DE CÓMO ROSA FABRICA SU CORONA
¡Rosa
no había descuidado ese detalle, ciertamente! Sólo tenía doce años cuando,
al mirar cierto día una imagen de Cristo, consideró particularmente los dolores
de las espinas que se hincaban en su cabeza y resolvió hacerse una semejante.
Era de estaño fundido, y Rosa la circundó de mimbres y llenó por dentro de
clavos que, distribuidos estratégicamente, le herían y ensangrentaban la
cabeza, sin que toda esa máquina de dolor, oculta por la toca, se revelase a
ojos profanos. Diez años antes de su felicísima muerte abandonó aquella primera
corona, en el deseo de forjarse otra que respondiese mejor a la de su Esposo
místico. Intentó ponerse una de verdaderas espinas, a fin de que la imitación
fuera exacta, pero dos razones la hicieron desistir: primero, la de su
confesor, que temía el efecto corruptible de la substancia orgánica luego la
suya propia, que le dió a entender cuán difícil era ocultar espinas reales bajo
una toca. Entonces, doblando un fleje de plata, Rosa le dió la forma de un
círculo, dentro del cual introdujo noventa y nueve clavos, también de plata,
distribuidos en tres series de treinta y tres, o sea el número de años que
vivió el Redentor. A fin de poder ceñírsela sin obstáculos, la virgen se afeitó
a navaja los cabellos, que habían vuelto a crecerle un tanto, y sólo se dejó en
la frente un mechón que, dispuesto con artificio, escondiese la corona y no la
revelase a ojos extraños.
Aquel artefacto le producía dolores
continuos y diferentes con sus noventa y nueve púas que se le hincaban al menor
movimiento de su cabeza, al hablar y sobre todo al toser. Para colmo, la virgen
se lo plantaba cada día en sitio diferente, buscando los lugares no heridos
todavía o los que cicatrizaban recién: ninguno de sus familiares conocía el
secreto de aquella corona, ni aun lo alcanzaba del todo su confesor, que sólo
tenía vagas referencias.
Cierto día el padre de Rosa, muy colérico,
perseguía en el huerto a un hermanito de la virgen, sin duda para castigarle
una travesura: la niña se interpuso entre ambos y rogó a su padre que no se
dejara llevar por la ira; mas el hombre, al rechazar a Rosa, la golpeó, sin
quererlo, en la frente, de modo tal que los clavos de la corona, oprimidos a
fondo, hicieron saltar tres hilos de sangre, que la toca no logró disimular. La
niña, temiendo que por aquella sangre se descubriera el artificio de la corona,
voló a su aposento, la arrancó de su frente y tras esconderla se lavó la sangre
y volvió a cubrirse con la toca y el velo. Pero su madre, que temía siempre los
rigores penitenciales de aquella hija extraordinaria, no tardó en seguirla al
aposento y en obligarla a descubrir su cabeza: viéndola llena de puntazos y
desolladuras, adivinó la naturaleza del instrumento que los había producido; y,
sin embargo, nada le dijo a la virgen, temiendo que al quitarle la corona no
inventase algo peor. Con todo, la excelente madre hizo intervenir a uno de los
consejeros espirituales de Rosa, el padre Juan de Villalobos, el cual mandó a
la niña que le llevase aquel instrumento con el que martirizaba su cabeza.
Obedeció ella, como siempre, y el consejero, al ver la terrible máquina, trató
de hacer que su penitente renunciase a tanto rigor. Pero Rosa, viendo una
insinuación más que una orden en las palabras de su consejero, insistió tanto y
tan bien que ambos llegaron a un acuerdo por el cual Rosa llevaría su corona,
pero con algunos clavos de menos que el padre Juan limaría o remacharía con sus
propias manos, como efectivamente lo hizo luego al ver una Rosa tan obstinada
en sus espinas...
LOS AYUNOS DE ROSA
Cualquiera podría creer que un cuerpo tan
trabajado como el de aquella virgen necesitaba, sin duda, un sustento material
proporcionado a sus fatigas. Por lo cual es bueno decir, ahora, con qué sabores
regaló su lengua y de qué manjares alimentó sus días terrestres, que no fueron
muchos.
Como todas sus virtudes, la de la
abstinencia se reveló en sus más verdes años: acaso no hablaba todavía cuando
se negó a comer las frutas que tanto agradan a los niños; a los seis años
apenas, ayunaba a pan y agua los miércoles, viernes y sábados, sin que poder
humano alguno lograse hacerle probar otra cosa; y a los quince se prometió no
alimentarse nunca de carne, voto que cumplió en la medida de sus fuerzas y
luchando contra familiares, amigos y médicos, ya mediante la astucia, ya con la
resistencia natural que oponía su estómago a cuanto no fuese un pedazo de pan
mojado en agua.
Muchas veces la debilidad de su cuerpo
alarmó a los suyos, y sobre todo a su madre que, bien arraigada en este mundo,
no acababa de entender los extremos de aquella hija prodigiosa. Le reprochaba
sus ayunos, la llamaba verdugo de sí misma; y viendo que nada lograba con sus
sermoneos la obligó un día a comer en la mesa familiar, delante de sus ojos,
para verlo que comía y en qué cantidad. Rosa obedeció con la dulzura de
siempre, y temblando a la sola idea de ingerir alimentos que le repugnaban,
solicitó que no se la obligase a probarlos todos, sino aquellos que su
naturaleza le indicase.
Con la complicidad de Mariana, su infaltable
escudero, logró intervenir en la cocina doméstica para aderezarse algo que
tenía los exteriores de un pastel, pero que se integraba sólo con unos pedazos
de pan y un manojo de hierbas: la intervención de algunas pasas en aquella
torta singular no tenía más objeto que el de satisfacer y despistar las miradas
maternas; y la falta de sal, así como la amargura de las hierbas que Rosa
elegía, daban al pastel un sabor que, de probarlo, hubiese asombrado no poco a
la excelente madre. Algunas veces, y a fin de variar el condimento, la virgen
mezclaba cenizas a los hierbajos y mendrugos de su famoso pastel, de modo tal
que, a su lado, el pan y el agua que Rosa prefería resultaban un manjar
delicioso. Otra vez su madre le descubrió un vaso de hiel, e interrogada la
niña sobre el uso que hacía de aquella substancia, confesó que también la
utilizaba para sazonar sus comidas. Andando el tiempo Mariana refirió que Rosa
bebía hiel en ayunas, el día que no comulgaba, y que mezclando hiel, cortezas
de pan y lágrimas se hacía un alimento que llamaba “mis gazpachos”.
Hay en América un vegetal muy curioso que
nuestros indios llaman mburucuyá y
nosotros pasionaria, el cual da una flor cuyos órganos interiores fingen admirablemente
los instrumentos de la Pasión. La virgen limeña no podía menos que sentirse
ganada por tan religioso vegetal; pero en lugar de comer su fruta, que es muy
dulce, se alimentaba de sus tallos, que tienen un sabor amarguísimo. Por otra
parte, bueno es decir que tal hierba o tal fruta sólo le sirvieron de
estratagema para satisfacer la ansiedad de sus familiares hasta el día en que,
convencidos de la violencia que con sus instancias le hacían, dejaron que Rosa
dispusiera libremente de sus ayunos. Estos eran de dos clases, según la época
litúrgica: durante siete meses del año, hasta la Pascua de Resurrección, sólo
comía pan y agua en raciones que, siendo ínfimas en sí, Rosa iba disminuyendo
gradualmente al llegar la Cuaresma, entrada la cual sólo se alimentaba con
algunas pepitas de membrillo, cinco los viernes y rociadas con hiel. Su segunda
forma de ayuno consistía en no comer absolutamente.
Tanto en su celda como en casa de doña María
de Usategui se le vió realizar los más extraordinarios ayunos. Doña María
comenzó a enviarle a su celda ocho panecillos negros que habrían de constituir
su alimento de toda la semana: ¡cuál no
sería el asombro de aquella señora cuando vió que la niña, terminada la semana,
le devolvía seis panes y medio que le habían sobrado! Más a delante se
comprobó que con un pequeño pan y un vaso de agua la virgen había pasado cincuenta
días; igual tiempo se pasó más tarde sin beber ni una sola gota de agua; y
cuando llevada por la fiebre bebía, no tomaba el agua fresca del aljibe, lo
cual habría sido imperdonable regalo, sino el agua caliente de la cocina, y a
pequeños sorbos. Con estos sabores de la tierra iba ganándose Rosa los sabores
del cielo.
“Vida
de Santa Rosa de Lima” año 1945