de vuestros hermanos. Sois el
asesino del pobre, a quien no socorréis, dice San Crisóstomo.
Guardaos, dice el Señor en el Deuteronomio,
de dejaros sorprender por el impío pensamiento de apartar vuestros ojos de
vuestro hermano, que es pobre, sin querer asistirle; no sea que clame contra vosotros
al Señor, y se os impute esta acción como un pecado (XV. 9). Pero le daréis: y
vuestro corazon no se endurecerá aliviando su miseria, para que el Señor os
bendiga en todo tiempo y bendiga cuanto emprendáis. (Ibid. XV. 10). No faltarán
pobres en la tierra que habitareis; por esto os mando que abráis la mano a
vuestro hermano pobre y falto de auxilios. (Ibid. XV-II).
Haced limosna, dice Tobías, y no apartéis vuestro
rostro del pobre, sea quien fuere San Agustín afirma
que los ricos no pueden salvarse sin la limosna. El que cierra su oído al grito
del pobre, dicen los Proverbios, gritará también, y no será escuchado. Esta sentencia
se explica por la ley del Talión, que Dios ha sancionado, y por las palabras de
Jesucristo; Sereís medidos con la misma medida que habréis empleado para los
demás. Los ejecutores de las sentencias serán los hombres, y principalmente
Dios. La historia del rico malo nos proporciona un terrible ejemplo.
La riqueza y la
pobreza son dos cosas opuestas, pero ambas necesarias. Ni el rico ni el pobre
experimentarían necesidades si se auxiliasen mutuamente. El rico existe para el
pobre, y el pobre para el rico. El deber del pobre es orar y resignarse; el
deber del rico es hacer limosna. Dios está entre ambos para
recompensarlos.
El hombre qne no da, no debe esperar
recibir, dice San Gregorio.
Hijo mío, dice el Eclesiástico, no prives de su
limosna al pobre, ni separes de él tu mirada. No desprecias al que tiene
hambre, y no entristezcas al pobre en su miseria (IV 1-2).
Admirables palabras pronunció San Ambrosio.
Ningún hombre, dice, puede llamar suyos los bienes que posee. ¿Dónde está, decís, dónde está la injusticia no quitando
los bienes a otros, y conservando los vuestros con cuidado? ¡O impudencia! Me
habláis de vuestros bienes. ¿Dónde están? ¿Son los que habéis traído al mundo?
Habéis venido desnudos. ¿Son los que poseéis ahora? Si realmente os pertenecen,
¿por qué os los arrebata la muerte? Robar al que tiene, y negar auxilio
al que nada tiene, pudiendo, son dos crímenes iguales.
De la misma manera se expresa San Jerónimo en
su carta a Hedibia: Si tenéis más de lo necesario para comer y vestir, le dice,
dadlo, y sabed que lo superfluo no es vuestro.
Oigamos a San Crisóstomo: Eres, oh hombre,
el simple administrador de tus bienes, y tu posesión es semejante a la del
sacerdote encargado de distribuir los bienes de la Iglesia. No has recibido tu
fortuna para emplearla en placeres, sino para invertirla en limosnas. ¿Es acaso hacienda tuya lo que posees? No; es la hacienda
de los pobres, que se te ha confiado; ya la hayas adquirido por medio de honrosos
trabajos, o por herencia de tus padres, poco importa. Lo superfluo del rico
pertenece al pobre, dice San Agustín; el que lo
guarda, guarda lo que no es suyo. En virtud del derecho natural, dice Santo Tomás, lo superfluo debe consagrarse
al sostenimiento de los pobres. Y aquel gran
Doctor asegura que tal es el parecer unánime
de todos los teólogos. Contentos debemos estar, dice
San Pablo
a su discípulo Timoteo, si tenemos lo suficiente con que comer y vestir.
Si queréis ser perfectos, dijo Jesucristo,
id, vended lo que tenéis, dadlo a los pobres; y tendréis un tesoro en el Cielo:
venid luego, y seguidme. (Mateo XIX. 21).
¡Qué es esto!
exclama San Ambrosio dirigiéndose a los ricos,
suntuosos y avaros: cubrís de oro las paredes de vuestra casa, y despojáis a
los hombres. El pobre que está desnudo, grita ante vuestra puerta: os hacéis
sordos a sus clamores; y os preocupa el calcular con qué clase de mármol cubriréis
vuestras habitaciones. El pobre solicita un óbolo, y no lo consigue; un
hombre os pide pan, y vuestro caballo anda adornado con oro y plata.
No rechaces la oración del afligido, dice el
Eclesiástico,
y no apartes tu rostro del pobre. No apartes tus ojos del pobre por miedo de la
ira, y no dejes que los que te imploran te maldigan por detrás; porque la
imprecación del que te maldice en la amargura de su alma, será oída por el que
le ha creado. Manifiéstate afable en la asamblea de los pobres. Presta sin
enojo oído al pobre; dale lo que le es debido, y contéstale con la mayor
dulzura. (IV. 4-8)
Partid vuestro pan con el que tiene hambre,
dice Isaías,
y recibid bajo vuestro techo a los que no tienen asilo; cuando veáis a un hombre
desnudo, cubridle, y no despreciéis la carne de que estáis formados.
Es menester hacer limosna, para que,
teniendo piedad de los pobres, merezcamos la piedad de Dios, dice San León.
“TESOROS
DE CORNELIO A LÁPIDE”