A
mediados del siglo XVIII, una religiosa de la Visitación, de Turín, tuvo una
visión tremenda y por demás impresionante. Mientras rezaba devotamente ante
Jesús Sacramentado, se le apareció la sagrada Hostia chorreando sangre fresca.
Ni tiempo tuvo para volver en sí, a causa
del asombro y del miedo, cuando repentinamente se encontró en el atrio de las
dos iglesias situadas al principio de la plaza de San Carlos, y allí oye una
algaraza de gente que viene de las calles laterales de la parte que mira a los
Alpes. Gritos, voces, aullidos, blasfemias horribles... La chusma, que
aumentaba cada vez más, llenaba completamente la plaza.
Empieza
una comedia asquerosísima, e inmediatamente después todos se van precipitando
por las calles de la derecha hacia el río Po; les sigue una gran oleada de
sangre que inunda toda la plaza, y se desliza por las mismas calles hasta
perderse en el río, juntamente con toda aquella gentuza, verdaderos demonios.
La
monjita, horrorizada, se dirige al Señor, y exclama: ¡“Oh Jesús, sálvanos”! Y Jesús le
responde: “Tranquilízate,
que la oleada ya pasó. Sábete que todos éstos son los profanadores de mi Sangre
Eucarística. Son todos los que, en esta ciudad del Sacramento, pisotean la
Sagrada Eucaristía, comulgando sacrílegamente. Son los Judas que se suceden a
través de los siglos. Vete, y cuenta a todos lo que acabas de ver”.
La religiosa cumplió el encargo,
impresionando grandemente la narración de este hecho, narración que hizo
muchísimo bien.
D. —Tiemblo, Padre, de miedo; ¿pero es
verdad todo esto?
M.
—Y bien auténtico; existen documentos en los archivos de la iglesia y de la
Curia de Turín.
D. — ¿Es posible que haya tantos Judas?
M.
—Ya lo creo, y entre todas las clases sociales, como te he dicho.
D. — ¿Y por qué Jesucristo, que es Dios,
no ha previsto estos abusos?
M.
—Sí, los ha previsto, y, sin embargo, ha
instituido la Comunión y el sacerdocio, sabiendo también que muchos comulgarían
digna y santamente, de donde recibiría grande honra y gran amor, como también
previo que sin la Comunión no sería posible a un gran número de cristianos
mantenerse fieles y constantes en su fe.
D. —Entonces, Jesucristo, al instituir la
Santísima Eucaristía ¿ha preferido nuestro provecho, aun a costa de ser
despreciado?
M.
—Por cierto, ha preferido nuestro
provecho, aun a costa de ser despreciado. Jesús es siempre Jesús, infinito en
bondad y misericordia. Hace como la madre que se deja arañar de su hijo, y
encima le come a besos; o como la que, a pesar de que la amenazan y le pegan,
les aguanta, les quiere y les atiende constantemente. Jesús es siempre el
Divino Maestro, amante, paciente,
resignado, indulgente.
D. —Aun así, a mí me parece que no debería
permitir tantos sacrilegios.
M.
— Tú opinión o juicio es demasiado corto
y terreno; el de Jesús es muy distinto. Más contento y felicidad siente El cuándo
uno comulga bien, que dolor pueden causarle todos los sacrilegios que cometen
tantas almas indignas. Es como el sol, que, aunque extienda sus rayos sobre
todas las inmundicias de la tierra, no obstante todo lo llena de luz, de vida y
de calor. Y volviendo al ejemplo de la madre, se siente más contenta y feliz
con el cariño de un hijo bueno, que con todos los disgustos de los demás hijos
malos.
D. — ¡Oh Jesús, tan mal correspondido a
pesar de ser tan bueno!
M.
— Sí; infinitamente bondadoso es Jesucristo. ¡Por esto abusan tanto de su
bondad!; mas ¡ay de los ingratos y de los traidores!
D. — ¿Y los castigos para éstos serán
terribles?
M.
—Terribilísimos, pero bien merecidos. No habrá excusa para ellos; las palabras
de Jesucristo son eternas e infalibles: “El que come indignamente mi Carne, come su misma
condena”.
D. — Luego, ¡pobres de los sacrílégos!
M.
— Por cierto, bien infelices. Lo verás en lo que sigue.
José
Luis Chiavarino
COMULGAD
BIEN
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