jueves, 31 de agosto de 2017

DEMONIOS – Por Cornelio Á Lápide. (Parte IV)




El demonio es débil


   Sujetaos a Dios, dice el apóstol Santiago: resistid al demonio, y huirá de vosotros. Resistidle con una fe viva y firme, dice el apóstol San Pedro.

   Cuando el demonio se acerca y trata de excitar en vosotros movimientos de ira, de orgullo, de impureza, etc., resistidle con valor; y al momento le ahuyentaréis. Porque delante de un alma firme, el demonio tiembla; con los que titubean, es, por el contrario, terrible como un león.

   Él enemigo antiguo, dice San Gregorio, es fuerte contra los que le escuchan, y débil contra los que le oponen resistencia. Sí cedemos a sus sugestiones, es formidable como un león, es vencedor; pero si le rechazamos fuerte y prontamente, queda aplastado como una hormiga.

   Asi pues, para los unos es un león, y para los otros una hormiga: las almas carnales tienen trabajo para escaparse de su crueldad; mientras que las almas puras pisan su debilidad con el pié de la virtud.

   ¿De qué modo, dice Isaías, arrancaremos su presa a un hombre tan esforzado? ¿Cómo recobrar aquello que ha arrebatado un varón tan valiente? He aquí lo que dice el Señor: Le serán quitados al hombre esforzado los prisioneros que ha hecho, y será recobrada la presa que arrebató el valiente.

   Si consideráis la naturaleza del demonio, dice Orígenes, es un gigante, y nosotros unos pigmeos; pero si seguimos a Jesús, que le ha privado de su fuerza, el demonio no nos inspirará ya ningún temor.

   El demonio es muy débil, ante los hombres valerosos y heroicos.

   Es un león rugiente, es terrible: Leo rugiens. (I. Petr. V. 8). Es una serpiente que se arrastra por el suelo; es muy débil. Dios, que le ha dejado sus fuerzas para suplicio suyo, le ha puesto un freno. No puede dominar más que a aquellos a quienes Dios desprecia y abandona: ¡triste poder y reino vergonzoso!...

   El demonio es débil, puesto que emplea la habilidad, la astucia, los rodeos, la mentira; es débil, puesto qne se arrastra y se oculta. Es impotente; Jesucristo le ha derrotado ¿Quién es el que le vence y le derriba? El que está vigilante, el que huye, que ruega, el que desconfía de sí mismo y se mortifica.

   Una sola palabra de Jesucristo ahuyentaba a legiones de espíritus infernales del cuerpo de los poseídos: ¿qué fuerza no ha de tener la presencia de Jesucristo, su gracia, la sagrada comunion? Sólo una señal de la cruz asusta a los espíritus de las tinieblas, y les hace huir, San Bernardo asegura que cualquiera que invoque los santos nombres de Jesús, de María y de José, es invencible, aunque todos los demonios luchen contra él. Tertuliano decía a los perseguidores de la religión, que un poseído, cualquiera que fuese, no podía resistir a un simple cristiano. El demonio es pues muy débil. (Apolog.). Una simple resistencia estrella sus fuerzas y le pone en derrota, dice el apóstol Santiago (IV. 7).

   Los Santos de todos los siglos, de todas las edades y de todos los sexos, han triunfado del demonio y le han aplastado la cabeza; siguiendo su ejemplo, todos nosotros podemos quedar victoriosos de este enemigo salvaje...




“Tesoros de Cornelio Á Lápide”

miércoles, 30 de agosto de 2017

Las penitencias de Santa Rosa – Por Leopoldo Marechal




DE CÓMO ROSA FABRICA SU CORONA

   ¡Rosa no había descuidado ese detalle, ciertamente! Sólo tenía doce años cuando, al mirar cierto día una imagen de Cristo, consideró particularmente los dolores de las espinas que se hincaban en su cabeza y resolvió hacerse una semejante. Era de estaño fundido, y Rosa la circundó de mimbres y llenó por dentro de clavos que, distribuidos estratégicamente, le herían y ensangrentaban la cabeza, sin que toda esa máquina de dolor, oculta por la toca, se revelase a ojos profanos. Diez años antes de su felicísima muerte abandonó aquella primera corona, en el deseo de forjarse otra que respondiese mejor a la de su Esposo místico. Intentó ponerse una de verdaderas espinas, a fin de que la imitación fuera exacta, pero dos razones la hicieron desistir: primero, la de su confesor, que temía el efecto corruptible de la substancia orgánica luego la suya propia, que le dió a entender cuán difícil era ocultar espinas reales bajo una toca. Entonces, doblando un fleje de plata, Rosa le dió la forma de un círculo, dentro del cual introdujo noventa y nueve clavos, también de plata, distribuidos en tres series de treinta y tres, o sea el número de años que vivió el Redentor. A fin de poder ceñírsela sin obstáculos, la virgen se afeitó a navaja los cabellos, que habían vuelto a crecerle un tanto, y sólo se dejó en la frente un mechón que, dispuesto con artificio, escondiese la corona y no la revelase a ojos extraños.

   Aquel artefacto le producía dolores continuos y diferentes con sus noventa y nueve púas que se le hincaban al menor movimiento de su cabeza, al hablar y sobre todo al toser. Para colmo, la virgen se lo plantaba cada día en sitio diferente, buscando los lugares no heridos todavía o los que cicatrizaban recién: ninguno de sus familiares conocía el secreto de aquella corona, ni aun lo alcanzaba del todo su confesor, que sólo tenía vagas referencias.

   Cierto día el padre de Rosa, muy colérico, perseguía en el huerto a un hermanito de la virgen, sin duda para castigarle una travesura: la niña se interpuso entre ambos y rogó a su padre que no se dejara llevar por la ira; mas el hombre, al rechazar a Rosa, la golpeó, sin quererlo, en la frente, de modo tal que los clavos de la corona, oprimidos a fondo, hicieron saltar tres hilos de sangre, que la toca no logró disimular. La niña, temiendo que por aquella sangre se descubriera el artificio de la corona, voló a su aposento, la arrancó de su frente y tras esconderla se lavó la sangre y volvió a cubrirse con la toca y el velo. Pero su madre, que temía siempre los rigores penitenciales de aquella hija extraordinaria, no tardó en seguirla al aposento y en obligarla a descubrir su cabeza: viéndola llena de puntazos y desolladuras, adivinó la naturaleza del instrumento que los había producido; y, sin embargo, nada le dijo a la virgen, temiendo que al quitarle la corona no inventase algo peor. Con todo, la excelente madre hizo intervenir a uno de los consejeros espirituales de Rosa, el padre Juan de Villalobos, el cual mandó a la niña que le llevase aquel instrumento con el que martirizaba su cabeza. Obedeció ella, como siempre, y el consejero, al ver la terrible máquina, trató de hacer que su penitente renunciase a tanto rigor. Pero Rosa, viendo una insinuación más que una orden en las palabras de su consejero, insistió tanto y tan bien que ambos llegaron a un acuerdo por el cual Rosa llevaría su corona, pero con algunos clavos de menos que el padre Juan limaría o remacharía con sus propias manos, como efectivamente lo hizo luego al ver una Rosa tan obstinada en sus espinas...

LOS AYUNOS DE ROSA

   Cualquiera podría creer que un cuerpo tan trabajado como el de aquella virgen necesitaba, sin duda, un sustento material proporcionado a sus fatigas. Por lo cual es bueno decir, ahora, con qué sabores regaló su lengua y de qué manjares alimentó sus días terrestres, que no fueron muchos.

   Como todas sus virtudes, la de la abstinencia se reveló en sus más verdes años: acaso no hablaba todavía cuando se negó a comer las frutas que tanto agradan a los niños; a los seis años apenas, ayunaba a pan y agua los miércoles, viernes y sábados, sin que poder humano alguno lograse hacerle probar otra cosa; y a los quince se prometió no alimentarse nunca de carne, voto que cumplió en la medida de sus fuerzas y luchando contra familiares, amigos y médicos, ya mediante la astucia, ya con la resistencia natural que oponía su estómago a cuanto no fuese un pedazo de pan mojado en agua.

   Muchas veces la debilidad de su cuerpo alarmó a los suyos, y sobre todo a su madre que, bien arraigada en este mundo, no acababa de entender los extremos de aquella hija prodigiosa. Le reprochaba sus ayunos, la llamaba verdugo de sí misma; y viendo que nada lograba con sus sermoneos la obligó un día a comer en la mesa familiar, delante de sus ojos, para verlo que comía y en qué cantidad. Rosa obedeció con la dulzura de siempre, y temblando a la sola idea de ingerir alimentos que le repugnaban, solicitó que no se la obligase a probarlos todos, sino aquellos que su naturaleza le indicase.

   Con la complicidad de Mariana, su infaltable escudero, logró intervenir en la cocina doméstica para aderezarse algo que tenía los exteriores de un pastel, pero que se integraba sólo con unos pedazos de pan y un manojo de hierbas: la intervención de algunas pasas en aquella torta singular no tenía más objeto que el de satisfacer y despistar las miradas maternas; y la falta de sal, así como la amargura de las hierbas que Rosa elegía, daban al pastel un sabor que, de probarlo, hubiese asombrado no poco a la excelente madre. Algunas veces, y a fin de variar el condimento, la virgen mezclaba cenizas a los hierbajos y mendrugos de su famoso pastel, de modo tal que, a su lado, el pan y el agua que Rosa prefería resultaban un manjar delicioso. Otra vez su madre le descubrió un vaso de hiel, e interrogada la niña sobre el uso que hacía de aquella substancia, confesó que también la utilizaba para sazonar sus comidas. Andando el tiempo Mariana refirió que Rosa bebía hiel en ayunas, el día que no comulgaba, y que mezclando hiel, cortezas de pan y lágrimas se hacía un alimento que llamaba “mis gazpachos”.

   Hay en América un vegetal muy curioso que nuestros indios llaman mburucuyá y nosotros pasionaria, el cual da una flor cuyos órganos interiores fingen admirablemente los instrumentos de la Pasión. La virgen limeña no podía menos que sentirse ganada por tan religioso vegetal; pero en lugar de comer su fruta, que es muy dulce, se alimentaba de sus tallos, que tienen un sabor amarguísimo. Por otra parte, bueno es decir que tal hierba o tal fruta sólo le sirvieron de estratagema para satisfacer la ansiedad de sus familiares hasta el día en que, convencidos de la violencia que con sus instancias le hacían, dejaron que Rosa dispusiera libremente de sus ayunos. Estos eran de dos clases, según la época litúrgica: durante siete meses del año, hasta la Pascua de Resurrección, sólo comía pan y agua en raciones que, siendo ínfimas en sí, Rosa iba disminuyendo gradualmente al llegar la Cuaresma, entrada la cual sólo se alimentaba con algunas pepitas de membrillo, cinco los viernes y rociadas con hiel. Su segunda forma de ayuno consistía en no comer absolutamente.

   Tanto en su celda como en casa de doña María de Usategui se le vió realizar los más extraordinarios ayunos. Doña María comenzó a enviarle a su celda ocho panecillos negros que habrían de constituir su alimento de toda la semana: ¡cuál no sería el asombro de aquella señora cuando vió que la niña, terminada la semana, le devolvía seis panes y medio que le habían sobrado! Más a delante se comprobó que con un pequeño pan y un vaso de agua la virgen había pasado cincuenta días; igual tiempo se pasó más tarde sin beber ni una sola gota de agua; y cuando llevada por la fiebre bebía, no tomaba el agua fresca del aljibe, lo cual habría sido imperdonable regalo, sino el agua caliente de la cocina, y a pequeños sorbos. Con estos sabores de la tierra iba ganándose Rosa los sabores del cielo.



“Vida de Santa Rosa de Lima” año 1945

DEL DESPRECIO DE TODA CRIATURA PARA PODER HALLAR AL CREADOR – Por el Beato Tomás de Kempis




   El discípulo. Señor, bien tengo necesidad de una gracia más eficaz todavía si he de alcanzar tan alto grado de perfección que ningún hombre, ni otra criatura alguna pueda quitarme la libertad. Pues mientras alguna cosa me retenga, no puedo volar libremente hacia ti.

   Quería volar libre hacia ti el que dijo: “¿Quién me dará alas como las de la paloma para volar y luego descansar?” (Sal 54, 7). ¿Quién más tranquilo que el hombre de intención pura? ¿Quién más libre que el hombre que no desea nada de las cosas de la tierra? Es, pues, necesario elevarse sobre todas las criaturas, renunciar enteramente a sí mismo y salir de sí mismo en arrobamiento de espíritu y mirar cómo el Creador del universo nada tiene en común con las criaturas.

   Y si no se desprende uno de todas las criaturas, no podrá entregarse libremente a las cosas de Dios. Pocos contemplativos se encuentran, porque pocos quieren desprenderse enteramente de lo creado y perecedero.

   Se requiere para eso una gracia tan poderosa, que eleve al alma, y sobre sí misma la arrebate.

   Poco vale cuanto sepa y tenga el hombre, si no está elevado en espíritu, desprendido de toda criatura y a Dios perfectamente unido.

   Será siempre niño y por la tierra se arrastrará quien grande considere lo que el inmenso, eterno y único bien no sea.

   Lo que no sea Dios, es nada, y en nada debe estimarse. Existe gran diferencia entre la sabiduría del varón iluminado y piadoso, y el saber del clérigo letrado y estudioso.

   Mucho más alta es la sabiduría que Dios de lo alto infunde, que la ciencia que el humano ingenio con el estudio adquiere.

   Hay muchos que quisieran ser contemplativos; pero lo que se requiere para serlo no lo quieren practicar.

   Mucho estorba para ser contemplativo la concentración de la piedad en prácticas exteriores, en cosas sensibles, haciendo poco caso de la mortificación perfecta.

   ¿Qué espíritu nos guía, qué intentamos, por qué será que nosotros, los que profesamos ser espirituales, tanto trabajamos y tanta solicitud de lo vil y perecedero tenemos, y de lo eterno tan poca, que en nuestra vida interior con recogimiento de los sentidos rara vez meditemos?

   ¡Ay, que tras breve recogimiento, luego nos precipitamos en la disipación sin sujetar nuestra vida a riguroso examen!

   No advertimos cuan viles son nuestros afectos, ni lamentamos cuan faltos estamos de pureza.

   “Porque toda carne corrompió su camino” (Gén 6, 12), el gran diluvio la anegó en sus aguas.

   Habiendo mucha corrupción en nuestros afectos íntimos, por fuerza la hay también en las acciones que de ellos se derivan, síntomas de la enfermedad del espíritu.

   El corazón puro da frutos de virtud.

   Se pregunta cuánto hizo alguno; pero no se considera con cuanta virtud lo hizo

   Se investiga si uno es valiente, rico, buen mozo, hábil, bueno para escribir, cantar o trabajar. Pero muchos callan sobre cuán pobre de espíritu sea, cuán apacible y sufrido, cuán espiritual y fervoroso.

   La naturaleza mira al exterior de hombre; la gracia al interior. Aquélla se engaña a menudo; ésta confía en Dios para no errar.



“LA IMITACIÓN DE CRISTO”

lunes, 28 de agosto de 2017

Una hermosa oración para hacerla antes de dormir



Bendecid, oh Dios mío, el descanso que voy a tomar para reparar mis fuerzas a fin de serviros mejor. Virgen Santísima, Madre de Dios y después de Él mi más firme esperanza, San José, Ángel de mi Guarda, Santos Patronos míos, y todos los Ángeles y Santos, interceded por mí, protegédme durante esta noche, todo el tiempo que dure mi vida y particularmente en la hora de mi muerte. Amén.

San Agustín la conversión de un intelectual – Por el DR JUAN CARLOS OSSANDÓN VALDES (Una conferencia imperdible, un audio difícil de conseguir, descárguenlo y escúchenlo)


Necesidad de la oración mental – Por San Alfonso María de Ligorio.



   La oración mental primeramente es necesaria para tener luz en el viaje que estamos haciendo a la eternidad. Las verdades eternas son asuntos espirituales que no se perciben con la vista corporal, sino sólo con la consideración de la mente. El que no hace oración no las columbra, y por esto anda difícilmente por el camino de la salvación. Por otra parte, el que no hace oración no conoce sus defectos ni los aborrece, como dice San Bernardo. No concibe tampoco los peligros en que se encuentra, y por tanto, no piensa en evitarlos. Pero aquél que hace oración descubre al momento sus imperfecciones, advierte los peligros que corre su salvación, y viéndolos procura remediarlos. San Bernardo, añade, que la meditación regula los afectos, dirige las acciones y corrige los defectos.

   En segundo lugar, sólo en la oración podemos hallar fuerzas para resistir a las tentaciones y practicar la virtud. Santa Teresa decía, que el que descuida la oración no necesita demonios que lo lleven al infierno, porque él mismo se mete en él. Esto nace porque que sin la oración mental no hay petición. El Señor está siempre dispuesto a concedernos sus gracias; pero dice San Gregorio, que para concederlas quiere que le roguemos y casi que le obliguemos a dárnoslas por nuestras súplicas perseverantes.

   Pero sin estas no tendremos fuerza para resistir a nuestros enemigos, y no podremos alcanzar la perseverancia. Palafox ha dicho: ¿Cómo nos ha de conceder el Señor la perseverancia, si no se la pedimos? ¿Y cómo se la pediremos sin la oración? Más los que se dedican a la oración son como el árbol plantado junto a la corriente de un río.

   La oración es la feliz hoguera en donde se inflaman las almas en el amor divino. Santa Catalina de Bolonia decía: La oración es el lazo que estrecha el alma con Dios.

   Introdújome el rey en la cámara del vino y ordenó en mi la caridad. Esta cámara del vino o bodega es la oración, en que de tal modo se embriaga el alma de amor divino que casi llega a perder la sensibilidad para las cosas de este mundo. Ella no ve entonces más que lo que agrada a su amado, no habla más que de su amado, ni quiere oír hablar más que de su amado: cualquier otra conversación le causa tedio y la aflige. El alma en la oración retirándose a hablar a solas con Dios, se eleva sobre sí misma. Se sentará solitario y callará, porque lo llevó sobre sí.

   Dice Sedebit: el alma sentándose, esto es, parándose a considerar en la oración cuán amable es Dios, y cuán grande el amor que le tiene, tomará gusto a Dios, se le llenará la mente de santos pensamientos, se despegará de los afectos terrenos, concebirá gran deseo de hacerse santa, y, finalmente, tomará la resolución de darse toda a Dios, ¿Y no es la oración la que ha inspirado a los Santos sus más generosas resoluciones, que los han levantado a un grado sublime de perfección?

   Oigamos lo que dice San Juan de la Cruz hablando de la oración mental:

Allí me dió su pecho,
Alli me enseñó ciencia muy sabrosa:
Yo le di de hecho
A mi, sin dejar cosa:
Allí le prometí de ser su esposa.

   Pero San Luis Gonzaga decía que jamás llegaría a un alto grado de perfección, quien no llegue a tener mucha oración. Dediquémonos pues a la oración, y no la abandonemos jamás por fatigosa que pueda parecernos. Este tedio que suframos por Dios, ya nos lo pagará, El largamente.

   Perdonad, Señor, mi pereza. ¡Cuántas gracias he perdido por haber descuidado tantas veces la oración! En adelante dadme fuerza para seros fiel en continuar acá hablando con vos, con quien espero conversar eternamente en el cielo. No pretendo que me regaléis con vuestros consuelos: no los merezco, bástame que me admitáis a estarme a vuestros pies para recomendaros a mi pobre alma, la cual se encuentra tan pobre porque se ha alejado de vos Allí, ¡Oh Jesús crucificado! el solo recuerdo de vuestra sagrada pasión me arrancará de la tierra y me unirá a vos. Virgen Santa María, socorredme en la oración.



miércoles, 23 de agosto de 2017

LA FRECUENTE COMUNIÓN PARA LOS AFLIGIDOS Y ENFERMOS – Por Monseñor de Segur.




   Siempre y en todas circunstancias tenemos necesidad de acudir a Jesucristo, pero este sabe de punto cuando nos encontramos acosados por las penas y los sufrimiento, o bien cuando nuestra alma se halla apesadumbrada.

   El divino consolador de todos nuestros males, desde el fondo de su tabernáculo, nos llama y dice; “Acudid a mí vosotros todos los que sufrís y estáis abatidos; que yo os consolaré.”

   Solo él puede secar nuestras lágrimas, o a lo menos debe endulzarlas: El solo puede devolver a nuestro afligido corazón, hecho pedazos por los sufrimientos y pesares, aquella paz, aquella esperanza, aquella alegría íntima, sobrenatural, que solamente es conocida por los cristianos y que tan maravillosamente se hermana con las lágrimas, Puede muy bien un cristiano hallarse rodeado de las mayores angustias, encontrarse postrado por el dolor; pero jamás puede ser desgraciado. “Lloro decía un día con la mayor tranquilidad una madre que acababa de perder a su hija única; lloro, sí, pero a pesar de todo estoy contenta” Aquí se ha de advertir que esta buena mujer comulgaba diariamente.

   Encontramos en Jesucristo la eternidad, y también el cielo: con Él nos juntamos, cuando es para nosotros demasiado largo este destierro, y se nos vuelve pesada la vida. Acudamos, pues, a recibir con frecuencia la sagrada Comunión, que nos hace olvidar de la tierra y de las pruebas, de las tribulaciones, de sus luchas e injusticias, y Jesucristo se encargará de ensenarnos a sufrir con la más santa resignación, y compadeciéndose de nuestras amarguras, se dignará concedernos en cambio su paz y su divina gracia.

   Acudamos igualmente a Jesucristo; siempre y cuando nos hallemos enfermos, porque además de ser el mejor médico, es indudable que su visto, al mismo tiempo que dará consuelo y alivio al cuerpo, llevará la alegría a nuestro corazón, Para cumplir como buen cristiano, debería todo el que estuviese enfermo comulgar a lo menos una vez por semana, y esto había de  ser desde el principio de la enfermedad de aquí que antes debería llamarse al médico de la alma que al del cuerpo, porque lo primero y principal es la salvación del alma, no acordándonos del poco tiempo qne nos toca estar en este mundo, sino pensando en la eternidad qne nos espera. Esta es la costumbre establecida en Roma. Todas estas Comuniones, si habéis de recobrar la salud, harán que aquellos días de padecimientos, sean días de santificación que influirán para lo venidero: más si ha sonado la hora de la muerte, prepararán para recibir dignamente la Extremaunción y dispondrán el alma para presentarse ante el supremo tribunal de Dios, completamente purificada por su amor.

   Y vosotros, padres, no olvidéis lo que acabo de indicar si tenéis la desgracia de que caiga enfermo alguno de vuestros hijos; porque la Iglesia Católica, nuestra Madre nos dice muy terminantemente que no solo pueden sino qne deben comulgar desde que han alcanzado el uso de razón, y añade además el Papa Benedicto XIV, que basta que el niño “pueda hacer la debida distinción entre aquel celestial manjar y otro cualquiera vulgar alimento.” ¡Cuan santamente comulgan los niños enfermos! Obra en ellos con una fuerza admirable la gracia del Bautismo, preparándoles, mejor que todos nuestros esfuerzos, para recibir dignamente tan divino Sacramento.


“LA SAGRADA COMUNIÓN”


El amor divino triunfa de todo – Por San Alfonso María de Ligorio



Fuerte como la muerte es el amor. Así como la muerte nos desprende de todos los bienes de la tierra, de todas las riquezas, de todas las dignidades, de todos los parientes y amigos, y de todos los deleites mundanos, así cuando reina en nuestros corazones el amor divino, arranca de nosotros todo apego a los bienes de este mundo. Por esto se ha visto a los Santos despojarse de cuanto les ofrecía el mundo, renunciar las posesiones, las altas posiciones y todo lo que tenían, y se han retirado s los desiertos o a los claustros para no pensar más que en Dios.

   El alma no puede existir sin amar al Criador o a las criaturas. Examinad a un alma exenta de toda afección terrestre: la encontraréis llena del amor divino. ¿Querernos saber si somos de Dios?  Preguntémonos si estamos despegados de todas las cosas terrenas.

   Se quejan algunos de que en los ejercicios piadosos, en sus oraciones, en sus comuniones, en sus visitas al Santísimo Sacramento, no encuentran a Dios. A estos es a quien Santa Teresa dice: Desprended vuestro corazón de las criaturas, y después buscad a Dios, que ya le hallaréis.

   No siempre encontrarán las dulzuras espirituales que el Señor no da continuamente en esta vida a los que le aman, sino sólo de cuando en cuando, a fin de aficionarlos a las inmensas dulzuras que les tiene preparadas en el paraíso. Con todo, les deja saborear aquella paz interior, que supera todos los placeres sensuales ¿Puede haber delicia mayor para un alma enamorada de Dios, que poder exclamar con verdadero afecto: Mi Dios y mi todo? San Francisco de Asís pasó una noche entera en un, éxtasis celestial, y durante toda ella repetía de continuo: ¡Mi Dios y mi todo!

   Fuerte corno la muerte es el amor. Si viésemos que algún moribundo se llevaba algo de acá abajo, eso sería señal de que no estaba muerto: la muerte nos priva de todo. El que quiere ser, enteramente de Dios, lo debe abandonar todo; si retiene algo, su amor al Señor será débil e imperfecto.

   El amor divino nos despoja de todo. Decía el Padre Segneri, el joven, gran siervo de Dios: El amor de Dios es un ladroncillo simpático que nos despoja de todo lo terreno.

   A otro siervo de Dios, que había repartido a los pobres cuanto poseía, le fué preguntado, qué era lo que le había reducido a tanta pobreza, y él, sacando el Evangelio de su seno, respondió: Ved ahí lo que me ha despojado de todo.

   En suma, Jesucristo quiere poseer nuestro corazón por entero, y no quiere sociedad con nadie en esta posesión. Dice San Agustín, que el Senado romano no quiso decretar la adoración de Jesucristo, porque decía que era un Dios orgulloso por cuanto quería ser él solo el adorado. Y así es. Siendo él el único Señor nuestro, justo es que él solo quiera ser amado y adorado por nosotros con puro amor. San Francisco de Sales dice, que el puro amor de Dios consume todo lo que no es Dios. Así pues, cuando se alberga en nuestros corazones cualquier afición o cosa que no es Dios ni por Dios, debemos ahuyentarla al punto diciendo: ¡Fuera! no hay aquí lugar para ti. En esto consiste aquella renuncia total que el Salvador tanto nos recomienda si queremos ser suyos del todo. Total, es decir, de todas las cosas y especialmente de parientes y de amigos.

   ¡Cuántos por agradar a los hombres dejan de hacerse santos! David dice, que los que se esmeran en agradar a los hombres son despreciados de Dios.
   Pero sobre todo debemos renunciar a nosotros mismos, domando el amor propio. Maldito amor propio que quiere entrometerse en todo, aun en nuestras obras más santas, poniéndonos delante la propia gloria el propio gusto.

   ¡Cuántos predicadores pierden por esto todos sus trabajos! Muchas veces, aun en la oración, en la lectura espiritual el en la Sagrada Comunión, se introduce algún fin no puro, como hacerse ver, o sentir dulzuras espirituales.

   Debemos, pues, dedicar todo nuestro esmero a domar este enemigo, que nos hace perder las mejores obras, Debemos privarnos, cuanto nos sea dable, de todo lo que más nos agrada: privarnos de aquel pasatiempo: servir al hombre ingrato, precisamente porque nos es ingrato: tomar aquella medicina amarga, precisamente porque es amarga.

   El amor propio quiere que creamos que no es buena una cosa sino cuando él se halla satisfecho. Pero el que quiere ser todo de Dios, es menester que cuando se trata de alguna cosa de su gusto, se haga fuerza y diga siempre: Piérdase todo y dese gusto a Dios.

   Por otra parte nadie está más contento en el mundo que quien desprecia todos los bienes del mundo: el que más se despoja de tales bienes, resulta más rico de gracias divinas.

   Asi sabe el Señor premiar a sus fieles amantes. ¡Dios mío! Vos conocéis mi debilidad: habéis prometido socorrer a los que ponen toda su confianza en vos. Señor, yo os amo, confió en vos: dadme fuerzas y hacedme todo vuestro.

   También espero en vos, ¡oh Virgen María! mi dulce protectora.



lunes, 21 de agosto de 2017

De La providencia de Dios acerca de nuestras enfermedades – Por el P. Luis de la Puente. (Una lectura imperdible para los que se encuentran enfermos)




Lo primero considerarás la providencia tan maravillosa que nuestro Padre celestial tiene de los hombres en el repartimiento de las enfermedades, dando a uno muchas y a otro pocas; a uno graves y a otro ligeras; a uno largas y a otro breves; a uno en una parte del cuerpo y a otro en otra; ordenando todo esto para bien y provecho de sus escogidos. Y en particular, que la que le ha cabido en suerte, es por esta paternal providencia para bien y salvación de tu alma.

   Para lo cual has de ponderar que este soberano Dios es tan sabio que conoce clara y distintamente todas tus enfermedades y dolores, por muy secretos que sean, y las raíces y causas de ellos, y sus remedios, y las fuerzas que tienes para llevarlos, y las que él puede añadirte con su gracia; de modo que nada se le encubre, ni por ignorancia te dará lo que no te conviene, o te cargará más de lo que puedes llevar o te dejará de curar cuando bien te estuviere.

   También es tan poderoso, que puede preservarte de todas las enfermedades para que no caigas en ellas; y si te dejare caer, puede en un momento curarte con solo su palabra o con medicinas; ora sean muchas, ora pocas, ora las más convenientes por su naturaleza, ora las más contrarias, porque a su omnipotencia nada es imposible ni difícil.

   Finalmente es tan bueno, tan santo y amoroso, que ama a los suyos más que ellos pueden amarse; y cuanto ordena por su providencia, es a fin de hacerles bien, y de que se salven, ordenando los bienes y males del cuerpo para la perfección y salvación del alma; de donde resultará mucho mayor bien al mismo cuerpo. En estas tres divinas perfecciones estriba la suavidad, eficacia y alteza de la divina providencia para nuestro provecho. Por lo cual la iglesia en una colecta ora por todos los fieles de esta manera: Dios, cuya providencia en su disposición no se engaña, humildemente te suplicamos, que apartes de nosotros todas las cosas dañosas, y nos concedas las que han de ser provechosas.

lunes, 14 de agosto de 2017

De los bienes de la enfermedad – Por el P. Luis de Lapuente.




   Pues por aquí verás la suave providencia de nuestro Dios, el cual, viendo ¿muchos de sus escogidos caídos en estas miserias, por la salud y fuerzas corporales que les ha dado, o habiendo penetrado mucho antes con su altísima sabiduría que caerían en ellas, si viviesen sanos y fuertes, determina de llevarlos por el camino de las enfermedades y dolores, para atajar todos estos daños y enriquecerlos con sus divinos dones.

   Porque las enfermedades doman los caballos desenfrenados de nuestros cuerpos y enfrenan la furia de sus pasiones, para que no prevalezcan contra el espíritu que no podía domeñarlas; porque, como dice San Gregorio, la carne que no es afligida con dolores, está desenfrenada en las tentaciones. Y ¿quién ignora que es mucho mejor arder con las llamas de las calenturas (fiebres) que con el fuego de los vicios? Y si te acuerdas de este fuego, no te quejarás de esta llama que te preserva de tal incendio; pues por esto dijo Dios a Job, cuando estaba enfermo: Acuérdate de la guerra, y no hables más palabra.

   Y si me dijeres que el caballo enflaquecido con la enfermedad parará en medio de la carrera, antes has de creer que dispone Dios la enfermedad para que le sirva de freno en la carrera que andaba de los vicios, y, por consiguiente, de espuela para que pase adelante en las virtudes. Acuérdate, dice San Gregorio, de aquel mal profeta Balaam, que caminaba en una burra para maldecir al pueblo de Dios; pero la burra impidió su camino, porque vio un ángel que le amenazaba con una espada: y aunque Balaam la hería con la vara, nunca quiso pasar adelante; antes le apretó el pie contra la pared, y después se echó sobre él, para que ni a pie pudiese proseguir su camino. Y entonces por la boca de la jumenta le habló el ángel, y le abrió los ojos para que viese el peligro en que estaba; y postrándose él en tierra, le adoró y se ofreció a ejecutar cuanto le mandase. Y ¿qué filé todo esto, sino avisarnos que la carne apretada con los dolores detiene los malos pasos del espíritu y corrige sus demasías, siendo ocasión de que abra los ojos para ver al invisible Dios que le castiga, y humillando su altivez se postra a los pies de su Criador y se ofrece a dejar sus malos pasos, para andar de nuevo otros mejores?

   Y ¿qué mejores pueden ser, que poner en orden los cuatro desórdenes que su prosperidad causaba? Porque la enfermedad quita al cuerpo el cetro que tenía, y tiénele rendido como siervo. Ella priva al necio de su hartura, haciéndole cuerdo con la pena; doma los bríos de la sensualidad briosa, para que tenga paz sujetándose a la razón. Y también quita a la carne la herencia que tenía, haciendo que como esclavo se contente con lo peor y más trabajoso de esta vida.
   Y por consiguiente, lo que hacen las disciplinas, ayunos y asperezas corporales en los sanos, eso obran también las enfermedades y dolores en los enfermos; y con un modo más seguro y perfecto, porque van limpios de voluntad propia y vanagloria, y mortifican el corazón en lo más vivo; y aunque en su raíz son necesarias, pero la divina gracia las hace voluntarias, convirtiendo la necesidad en materia de virtud, gustando tanto de padecer sus dolores, que a los forzosos añaden por su elección otros muchos, con que se hacen muy esclarecidos.

   Grande loa ganó el santo Job con la vida ejemplar que llevaba cuando estaba rico y sano; pero el demonio, como pondera San Juan Crisóstomo, no hacía caso de esta su virtud, porque peleaba vestido de grandes riquezas; y aunque después, cuando se las quitó, dio grandes muestras de su santidad, tampoco se dio Satanás por satisfecho de ello, porque peleaba con cuerpo sano; más cuando Dios le dió licencia de tocarle con enfermedades, hiriéndole de pies a cabeza con llagas y dolores, y vio que todavía descubría más heroicas virtudes, enmudeció dándose por vencido del que corría tan ligeramente con lo adverso, como había corrido en lo próspero. Pero ¿cómo corrió en sus enfermedades y dolores? La misma Escritura lo declara, cuando dice: Que raía la podre con una teja. Poco caso hacía de sus dolores, quien limpiaba sus llagas, no con lienzo blando, sino con una dura teja que los aumentaba; y con este espíritu decía: ¡Oh, quién me diese que el que ha comenzado a afligirme con dolores me desmenuzara con ellos, soltara su mano, y si fuese menester me cortara por medio! ¡Oh, heroica paciencia! ¡Oh, resignación magnánima! ¡Oh, dichosa enfermedad, que así hace subir de punto la virtud!

   Ya no me espanto de que San Timoteo padezca grandes enfermedades y continuo dolor de estómago, y con todo eso beba agua, con que le acrecienta. Ya no me admiro de que Dios no quiera quitar a San Pablo el estímulo de su carne, que, como dice San Agustín, ora una enfermedad, o dolor corporal muy grave, pues le dice: Virtus in infirmitate perficitur, la virtud se perfecciona en la enfermedad; y en no nombrar una virtud particular, da a entender que se perfeccionan todas. Perfecciónase la caridad con Dios, mortificando el amor propio; la misericordia con el prójimo, |aprendiendo de la propia miseria a compadecerse de la ajena; la obediencia, conformando su voluntad con la divina en todo lo que da pena; la prudencia, en aceptar el tormento del cuerpo con alegría del espíritu; y las demás virtudes morales, cuando pasan por este crisol, salen como el oro, más resplandecientes, por la ocasión que tienen de vencer mayores dificultades y ejercitar sus actos más heroicos.

   Pues ¿qué diré de la eficacia que tienen las enfermedades para purificar el alma, en esta vida, de lo que impide la entrada en la gloria? Porque como Lázaro el pobre, por la heroica paciencia que tuvo en sus dolores, luego que murió fué llevado por los ángeles al descanso, así tus largas enfermedades te servirán de purgatorio para que, purificado por ellas, puedas muriendo entrar luego en el cielo: más si nuestro Señor quisiere restituirte la salud, las enfermedades habrán servido para enseñarte el modo como has de usar de ella, siguiendo el consejo que Cristo nuestro Señor dio a aquel enfermo a quien dijo: Toma tu litera a cuestas, y anda. Tu cuerpo, dice San Ambrosio, es lecho y litera del alma; y cuando ella está enferma con vicios y pecados, el cuerpo la lleva arrastrando con el ímpetu furioso de sus pasiones; más cuando ella sana de sus enfermedades espirituales, comienza a llevar sobre sí al cuerpo a donde quiere, y él se deja llevar y le está muy sujeto. Pues ¿qué es decir Cristo, toma tu litera y anda, sino: ya que has padecido tantas enfermedades y trabajos con paciencia, yo te restituyo la salud del cuerpo y del alma con entero señorío del alma sobre el cuerpo, para que los dos a una caminen de virtud en virtud hasta llegar a la cumbre y perfección de todas? Pero en tal caso no te tengas por seguro, pues de la misma salud que Dios te da, aunque sea por el sacramento y por milagro, puedes usar mal, acordándote de lo que el Labrador dijo al mismo enfermo: Mira que estás ya sano, no quieras pecar, porque no tornes a perder la salud con mucho mayor daño. Oye lo que te avisa el Sabio, como divinamente declara San Gregorio: No entregues tu honra a los extraños y tus años al cruel; porque no gocen ellos de tus fuerzas, y tus trabajos pasen a la casa ajena, y llores al fin de la vida por haber consumido tus carnes y tu cuerpo sin provecho; como si dijera: No degeneres de la nobleza de hombre, ni gastes tus años en servir a tus enemigos y  Satanás, capitán de ellos; no es razón que lleven el fruto de las fuerzas que Dios te dio, y que tus trabajos no sean para enriquecer la casa de tu alma, sino para llenar con ellos la casa ajena, que es el infierno, perdiendo la salud y fuerzas sin remedio, por haber usado de ellas con pecado.



“LA PERFECCIÓN EN LAS ENFERMEDADES”

jueves, 3 de agosto de 2017

Pasaje de la Vida de San Alfonso María de Ligorio – Aborrecimiento al pecado y su devoción a María.




   Luego que cumplió el segundo lustro de su edad, (10 años) fué agregado Alfonso por el mismo padre Pagano a la congregación de jóvenes nobles, erigida en la casa de los padres del Oratorio de San Felipe Neri en Nápoles, llamada de los Jerónimos, y cuyo instituto es, encaminar a los caballeros jóvenes por la vía de la perfección cristiana, ejercitándolos en toda clase de prácticas devotas y en toda especie de virtudes. Allí asistía diariamente con gran modestia y recogimiento al santo sacrificio del altar; acudía con puntualidad á todas las reuniones y funciones comunes; se acercaba todas las semanas a los sacramentos de la penitencia y de la Eucaristía, y observaba con la mayor exactitud todos los ejercicios y todas las prácticas que se hallaban prescritas. Más esto no bastaba. Era, además, el joven Alfonso dócil y respetuoso con los mayores, amable y verídico con los iguales, y afable y modesto con todos; pero lo que le daba aún más realce es, que se descubrían en él las más claras señales de una conciencia tan pura y tan dispuesta a aborrecer no solo el pecado aun el más leve, sino hasta la misma apariencia de pecado, amando en sumo grado la pureza y la virginidad, así como el espíritu de oración y de contemplación y todas las virtudes cristianas. Así es que muy en breve llegó a ser el espejo y el modelo de todos sus contemporáneos, siendo con razón admirado y estimado de todos, más bien como un ángel del cielo, que como un joven revestido de carne mortal.

   Los padres del citado Oratorio acostumbraban llevar de cuando en cuando a estos jovencitos a una inocente recreación, por lo cual fueron conducidos un día a la casa de campo del príncipe de la Riccia, llamada vulgarmente Miradoisi. Sucedió allí, que invitado Alfonso por sus compañeros a jugar a la pelota con ellos, se excusó muchas veces diciendo que él no sabía ni palabra en esto de jugar. Pero cediendo por fin a las estrechas y reiteradas instancias de sus compañeros, y queriendo condescender con una solicitud tan inocente, se puso a jugar, y aunque enteramente inexperto en la materia, quedó por fin vencedor. Entonces el mayor de aquellos jóvenes caballeros, sumamente picado de que Alfonso casi lo había burlado con decirle que no sabía jugar, al pagarle la insignificante cantidad que había perdido en el juego, dijo una palabra malsonante e inconveniente. Al oiría el inocente Alfonso, se le cubrió el rostro de un vivo encarnado, y altamente lastimado en lo más íntimo de su corazon por la ofensa hecha a Dios, tomó un aire grave superior a su edad, y volviéndose a él lleno de celo, le dijo: ¿Cómo es eso? ¿Así se ofende a Dios por una vil moneda? y arrojándosela, añadió: he ahí vuestro dinero, y Dios me libre de ganar ninguno en tan malos términos. Dicho esto, le volvió la espalda y se fué como huyendo por lo más intrincado del jardín. Atónitos sus compañeros, y penetrados de la reprensión tan seria y tan pronta de Alfonso, permanecieron inmóviles y confusos por algún tiempo con el delincuente; pero luego, cediendo a los estímulos de la edad, volvieron a ponerse a jugar de nuevo entre sí hasta el pardear de la tarde. Entonces, no habiendo vuelto a ver a Alfonso, ni sabiendo qué había sido de él, se pusieron a buscarlo por todas partes, con tanta más razón, cuanto que el joven que lo había insultado, arrepentido ya de su trasporte, dijo a sus compañeros: vamos a buscar a Fonso porque quiero presentarle mis escusas. ¿Más qué vieron? Después de varias y largas pesquisas, le encontraron por fin arrodillado delante de una imagencita de la Vírgen, que había sacado de la bolsa y había prendido en el tronco de un árbol viejo; y lo que es más, tan arrobado y tan fuera de todos sus sentidos, que ni aun echó de ver la llegada de sus compañeros que al instante lo rodearon. Estos quedaron absortos al ver un espectáculo tan tierno como inesperado, y el caballero que había sido ocasión de él, no pudo ya contenerse y exclamó: ¿Qué es lo que he hecho? he maltratado a un santo. Entre tanto, Alfonso, vuelto en sí del éxtasis, se levantó, recogió la imagen, y lleno de confusión se reunió con sus compañeros. Pero mucho mayor fué el rubor y la vergüenza de que se cubrió el rostro tanto del caballero reprendido por él, como de todos los demás, que sin proferir una palabra,, volvieron a sus casas, contando a sus padres y parientes lo que había sucedido, como un verdadero prodigio.


“De la Vida de San Alfonso María de Ligorio”




miércoles, 2 de agosto de 2017

Nuestra salvación está en la cruz – Por San Alfonso María de Ligorio.







   La Iglesia canta en el viernes santo estas palabras: He aquí el leño de la cruz, del cual pende la salud del mundo. Nuestra salud está en la cruz, en nuestra resistencia a las tentaciones, en nuestra indiferencia por los placeres de este mundo: nuestro verdadero amor a Dios reside en la cruz.

   Debemos, pues, resolvemos a llevar con paciencia la cruz con que Jesucristo ha querido cargar nuestros hombros y a morir en ella por amor de Jesucristo, como él murió en la suya por amor nuestro. No hay otro camino para entrar en el cielo que resignarse en las tribulaciones hasta la muerte. Este es el medio de encontrar la tranquilidad aun en los sufrimientos. Pregunto: cuando viene la cruz, ¿qué medio hay para no perder la paz del alma, sino conformarse con la divina voluntad? Si no adoptamos este medio, vayamos donde queramos, hagamos cuanto podamos, no podremos librarnos del peso de la cruz. Por el contrario, si de buen grado la llevamos, ella nos guiará al cielo y nos dará paz en la tierra.

   El que rehúsa la cruz ¿qué hace? Aumentar su peso. Más el que la abraza con paciencia aligera la carga, que se convierte en consuelo para él, porque Dios prodiga su gracia a todos los que por agradarle llevan de buen grado la cruz que les ha impuesto. Naturalmente no agrada el padecer; pero cuando el amor divino reina en nuestros corazones nos lo hace agradable.

   Si consideramos la bienaventuranza de que gozaremos en el paraíso, si fuésemos fieles al Señor en soportar nuestras penas sin lamentarnos, no nos quejaríamos de él cuando nos envía la cruz. Más exclamaríamos con Job: Sea mi consuelo, que afligiéndome con dolor no me perdone, ni yo me oponga a las palabras del Santo (Job VI, 10). Y si somos pecadores, si nos hemos hecho merecedores del infierno, debemos alegrarnos de vernos castigados por el Señor en esta vida, porque será señal positiva de que Dios quiere librarnos del castigo eterno. ¡Desgraciado del pecador que ha prosperado sobre la tierra! El que sufre grandes reveses, que eche una mirada sobre el infierno que ha merecido, y a su vista todas las penas que sufre, le parecerán ligeras.
   Si, pues, hemos pecado, esta oración debernos dirigir a Dios de continuo: Señor no economicéis conmigo dolores, no me privéis de sufrimientos. Pero os ruego al mismo tiempo que me concedáis fuerza para sufrir con resignación, a fin de que no me oponga a vuestra santa voluntad. Me conformo de antemano a todo lo que queráis disponer de mí, y digo con Jesucristo: Así sea, Padre: porque así fue de tu agrado (Mateo XI, 26). Señor, os ha placido hacerlo así, así sea hecho.

   Un alma que se siente dominada del autor divino, no busca más qué a Dios: Si diere el hombre toda la sustancia de su casa por el amor, como nada la despreciaría (Cant VIII, 7). El que ama a Dios lo desprecia todo, y renuncia a todo lo que no le ayude a amar a Dios. Por sus buenas obras, por sus penitencias, por sus trabajos, por la gloria del Señor. No debe pedir consuelos y dulzuras de espíritu; le basta saber que agrada a Dios. En suma, atiende siempre y en todas las cosas a negarse a sí mismo, renunciando a todo gusto suyo, y después de esto, de nada se envanece ni se hincha, más llámase siervo, y poniéndose en el último lugar se abandona en manos de la voluntad y de las misericordias divinas.

   Si queremos ser santos es preciso cambiar de paladar. Si no llegamos a hacer que lo dulce nos sepa amargo, y lo amargo nos sepa dulce, no lograremos jamás unirnos perfectamente con Dios. Aquí está toda nuestra seguridad y perfección, en sufrir resignados todas las contrariedades que nos acontezcan, grandes o pequeñas; y debemos sufrirlas por aquellos mismos fines, porque el Señor quiere que las suframos; a saber: para expiar las faltas que hemos cometido; para hacernos merecedores de la vida eterna; y para congraciamos con Dios, que es el principal y más noble fin que podemos proponernos en todas nuestras acciones.

   Ofrezcamos, pues, a Dios estar siempre resueltos a llevar la cruz que nos destina, y atendamos a sufrir todos los trabajos por su amor, a fin de que cuando nos los envíe estemos dispuestos a abrazarlos, diciendo lo que Jesucristo dijo a San Pedro cuando fue preso en el huerto para ser conducido a la muerte: El cáliz que me ha dado el Padre, ¿no lo tengo de beber? (Juan XVIII, 11). Dios me envía esta cruz para mi bien, ¿Y yo la rehusaré?

   Si el peso de la cruz nos parece insoportable, recurramos de seguido a la oración: Dios nos dará las fuerzas necesarias. Acordémonos de lo que dice San Pablo: Todas las tribulaciones de este mundo, por duras que sean, no tienen proporción alguna con la gloria que nos prepara Dios en la vida venidera (Romanos VIII, 18). Avivemos, pues, la fe cuando nos asalte la adversidad. Echemos una mirada sobre Jesucristo muriendo por nosotros en la cruz: pensemos después en el paraíso y en los bienes que Dios prepara a los que sufren por su amor. De esta manera no nos quejaremos, más le daremos las gracias por habérnoslos mandado, y le rogaremos que los aumente. ¡Oh! ¡Cuánto se alegran los santos en el cielo, no por los placeres ni lo honores que han gozado en la tierra, sino por haber sufrido por Jesucristo! Todo lo que acaba vale poco; sólo es grande lo que es eterno y no pasa nunca.

   ¡Cuánto me consuelan, Señor, estas palabras! Volveos a mí y yo me volveré a vosotros. (Zaoh I, 8). Yo os he abandonado por amar a vuestras criaturas y por seguir mis inclinaciones miserables: todo lo abandono y me convierto a vos; estoy cierto de que no me rechazaréis si quiero amaros, habiéndome dicho que me tenderéis los brazos: y yo me volveré a vosotros. Recibidme, pues, en vuestra gracia y hacedme sentir cuán precioso sea vuestro amor, y cuánto me habéis amado, a fin de que nunca más me aparte de vos. Jesús mío, perdonadme: mi muy amado Salvador, perdonadme: ¡mi único amor, perdonadme todos los disgustos que os he dado! ¡Dadme vuestro amor y después haced de mi lo que queráis! Castigadme cuanto queráis, privadme de todo pero no me priváis de vos. Venga todo el mundo a ofrecerme todos sus bienes: yo protesto que sólo os quiero a vos, padre mío. Virgen María, recomendadme a vuestro divino Hijo. Él os concede cuanto le pedís, en vos deposito toda mi confianza.



El que ama a Dios no debe aborrecer la muerte – Por San Alfonso María de Ligorio.






   ¿Cómo aborrecerá la muerte el que vive en gracia de Dios? El que está en gracia permanece en Dios, y Dios en el (I Juan IV 16): Así, pues, el que ama a Dios está seguro de su gracia, y muriendo  así está seguro de ir a gozar de Dios eternamente en el reino de les bienaventurados. ¿Y un hombre así habrá de temer la muerte?

   David ha dicho: No entres en juicio con tu siervo, porque ningún viviente será justifícalo en tu presencia (Salmo CXLII).  Más esto quiere decir que nadie debe presumir salvarse por sus propios méritos; porque nadie, a excepción de Jesús y María, puede decir que toda su vida ha estado exenta de culpas. Pero cuando se arrepiente uno de sus faltas, cuando ha puesto su confianza en Jesucristo que ha venido al mundo para salvar a los pecadores, no debe temer la muerte. Vino el Hijo del hombre a salvar lo que había perecido (Mateo VIII 11).

   En efecto, ha muerto, ha derramado su sangre por los pecadores. La sangre de Jesucristo, dice el Apóstol, clama mejor en favor de los pecadores que la sangre de Abel, pidiendo venganza de su hermano Caín (Hebreos XII 22).

   Verdad es que sin la revelación divina nadie puede tener la certidumbre infalible de su salvación; pero bien puede tener certidumbre moral de que se ha dado de corazón a Dios y está pronto a perderlo todo, aun la vida, antes que perder la divina gracia. Esta certidumbre está fundada en las promesas de Dios: Nadie que haya esperado en el Señor, dice la Escritura, ha quedado confundido en su  esperanza (Eccl II 11). Asegura Dios en varios lugares de las sagradas letras que no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y se salve. ¿Acaso quiero yo la muerte del impío, dice el Señor Dios, y no que se convierta de sus caminos, y viva? (Ezequiel XVIII 23).

   En otro lugar afirma lo mismo, y añade como un juramento: Vivo yo, dice el Señor Dios; no quiero la muerte del impío, sino que se convierta y viva (Ezequiel XXXIII 11). En el mismo lugar se lamenta Dios de los pecadores obstinados, que prefieren perder su alma antes que dejar el pecado diciendo: ¿Y por qué habéis de morir, casa de Israel? A todos los que se arrepienten de sus fallas, les promete olvidarlas: Más si el impío hiciere penitencia... vivirá... De todas sus maldades que el obró, no me acordare yo (Ezequiel XVII 21).

   Señales muy ciertas del perdón recibido son para un pecador el aborrecer sus pecados. Un Santo Padre dice que debe estar seguro de haber sido perdonado el que dice con verdad: He aborrecido y abominado la iniquidad (Salmo CXVIII 163). Señal cierta es también de haber recobrado la divina gracia el perseverar en la vida virtuosa por mucho tiempo después del pecado: asimismo son también grandes señales de estar en gracia el tener una firme resolución de perder antes la vida que la amistad de Dios, como igualmente el tener un vivo deseo de amarle y de verle amado de todo el mundo, y sentir pena de verle ofendido.

   ¿Pero  de qué proviene que algunos grandes santos después de haberse consagrado a Dios enteramente, después de una vida mortificada y desprendida de todos los afectos y bienes terrenos, se han visto acometidos de gran temor, al considerar que iban a comparecer delante de Jesucristo Juez? Respondo: que son pocos los santos que al morir hayan sufrido estos temores, queriendo Dios que así se purificasen, antes de entrar en la eternidad, de algunas reliquias de pecado; pero que generalmente todos los santos han muerto con una gran paz y con gran deseo de morir para ir a gozar de Dios. Por otra parte, la incertidumbre de la salvación produce efectos diferentes en los pecadores y en los santos: los pecadores pasan del temor a la desesperación: los santos al contrario, del temor a la confianza, y así mueren en paz.

   Por tanto, el que tiene señales de estar en gracia de Dios, debe desear la muerte y repetir estas palabras de Jesucristo: Venga á nos él tu reino. Debe echarse en brazos de la muerte con alegría, así por librarse de los pecados, dejando este mundo donde no se vive sin defectos, como por ir a ver a Dios cara a cara y amarle con todas sus fuerzas en el reino del amor.

   ¡Oh mi amado Jesús! ¡Mi Salvador y mí Juez! Cuando habréis de juzgarme, por vuestra misericordia, no me arrojéis al infierno. En el infierno ya no podría yo amaros: más habría de aborreceros para siempre; ¡y cómo podría yo odiaros a vos que sois tan amable y que me habéis amado tanto! Esta gracia yo no la merezco por mis pecados; más si yo no la merezco, la habéis merecido vos para mí con la sangre que en medio de tantos dolores derramasteis por mí en la cruz.

   En suma. ¡Oh Juez mío, imponedme todas las penas, pero no me privéis de que pueda amaros! ¡Oh madre de Dios! Mirad que me hallo en peligro de condenarme y no poder amar a vuestro divino Hijo que merece un amor infinito. ¡Virgen María, socorredme, tened piedad de mí!