Discípulo.
–– Dígame, Padre, ¿al oír en confesión
ciertos pecados, o el número si es muy crecido, no se asombrará el confesor...,
no lo llevará a mal... no perderá la estima del penitente..., no le negará la
absolución?
Maestro.
— ¿De qué se tiene que asombrar? El, sea cual fuere el
confesor, conoce ya el mundo. Tus pecados los ha oído mil veces; todo cuanto le
digas no será nuevo para él. Y además está allí, no para oír milagros, sino
miserias. Ni llevará a mal que le digas cosas muy gordas, porque los pecados,
no le ofendieron a él: antes bien como tierno Padre se sentirá más movido a
compasión hacia ti, y se alegrará, pensando que perdonando mucho, aumentará el
gozo y la gloria de Dios. ¿Acaso los
pescadores cuando con la red, sacan pescados grandes, lo llevan a mal?
Discípulo.
— No,
por cierto; antes se alegran mucho.
Maestro. — Pues bien, eso le
sucede al confesor. Escucha ahora.
Fué un día a confesarse
con San Luis Bertrán un
pobre pecador, cargado de grandes pecados. Aunque estaba completamente
arrepentido, tenía, sin embargo, mucho miedo y vergüenza; por eso, a cada
pecado miraba disimuladamente al confesor, para ver qué impresión le causaba.
Observando que el confesor no se alteraba, por nada, se animó, manifestó hasta
los más sucios y enormes; y entonces vio que se dibujaba en los labios del
confesor una dulcísima sonrisa. Interrogado si tenía otros pecados, respondió
muy triste:
— Padre,
debo añadir todavía una cosa, pero no me atrevo.
—
¿Cómo que no te atreves, siendo así que has confesado ya tantos, con tanto
valor?
— Es que
lo he cometido aquí, en este momento.
—
Tanto mejor, lo mataremos vivito y coleando. —Pero,
Padre, lo he cometido contra usted...
—
¿Contra mí? ¡Qué importa! Si he de perdonarte los pecados que cometiste contra
Dios, ¿por qué no te perdonaré uno contra mí?
— Padre,
cuando al confesarme aquellos pecados tan gordos, vi a usted que se sonreía,
dije para mis adentros. “Seguramente el
Padre los ha cometido aún mayores que yo”.
No bien hubo dicho
esto. San Luis Bertrán, más sonriente aún, le contestó:
—
No, por la gracia de Dios, no he cometido esos grandes pecados, aunque podría
haberlos cometido; si el Señor no me hubiera ayudado con su santa gracia. ¿Sabes por qué me sonreía? porque a medida que
con dolor y sinceridad ibas confesando tus culpas, veía yo alejarse al demonio
y entrar en ti la gracia de Dios.
Maestro.
— Esos son, carísimo, los sentimientos del confesor. Él no se fija en los
pecados, atiende a las disposiciones y al ánimo con que los confiesa el
penitente.
Cuando yo todavía no
era sacerdote, no me podía persuadir mucho de esto, más en la práctica del
ministerio he tenido ocasión de convencerme de que realmente es así.
Precisamente por esto, en mis sermones, hablo con frecuencia de la sinceridad
en la confesión, y lo haré siempre con mucho gusto.
Discípulo.
— ¿Y el confesor no pierde en nada la estima del penitente, por los pecados que
confiesa?
Maestro.
—
No sólo no la pierde, sino que la aumenta, porque reconoce el esfuerzo que le
cuesta hacer para confesarse bien, porque piensa en la buena voluntad que tiene
de enmendarse, y en que Jesús le colmará de favores y gracias.
Un día se presentó a San Francisco de Sales una señora, la
cual, después de una confesión general en que se había acusado de muchas
miserias, recibida la absolución y antes de irse, se decidió a preguntarle:
— Y ahora
¿qué piensa usted de mí?
—
Pienso que es usted una santa.
— Dispense,
Padre, pero me figuro que usted se burla de mí.
—
No, de ningún modo; pienso que es usted una santa, desde el momento que ha
tenido el valor y la gracia de Dios suficiente para hacer una confesión tan sincera
y dolorosa.
El confesor, pues,
repito, no pierde la estima que tenía del penitente, sino que la tiene mayor, a
medida que son más y más graves sus pecados acusados y perdonados, y más
sincera y dolorosa la confesión. Mucho menos negará la absolución.
Discípulo.
— Padre, ¿no se niega nunca la absolución?
Maestro.
—
Solamente en casos rarísimos, es decir, cuando el penitente no está dispuesto a
dejar el pecado o la ocasión próxima de pecar, o a reparar, en cuanto puede, el
daño o escándalo ocasionado con sus pecados, o bien cuando tiene el propósito
de continuar en su mala vida.
En todos estos casos,
sería inútil la absolución o más bien perjudicial, porque se cometería
sacrilegio tanto por parte del confesor, como del penitente, por el abuso del
Sacramento.
Cuenta
el Padre Fusignano, que un caballero tenía una mala costumbre desde
mucho tiempo atrás, y no obstante, no faltaba confesor que le absolviese. Su
pobre mujer lloraba, y no cesaba de reprochar a su marido el pésimo estado en
que se encontraba. Mas él, sonriendo, le replicaba:
“No seas
tonta, ¿a qué tomarte tanto cuidado de mí? Si fuera tan gran mal como dices, no
me absolvería el confesor”. Siguió hasta la muerte con su torpe
deshonestidad. Días después de muerto se apareció a su mujer todo rodeado de
llamas y sobre las espaldas de otro, ambos terriblemente atormentados, y con
desesperados gritos le dijo: “Estoy condenado, por
no haber dejado a tiempo la ocasión de mis pecados, y éste que me lleva sobre
las espaldas, es el confesor que me absolvía, aun cuando sabía que yo era
indigno”.
Discípulo.
— ¡Desgraciados de los dos! Y cuando el penitente está arrepentido y bien
dispuesto, ¿siempre le absuelve el confesor?
Maestro.
— Sí, siempre le absuelve y le perdona, aunque se trate de los más enormes
pecados.
El doctísimo teólogo
francés Juan Gaume,
refiere que uno de aquellos malvados que durante la revolución Francesa se
habían manchado con los más horribles delitos, y hasta muchas veces habían
derramado la sangre de los sacerdotes, vino a caer gravemente enfermo. Tenía hecho el horrible juramento, de que
no entraría en su habitación ningún sacerdote y que si entraba no saldría vivo.
Agravándose cada vez más la enfermedad, un buen sacerdote ofreció su vida
por la salvación de aquel infeliz. Al verlo el enfermo, montó en cólera y
recogiendo las pocas fuerzas que le quedaban exclamó:
— ¿Cómo,
un sacerdote en mi casa? ¡Tráigame un arma!
—
¿Qué queréis hacer?
— le pregunta con la
mayor dulzura el sacerdote.
— ¡Matarte,
pues has osado llegar a mi presencia! ¿No sabes que estas manos han degollado a
doce sacerdotes ya?
—
Os equivocáis, mi caro hermano, falta una para ese número. El duodécimo no
murió. Ese soy yo. Dios me ha conservado la vida para salvaros.
— ¿Para salvarme? Y, ¿quién podrá salvarme de tantos delitos?
—Vuestro
arrepentimiento y mi absolución.
— Pero tú
no lo sabes todo, cuando te lo cuente no podrás menos de maldecirme.
—
¿Maldeciros? ¡Nunca, jamás!
— ¿Y me
absolverás todavía?
—
¡Sí, porque ésta es la voluntad de Jesucristo!
— Y empezó con toda
claridad a instruirlo y prepararlo para una buena muerte.
Discípulo.
— ¡Qué heroico y santo sacerdote! Mas ¿todos los confesores son así?
Maestro.
— Sí, todos, porque todos presentan a Jesucristo, el cual les ordenó a todos
que perdonaran siempre.
D.
— Luego, si el confesor absuelve siempre, ¿a qué tener miedo, no es verdad?
M.
— ¡Claro! No hay por qué. El confesor es siempre un tierno Padre.
Francisco Renato,
vizconde de Chateaubriand, celebérrimo escritor francés, en sus
“Memorias de ultratumba” escribe:
“Se
acercaba la época de mi primera comunión. (En Francia, entonces, se hacía a los
catorce años). Mi piedad parecía sincera, yo edificaba a todos mis compañeros.
Tenía un confesor de aspecto algo rígido. Cada vez que me presentaba al
tribunal de la penitencia, me interrogaba con ansiedad. Sorprendido de que no
tuviera sino pecados veniales, no sabía cómo explicarse mi turbación con lo
leve de mis culpas. Cuanto más se acercaba el día de Pascua, más insistente se
hacía en sus preguntas. ¿No me ocultas nada? me preguntaba, y yo le respondía:
–– No,
Padre,
—
¿No has cometido este o aquel pecado?...
— No,
Padre... y siempre “No, Padre”. Dudoso, suspirando, volvía a
preguntarme, pretendiendo leer en el fondo de mi alma:
y yo salía del confesionario pálido y desfigurado,
como si realmente fuera culpable. ¿Callaba
pecado?
Llega,
por fin, la tarde del miércoles santo, víspera de la Comunión pascual. Llego a
la iglesia, me postro ante el altar, y me quedo como anonadado. Cuando me
levanto para ir a la sacristía, donde me esperaba el confesor, me temblaban las
rodillas; me arrodillo a los pies del sacerdote y con la voz más alterada que
nunca, hago mi acostumbrada confesión.
—
¿No te has olvidado nada?
—
me preguntó el ministro de Dios.
Yo callé.
Comenzaron sus preguntas y mi fatal No, Padre salió de nuevo de mis labios. Él
se recogió, oró y haciendo un esfuerzo, se preparó para darme la absolución. Si
en aquel instante me hubiera caído un rayo, no hubiera experimentado mayor
espanto, y exclamé: “¡No lo he dicho
todo!”
Aquel
juez tan temido, aquel ministro de Dios, cuya sola vista me inspiraba temor, se
vuelve el más tierno de los Padres, me abraza llorando y me dice: “¡Animo, hijo mío, ánimo!” Un instante como aquel
jamás lo he experimentado. Lloraba de gozo. Después de la primera palabra, lo
más no me costó ningún esfuerzo. El sacerdote levantando la mano pronunció las
palabras de absolución. Esta segunda vez su mano hizo descender sobre mi
cabeza, el rocío celeste, y yo incliné mi cabeza para recibirlo. Participaba de
la felicidad de los ángeles. Al día siguiente, cuando la Hostia Santa se posó
sobre mi lengua, me sentí como esclarecido por una luz vivísima; me sentí con
el valor de los mártires; en aquel instante hubiera sido capaz de confesar a
Jesucristo sobre el potro o en medio de los leones.
Maestro. –– He aquí,
carísimo, quién es el confesor, según lo declaran los más grandes hombres.
Es
siempre, lo repito, el más tierno de los Padres.
“CONFESAOS
BIEN”
Pbro.
José Luis Chiavarino
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