Entre todas las fiestas
que la Iglesia ha instituido en reverencia de los santos que están en los cielos,
la más solemne es la que celebra en este día en honra de todos; porque en ella
a todos los abraza, a todos se encomienda y llama en su favor.
Instituyóla en Roma Bonifacio IV en honor de
la Virgen santísima y de todos los santos mártires, consagrándoles, en el año
607, el templo llamado Panteón, en el cual habían sido adorados todos los
falsos dioses de la gentilidad. Más tarde Gregorio IV ordenó que aquella fiesta
se hiciese en honra de todos los santos del cielo, y mandó que se celebrase en
toda la cristiandad, señalando para ello este día primero
de noviembre.
Tres
fueron las razones principales de esta institución: reparar lo que la
fragilidad humana hubiese faltado por ignorancia o descuido en las fiestas
particulares de los santos; alcanzar, por la poderosa intercesión de todos los
santos juntos, las gracias que hemos menester, y animarnos a la imitación de
sus virtudes, con la esperanza de alcanzar el premio de la eterna gloria que
ellos alcanzaron.
“Consideremos,
nos dice San Cipriano, y pensemos con frecuencia, que hemos
renunciado al mundo, y que vivimos en la tierra como huéspedes y peregrinos.
Suspiremos por aquel día, en que a cada uno se nos ha de señalar morada en
aquella verdadera patria, y en que, sacados de este destierro, y libres de los
lazos del siglo, hemos de entrar en el reino celestial. ¿Quién hay, que,
viviendo lejos de su patria, no arda en deseos de tornar a ella? ¿Quién hay,
que navegando de vuelta a su hogar y familia, no desee viento favorable para
poder abrazar a las prendas de su corazón? Nuestra patria es el paraíso; son
nuestros parientes los, santos patriarcas: ¿por qué no nos damos prisa y
corremos para ver nuestra patria, y saludar a los parientes? Allí nos espera un
gran número de amigos; allí nos echa de menos una gran muchedumbre de
parientes, hermanos e hijos, seguros ya todos de su gloria inmortal, pero
solícitos de nuestra salvación. ¡Qué alegría ha de ser para ellos y para nosotros,
el vernos y abrazarnos! ¡Qué deleite el de aquellos reinos celestiales, donde
sin el temor de la muerte se posee una eternidad de vida! ¡Oh felicidad suprema,
y que nunca se ha de acabar! Allí está el glorioso coro de los apóstoles: allí
la alegre compañía de los profetas: allí el innumerable ejército de los santos
mártires, coronados por la victoria que alcanzaron de los tiranos y verdugos:
allí las purísimas vírgenes, que con la virtud de su continencia, triunfaron de
las malas inclinaciones de su cuerpo: allí los misericordiosos, que,
socorriendo largamente las necesidades de los pobres, cumplieron con toda
justicia, y observando los preceptos del Señor, colocaron en el tesoro del
cielo los patrimonios de la tierra. Apresurémonos con vivas ansias a llegar a
donde ellos están, deseemos hallarnos presto con ellos, para que podamos reinar
presto con Cristo.” (San Cipriano, lib. de mortalit).
Reflexión: Dice muy bien San Gregorio: “Al
oír las cosas de aquella gloria, nuestra alma suspira por ellas, y ya desea encontrarse
donde espera gozar sin fin. Pero los grandes premios no se alcanzan sin grandes
trabajos: y así dice San Pablo, que no será coronado sino aquel que legítimamente
peleare. Deleítese en hora buena, el ánimo con la grandeza de los premios; pero
no desmaye en los trabajos de la campaña”
Oración:
Todopoderoso y sempiterno Dios, que nos concedes la gracia de celebrar en una
solemnidad los méritos de todos los santos, rogámoste que atendiendo a tan grande
muchedumbre de intercesores, derrames sobre nosotros la abundancia deseada de
tus misericordias. Por Jesucristo,
nuestro Señor. Amén.
FLOS
SANCTORVM
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