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Conferencia
dictada el miércoles 15 de agosto de 2007, por
D. Francisco José Fernández de la Cigoña. Abogado, Licenciado en
Ciencias Económicas y Periodista. Una mirada a la España católica y la España contemporánea.
La
Virgen María enemiga de satanás, y de la secta satánica llamada “Masonería”
En
nuestros días no se ataca sólo un punto del dogma, sino toda la fe, todo el
Decálogo, todo el Evangelio, toda la religión revelada y natural. Ésta no es la
vieja herejía que conservó parte del “Credo”; ni siquiera es deísmo; ¡Es el ateísmo,
es la acumulación de todos los errores juntos! Satanás se convierte hoy en
perseguidor: dondequiera que puede oprimir las conciencias, mata la libertad.
Él arroja barro a todo lo que es más precioso y sagrado para nuestro corazón.
Y
para realizar con mayor seguridad su obra de odio, Satanás ha dado origen a una
secta, a la que anima con su espíritu; es una secta verdaderamente infernal
llamada “MASONERÍA”, fundada por los discípulos de Satán. Una logía masónica
Varsovia, llamada “Pensamiento Independiente”, blasfema contra la Divinidad de
Cristo y la Inmaculada Virgen María. En el pasado, cuando la Iglesia condenaba
una herejía, el clero y el pueblo la maldecían. ¡Hoy, hermanos, maldigamos con
valentía esta gran herejía satánica, llamada masonería!
Escuchemos
lo que dice San Juan en el Apocalipsis. Cuando habla sobre “La Bestia” que
surge de la tierra firme (El Falso profeta) y de la bestia del mar (El Anticristo).
Satanás es el dragón apocalíptico, y bien podemos decir que la masonería es su
instrumento en la tierra. San Juan dice: El dragón le dio un poder terrible, “El
dragón le dio su poder y gran autoridad”. Sus seguidores y admiradores, dicen:
¿Quién como la bestia? ¿Y quién podrá luchar contra ella? Bien podemos decir,
que estás palabras de Juan se pueden aplicar a la masonería, es la bestia de la
tierra que recibe el poder del dragón, Satanás, a quién adoran los masones. Hermanos, ¿no son éstas las prefiguraciones de
nuestros días? ¿No es la masonería como una deidad monstruosa, temida por los
católicos timoratos, a quien los ateos llevan incienso? ¿No creó acaso,
masonería una religión, y un culto a Satanás? ¿No exclaman sus adoradores con
confianza exagerada: ¿Quién es como nuestra secta? ¿Quién podrá resistirla?
¡Quiere reinar y reinará! Quiere matar a Dios, a su Cristo, a la Santísima
Virgen, y a la Iglesia Católica en los corazones de los hombres, y lo están
logrando en muchas almas!
¡Esta
es “La Bestia”! “Y abrió su boca, dice San Juan, para blasfemar contra Dios,
para blasfemar de su nombre y de su templo”. El templo de Dios es la Iglesia,
porque tiene la gracia de Dios, que da al mundo. El papado es el templo de Dios,
porque tiene la verdad infalible de Dios, que da al mundo. El santuario de Dios
es la santísima Eucaristía, porque contiene el Cuerpo de Dios y lo entrega al
mundo. La Virgen Inmaculada es templo de Dios, porque llevó en su seno la Palabra
de Dios y la entrega al mundo. Contra estos templos se levanta esta voz de
Satanás, el Dragon, y las logias lo secundan en estas blasfemias, como la bestia
que recibe del dragón.
Y
como no es fácil atacar a Jesús y María que están en el cielo, la bestia vuelve
su furia sobre Sus fieles servidores en la tierra. Donde puede los encarcela y
los mata; y cuando no puede hacerlo, al menos los arruina: “Nadie, dice San
Juan, puede comprar ni vender, excepto el que tiene la marca o el nombre de la
bestia”. ¿No es ésta nuestra historia? ¿Quién persigue a la Iglesia de Dios
hoy? ¿Quién muestra la intolerancia de la forma más terrible? ¿Quién crucifica
nuevamente a cristo, en nombre de una la
falsa libertad? ¿Cómo Cristo en el Gólgota, así sufra la iglesia hoy? ¿Quién
piensa en privar a los católicos de todo para que no puedan conseguir ni un
pedazo de pan, quién llena las cárceles con ellos? La Bestia (de la tierra) – la ¡Masonería!
¡Es
cierto que en todas las naciones y sociedades cristianas de Europa y otras
partes del mundo civilizado se colocan minas secretas que, en el momento
conveniente, a una señal determinada, harán estallar el sistema de sociedades
existente! Hoy en día, Francia se expone demasiado a las conspiraciones y las
ambiciones de las logias masónicas. Por lo tanto, maldición a la bestia, y a
sus seguidores.
Hermanos,
los católicos invocamos a la Inmaculada Virgen María, le cantamos ¡Ave Reina!
¡Dios mío, eso no es suficiente! Tratemos a María como los súbditos fieles
tratan a su reina cuando los rebeldes la atacan: ¡ofrezcámosle nuestras armas
para defenderla! No la insultemos con sólo orar y gritarle: “¡Hosanna a la Hija
de David!” para abandonarla más tarde como los judíos abandonaron a su Hijo, al
que acababan de proclamar rey en las calles de Jerusalén. Sí, queridos, hoy
postrémonos de rodillas ante María en humilde oración, proclamémosla reina del
universo, pero mañana, ¡mañana a las armas! ¡Demostrémonos caballeros dignos de
María, y no simples llorones temblorosos, como desgraciadamente hay muchos en
nuestros días! Organicémonos en regimientos, en el ejército de Jesús y María;
juremos ante Dios nuestro Rey, Cristo y su Divina Madre, que dondequiera que
nos encontremos con la bestia de la Masonería, la combatiremos con las vísceras
abiertas: en los hogares, en las asociaciones de trabajadores, en la prensa, en
la literatura, en las reuniones sociales, en las asambleas nacionales. Y así como
antes, así como ahora, nuestra Reina triunfante, nos dará la victoria a
nosotros, a sus hijos, y a la Iglesia de su Hijo!
En
las batallas con los enemigos de Jesús y María, en las batallas que Satanás y
su bestia, la Masonería, están librando contra nosotros y la Iglesia de Cristo,
depositemos una confianza ilimitada en Aquel que, como Su Divino Hijo, nos
llama: Tened fe, he derrotado a Satanás y sus aliados a lo largo de la historia
de la Iglesia, ¡hoy lo venceré! ¡Y lo derrotaré por medio de vosotros, fieles
pero débiles instrumentos de mi gloria terrenal!
¡Oh
gloriosísima Reina del cielo y de la tierra, aquí estamos Tus siervos e hijos,
aquí estamos Tus caballeros, nos arrodillamos al pie de Tu trono, suplicando
misericordia para nosotros y para la Iglesia! Ven, oh, ven a nuestro rescate
con Tu ayuda todopoderosa, para que celebremos Tus triunfos en la tierra lo más
pronto posible, y luego en la patria de los eternos vencedores, glorifiquemos
el Nombre de nuestro Rey Jesús y Tu Nombre, Reina del Cielo. Amén.
Padre
Józef Stanisław Adamski. S.I. 1908.
De todas las cosas hoy vivientes sobre: el inmortal suelo de Francia, nada más
palpitante de vida sobrenatural que la tumba de Teresita, Visitada a todas
horas por gente de todos los pueblos del mundo y cubierta de flores frescas y
al abrigo de la cruz y de las palabras que dijo el Señor cuando sus discípulos
rechazaban a los niños: “Nisi
efficiamini sicut parvuli, non intrabitis in regnum”:
sino os hiciereis como los niños, no
entraréis en el reino.
Aquella jovencita que moría a los
veinticuatro años, en la enfermería de un convento donde se sepultó a los
quince, no conocía al mundo, ni el mundo la conocía a ella.
Pero según la palabra de Dios, “el
Espíritu sopla donde él quiere” y estaba destinada su persona y su
libro a conquistar en poquísimos años una prodigiosa popularidad. Por ella es
universalmente glorioso el pueblecito de Lisieux, como Asís por Francisco, como
Ávila por la otra Teresa, como Siena por Catalina.
Sin salir apenas del hogar, el peregrino en
pocos momentos recorre todos los pasos de aquella vida breve y oculta. Su tumba
primero, donde se guarda su cuerpo; el cementerio donde estuvo sepultado antes
de la canonización, en el cuadrado de tierra cubierto de cruces donde duermen
en paz otras carmelitas; su casita natal en los Buissonnets; su dormitorio, con
su camita de caoba y sus juguetes: una muñeca, una carretilla, un pianito, la
jaula de un pájaro. . .
¡Es todo! Encantadora peregrinación que se hace
con el corazón conmovido y la sonrisa en los labios, porque uno camina,
envuelto no por una atmósfera de muerte, sino en un aire vivificante y glorioso.
Ella adivinó su gloria. “Siento
que mi misión va a comenzar”, dijo, al saber que se moría, “Quiero
pasar mi cielo haciendo bien sobre la tierra”.
Tuvo también, por inspiración divina, la
intuición de que su libro, escrito como un borrador de colegiala, sería un
poderoso instrumento para mover los corazones, y a su Priora se lo expresó con
estas palabras: “Lo
que yo leo en este cuaderno es enteramente mi alma. Madre mía, estas páginas
harán mucho bien. Se descubrirá en seguida la dulzura del Señor...” Y
con su amable e inspirada sinceridad agrega: “¡Ah,
ya sé bien que todo el mundo me amará!”
No se engañaba, no, la simple y juvenil
doctora de la Iglesia, doctora a su modo y sin definición, porque había sido
suscitada por Dios para enseñar a los hombres, no los grandes caminos de la santidad,
como Teresa de Ávila, sino
su caminito, como ella decía su petite voie d’amour...
¡Y el mundo entero la ama! Pensemos el
significado de este amor que arrastra millones de peregrinos a su tumba, que es
un viviente santuario, en los mismos días y bajo el mismo sol que alumbra la
soledad y la triple muerte de otras tumbas sin epitafio y sin cruz.
Nunca los santos son figuras anacrónicas en
el tiempo de su vida mortal. Por el contrario, han aparecido siempre en los
momentos en que el mundo los necesitaba, y aunque vivieran en un desierto o en
un claustro han ejercido sobre su época una acción inmensa desproporcionada con
su aparente debilidad.
Recuérdense los nombres de Agustín, de
Bernardo, de Francisco de Asís, de Domingo de Guzmán, de Ignacio de Loyola, de
Juana de Arco, de Vicente de Paúl, de Teresa de Jesús, de Francisco de Sales,
de Magdalena Sofía Barat.
Cada época tiene sus necesidades
espirituales y materiales y tiene su santo. En la época actual, como en todos
los siglos de decadencia, las cualidades de forma, la gracia y elegancia del
estilo y de la persona ejercen una sugestión mayor que las grandes hazañas.
Teresita de Lisieux, con la sonrisa
exquisita de su rostro digno del pincel de Leonardo de Vinci, y con su libro,
que es una flor de la literatura francesa, ha cautivado al mundo.
Las gentes, sorprendidas de este imperio
repentino y universal, se dejan arrebatar por la impetuosa corriente que las
lleva hacia ella y se complacen en decir que ha llegado a ser santa sin hacer
nada, lo cual parece verdad, aunque no lo sea; y la propia Teresita sonreirá, porque
ella, hija de estos tiempos, sabe que hoy es más fácil conquistar y santificar
a los hombres convenciéndolos de que no hay que hacer nada extraordinario, que
mostrándoles el camino de la Trapa o del martirio.
“¿Cómo
quiere que la llamemos cuando esté en el cielo?”, le preguntaron un
día las novicias, y ella contestó: “Llámenme
Teresita”. Y a su hermana Paulina que la interrogaba: “¿Nos
mirará desde el cielo?”, le responde: “No,
bajaré a la tierra”.
Lo ha prometido y lo cumple, y sus manos
pequeñas y dadivosas no se cansan de repartir gracias sobre los corazones que
la invocan, porque creen en ella, ablandados por la misteriosa dulzura de esta gota
de miel que ha caído sobre la impenitencia y amargura del mundo moderno.
Hugo
Wast.
TRIGÉSIMO DÍA —30 de septiembre.
San Miguel obrará el
milagro de la Resurrección General
“Cuando leí -dice el cardenal Des Champs- las impresiones de los Padres del Concilio de
Trento a la vista de esa majestuosa asamblea, me estremecí con todo mi ser. Pero
cuando, obedeciendo a la voz de Pío IX, tuve la dicha de disfrutar del
admirable espectáculo de la apertura del Concilio Vaticano I, no pude contener
las lágrimas, y, embargado por un respeto y una admiración que no podría
describir, grité: Qué grande es el Vicario de Jesucristo, el Soberano Pontífice
que, con una palabra de su inspirada boca, ve a los Principados y Virtudes de
todo el universo arrodillados a sus pies.” Pero cuánto
mayor será el inaudito espectáculo que al final de los siglos nos darás, oh
glorioso Arcángel, tú a quien la Santa Iglesia saluda con el título de
convocante y operador de la resurrección general. Doblemos nuestras frentes en
el polvo de sus santuarios y abajémonos con toda la humildad y sinceridad de
nuestros corazones ante esta majestad abrumadora que, por el mero sonido de su
voz suprema, unirá repentinamente a todas las naciones y a todas las
generaciones indistintamente en el lugar elegido por Dios para el juicio
universal. De hecho, dice San Pablo, tan pronto como la señal haya sido dada por la voz del ARCÁNGEL,
por el sonido de la misteriosa trompeta el Señor bajará del cielo y los muertos
resucitarán... Aunque
el Apóstol no nombra a San Miguel, la expresión de “Arcángel”
que utiliza muestra suficientemente que es de él de quien quiere hablar,
ya que, como ya hemos demostrado anteriormente, la Sagrada Escritura da este
título solo a San Miguel y llama a todos los demás Espíritus pura y simplemente
“Ángeles”. Además, los Santos Padres,
Doctores e intérpretes de las Sagradas Escrituras dicen oficialmente que se trata de San Miguel. San Sofronio de
Jerusalén así lo afirma con numerosas en su apoyo. Viegas, Serarius, Eckius y
varios otros también enseñan esto y muchos otros también enseñan esta verdad.
Catharin da esta opinión como universalmente aceptada. Santo Tomás y San Juan
Crisóstomo declaran que, a la orden de Cristo, el
Arcángel Miguel tocará la trompeta, y a través de ella proclamará estas
palabras: ¡Preparaos,
aquí llega al Juez! Enviará
a sus Ángeles después diciéndoles: ¡Preparad todo, porque viene el Juez! Entonces, bajo
las órdenes de San Miguel, los Espíritus angélicos se reunirán desde los cuatro
vientos de la tierra y de los confines del cielo. Ellos, los elegidos de Dios,
mandarán a los condenados y los demonios para que salgan de las profundidades
del infierno. Y todo esto sucederá con la rapidez del pensamiento. De
nuevo, el Arcángel Miguel soltará y los Ángeles repetirán con solemnidad el grito
de su soberana trompeta: “¡Levántate,
oh muerto!” ¡Súrgite mórtui!
Inmediatamente Dios revivirá las cenizas de cada uno y
San Miguel las transportará por el ministerio de los Ángeles al valle de
Josafat, donde tendrá lugar el juicio final, como dice el libro de Joel:
Consúrgant et ascéndant gentes in vallem Josháphat;
quia ibi sedébo ut júdicem gentes:
Levántense las naciones y suban al valle de
Josafat; porque allí me sentaré para juzgar a las naciones. En ese momento aparecerá la
cruz de Jesucristo, que San Miguel, el Portaestandarte de la salvación (Salútis
sígnifer), las llevará al cielo y descenderá de nuevo a la tierra. Bajará en
medio de las nubes, que se abrirán para dar paso al Hijo del Hombre, que, lleno
de su infinita majestad, vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos. Y
en estas últimas sesiones de la humanidad, dice Delmas, ¿quién recibirá el libro de nuestra vida y
lo leerá ante Dios, ante los Ángeles, ante los hombres y ante los demonios?
Será San Miguel. ¿Quién declarará la inocencia o la
culpabilidad del acusado? Será de nuevo San Miguel. ¿Quién será el heraldo de la sentencia
pública y eterna? Siempre será San Miguel, Vice-Dios y Vice-Rey del cielo y
de la tierra. Y después de la proclamación
solemne y definitiva de esta sentencia irrevocable, San Miguel completará su
obra, es decir, hará que se cumpla,
utilizando el poder supremo que ha recibido de Dios. Primero conducirá a la morada celestial las almas de los
Elegidos, revestidas de sus cuerpos transformados y espiritualizados.
Entonces bajará con un rayo para impedir que los
condenados escapen del lago de azufre y fuego, que los torturará y devorará sin
fin. Luego cerrará sobre el Dragón infernal
y la cohorte de los malditos este espantoso abismo cavado por la legítima ira y
la justa venganza de Dios, y, finalmente, lo sellará para la eternidad. ¡Ah! ¿Le oís, pecadores? No
es por años, ni por siglos, ni por millones y miles de millones de siglos, es
por la eternidad. ¡¡¡IN ÆTERNUM!!! ¿Qué es la eternidad? Es, en opinión de los
maestros de la vida espiritual, un círculo que gira
indefinidamente sobre sí mismo, cuyo centro es el siempre, cuya circunferencia
es la ninguna parte, y dentro del cual todo es el infinito. ¿Qué es la
eternidad? Es un principio sin
principio, sin medio, sin fin. Es un
principio continuo, interminable, que siempre empieza y nunca termina. La
eternidad es un principio en el que los réprobos agonizan y mueren siempre de
la manera más dolorosa y cruel, y en el que, después de todas las agonías y
todas las muertes, vuelven a empezar y volverán a empezar indefinidamente todas
sus agonías y todas sus muertes. ¡IN ÆTERNUM! ¿Qué es la eternidad? Es una vida interminable que se puede resumir en estas
dos palabras: ¡Nunca! ¡Siempre! No salir nunca de este
abismo infernal, soportar siempre estos castigos infernales, estar siempre
privado de Dios, ser siempre presa de estas sagaces llamas que te torturan allí
donde has pecado y que te devoran sin cesar sin consumirte nunca. Este es el
destino de los condenados, este es el castigo divino. ¡Este es el abismo que San Miguel sellará
para toda la eternidad: In stagnum ignis et
súlphuris ubi cruciabúntur die ac nocte in sǽcula sæculórum: En el lago de fuego y azufre donde serán atormentados día
y noche por los siglos de los siglos! Oh, por piedad, pecadores, volved sobre vosotros
mismos y considerad el destino que os espera si no os reconciliáis sinceramente
con vuestro Dios. Oh, qué larga, qué profunda, qué inmensa, en palabras de un
santo Doctor, es esta eternidad, la maestra de todas las edades, esta eternidad
que nunca podrá ser limitada, esa eternidad que vivirá y permanecerá para
siempre ¡IN ÆTERNUM!
Salid, salid de esta tumba
de corrupción, pobres pecadores, a quien amamos ardientemente. Salid de este
sepulcro blanqueado donde os han puesto vuestros pecados y en el que podréis
ser enterrados para siempre: ¡IN
ÆTERNUM! Piensa
en la eternidad, o, mejor dicho, pensemos todos en ella, y repitamos a menudo
esta oración de un alma sinceramente devota de San Miguel: “¡Oh
Santo Arcángel, el pensamiento de este día del juicio final hace que mi alma se
sumerja en terror y espanto! ¿Cuál será mi destino cuando llegue el
sonido de tu trompeta y revuelva el polvo de las tumbas y saque de ellas
nuestros cuerpos para empujarlos ante el trono del Juez de vivos y muertos? Invoco
tu protección en el día de hoy, para que en el gran día del juicio me
reconozcas como uno de tus siervos, y me des un lugar entre los elegidos de
Dios.
MEDITACIÓN
“Tiembla, pecador -dice San Bernardo-, porque serás presentado ante el terrible juez.
No tendrá solo un acusador contra ti, tendrás tantos como pecados tengas. Él
mismo te acusará severamente, así como todos los espíritus, buenos o malos. De
todos los lados por todos lados surgirán acusadores; aquí tus pecados, allí la
justicia eterna. Bajo tus pies el infierno, sobre ti un juez furioso juzga.
Dentro de ti, tu conciencia que te acosa. Fuera, el mundo cruel. Si el justo
apenas es salvo, ¿qué
será del pecador? Esconderse
será imposible para él, apareciendo al aire libre se le volverá intolerable.
“El gran Juez -añade San Cirilo-, pone ante los ojos de cada uno de ellos todo
lo que han hecho, dicho y pensado. Allí no se ayuda a nadie. Nadie, nadie puede
rescatar al culpable del castigo que ha merecido: ni padre, ni madre, ni hijo,
ni hija, ni amigo, ni defensor, ni dinero, ni riqueza, ni poder. Todo esto se
reduce a la nada. El culpable es el único que soporta su condena. ¿Dónde se encontrará -continúa-
la jactancia
y la vana gloria, la púrpura y la magnificencia? ¿Dónde estarán la realeza,
nobleza, las galas, los tesoros, placeres, la fuerza del cuerpo, la vanidad y
la falsa belleza, los bailes, los teatros y espectáculos? De todo
solo quedará un amargo recuerdo, todo esto se volverá contra nosotros para
acusarnos e irritarnos irritar a nuestro juez. Cualquier
excusa será imposible, no habrá forma de defenderse, el pecador permanecerá
públicamente mudo y confuso, pues el Señor iluminará lo que se oculta en la
oscuridad y revelará los pensamientos más secretos del corazón. Entonces todas
las iniquidades del pecador serán expuestas a la vista del cielo, la tierra y
el infierno. «Oh,
montañas -gritarán estos infelices en su
indecible terror-, las
montañas caen sobre nosotros, y vosotros, los cerros, nos aplastáis, nos
escondéis bajo vuestra masa, nos cubrís con vuestros escombros, veláis nuestros
crímenes.» ¡Vanos deseos! Debemos
sufrir la vergüenza hasta el final, incurrir en la reprobación general. Almas cristianas, reflexionad sobre esta terrible
hora del juicio. Sí, todos nosotros, seamos quienes seamos, escudriñemos
nuestro corazón y nuestra mente y preguntémonos si haríamos en público lo que
nos atrevemos a hacer en privado. ¿No nos arrepentimos de
pensamientos, deseos, miradas, signos, palabras y acciones que nos
avergonzarían si fueran conocidos por nuestros padres y por algunos de nuestros
amigos? Cuando
miramos hacia atrás en
nuestra vida, cuando recordamos tales y cuales actos que han mancillado
nuestras almas, nos sentimos abrumados por el peso de estas ignominias, y
sentimos que somos una carga para nosotros mismos.
Y, hay que decirlo, ¿no es a veces muy doloroso para nosotros revelar a
nuestro confesor estas horribles heridas de nuestro corazón degradado y
degradante? Sin embargo, es a Dios, y bajo el sello del más profundo secreto, que
hacemos esta confesión, que, si es sincera, borra nuestro pasado y nos protege
de la confusión universal. Pero esta confesión es tan dolorosa que a
veces buscamos mitigar nuestras faltas o presentarlas bajo un aspecto que nos
hace parecer menos culpables. ¡Dios no permita que nuestro orgullo nos lleve más lejos! Reservemos nuestra vergüenza para después, es
decir, lancémosla a todos los
ecos que la repetirán hasta el juicio final y que nos la devolverán en forma
prodigiosamente ampliada para confundirnos eternamente. Por lo tanto,
recordemos siempre este saludable pensamiento del juicio final. Recordemos que
cada uno de nuestros pensamientos, palabras y obras quedarán completamente
expuestos ante todas las criaturas, y que en ese momento conoceremos, al igual
que Dios, la infinita bajeza de nuestra conducta y la infinitesimal torpeza del
pecado. Juzguémonos a nosotros mismos, pero juzguémonos con severidad.
Examinemos nuestros caminos y nuestras obras, para que el divino Escrutador de
reyes y cortes no encuentre nada que condenar en nosotros en el solemne día del
juicio final.
ORACIÓN.
Oh San
Miguel, cuando pienso que en cualquier momento puedo comparecer ante el
temido tribunal de Dios, que en esa hora se decidirá mi suerte y que el último
juez será el que proclame pública y solemnemente la sentencia irrevocable del
juicio particular, me embarga el temor, me congela el miedo; pero conociendo
todo el poder del que Dios te ha revestido, me entrego y me consagro a ti para siempre. Sabiendo que tus
oraciones son siempre eficaces y conducen al cielo, te pido humildemente, y te
ruego con todas las fuerzas de mi ser, que me obtengas de Dios la gracia
salvadora que me prepare para pasar esta terrible y decisiva prueba, de modo
que todos mis pensamientos, palabras y obras tiendan sólo a la gloria del
Altísimo, y que Jesucristo reine siempre en mi corazón, para que yo sea digno
de reinar un día con él en la bendita eternidad. Amén.
VIGESIMONOVENO DÍA —29 de septiembre
San Miguel introduce las
almas en la morada celestial
El favor de presentar
ante un monarca a quienes uno desea y de asignarles el lugar que deben ocupar
en el Estado, es una función que los mayores señores de este mundo han
envidiado en todos los tiempos, dice un escritor moderno. ¿Qué hay
entonces de esa posición en el reino de los cielos? Es la participación inmediata en la Realeza de Dios, en
su Divinidad. Es a San Miguel a quien se le confía esta sublime función de
introducir las almas en el Cielo. Es la misma Santa Iglesia quien nos lo
enseña en las palabras que ya hemos citado: “San Miguel es el preceptor del Paraíso, el Potentado del Cielo;
es el maestro, el príncipe, el jefe de todas las almas que están llamadas a
poblarlo. Y,
continúa la Santa Liturgia Romana, San Miguel, fiel a la misión que Dios le ha encomendado, viene
con la multitud de sus Ángeles a buscar las almas de los elegidos para
introducirlas en el Paraíso de las delicias”.
En una antigua secreta de la fiesta de San Miguel encontramos también esta
súplica: “Príncipe de los Ángeles,
tú que, a la hora que tus oraciones han hecho que Dios marque, en proporción a
la devoción que se te ha demostrado en esta tierra de destierro, o casi a tu
gusto abrirás las puertas de la morada fortificada de las eternas
bienaventuranzas, recibe en depósito nuestras almas y las de aquellos que te
encomendamos para introducirlas en la presencia de Dios y en la compañía de la
Augusta María y de los hombres y mujeres santos que viven y reinan con Él por
los siglos de los siglos." Citemos
de nuevo este ofertorio de una misa de San Miguel, aprobada por el Papa
Alejandro IV: “Bendito
sea Dios, que ha dado a San Miguel un gran poder sobre las almas para
santificarlas y llevarlas al reino de los cielos. Bendecidlo, pues, santos y
elegidos; bendecidlo, todos los que anheláis la felicidad eterna; alabad e
invocad a San Miguel, que tomará vuestras almas al morir para conducirlas al
Paraíso.” “Oh
santa Iglesia católica -clama San Gregorio-, qué alegría y consuelo nos das al mostrarnos a
San Miguel como nuestro introductor en el reino de los cielos. Después de
María, no podemos tener mejor abogado, y su devoción por la humanidad caída
despierta en nuestros corazones sentimientos de confianza y esperanza que nos elevan
poderosamente hacia Dios.” “Te saludo, todopoderoso San Miguel -añade San Pantaleón-, te saludo conduciendo triunfalmente las
almas de los cristianos a la patria celestial, sobre la que tienes jurisdicción
casi plenaria, te saludo con la esperanza de que un día introduzcas en ella mi
alma que confía en tus oraciones.”
“Ángeles
del cielo -continúa San Cesáreo-, alegraos, cantad y exaltad a vuestro Príncipe, pues está
revestido de un poder verdaderamente excepcional, ya que lleva las almas de los
santos y de los justos al reino de la gloria, e incluso les asigna el lugar que
deben ocupar allí.” ¿Te has dado
cuenta -dice San Francisco de Sales- de lo grandes que son los títulos que la Iglesia da a San
Miguel? Le llama
gobernador del cielo: Paradisi
praepositus: Guardián del Paraíso, le
reconoce el derecho a introducir las almas en esta deliciosa morada: Suscipit et perducit animas in paradisum jubilationis: Él recibe y conduce a las almas al paraíso del regocijo. ¿Necesitamos más para instarnos a recurrir a
la protección de este gran Príncipe? Además, esta
doctrina de la Iglesia no es más que la confirmación de la creencia general de
los pueblos. En todas partes y en todos los siglos, encontramos pruebas claras
de esta verdad. Limitémonos a citar algunos ejemplos más llamativos. En una
necrópolis de Egipto, que se remonta a la época de los emperadores romanos, hay
una bóveda funeraria de una familia cristiana, y en una tumba se encuentra esta
inscripción: “Dios
todopoderoso, recuerda el sueño y el descanso de su serenidad de tu siervo
Zoneine, piadoso y sumiso a tus leyes: concédele que sea guiado por el Santo
Arcángel Miguel para conducir las almas a la luz, en el seno de los Patriarcas
Abraham, Isaac y Jacob”. El sabio Pedagogo, un autor muy
antiguo, dice sobre este tema: San Miguel no es
perfectamente feliz al no haber llevado a todas las almas al cielo, y por San
Agustín y San Bonifacio conocemos este trato de favor, que nos asegura que este
Arcángel no solo asiste a nuestras almas en este paso decisivo de la eternidad,
sino que también las introduce en el Paraíso después de la muerte.
Esto
es también lo que rezamos en el Oficio de San Martín: “Oh santo bendito, que San Miguel con los ángeles ha traído al
cielo.” Y el epitafio del Cardenal Conrad
termina así: “la mano de Miguel
lo ha llevado al cielo, donde permanece para siempre.” Por último,
el Concilio de Maguelone, del que ya hemos hablado, formuló esta bendición que
se pronunció en el siglo X sobre las cabezas de los pecadores arrepentidos: “Entonces, al final de esta vida mortal, serán dignos, con la
gracia del Señor, de reunirse con el Arcángel Miguel, que recogerá nuestras
almas y les abrirá las puertas del Paraíso.” Pero cualquiera que sea la alegría que San Miguel experimente al
introducir nuestras almas en la morada celestial, nunca experimentó una alegría
tan grande como cuando transportó triunfalmente el cuerpo y el alma de la
augusta Virgen al seno de la gloria divina. Escuchemos a
San Gregorio de Tours sobre este tema: “Cuando la bendita María se acercaba al final de su
carrera mortal, todos los Apóstoles reunidos de las diversas regiones del mundo
acudieron a su casa. El Señor Jesús, rodeado de sus Ángeles, se les apareció y
recogió el alma de su Madre, que confió al Arcángel Miguel.” El
beato Santiago de Vorágine y varios otros autores atribuyen también a San
Miguel esta sublime misión: “Cuando María
entregó su espíritu, San Miguel lo recibió respetuosamente y lo presentó a Dios
como el fruto más hermoso de la Encarnación y el resumen de todas las
perfecciones que pueden encontrarse en la criatura más excelente y
privilegiada.”
Poco después, cuando
el Salvador volvió a tomar el cuerpo de su Santísima Madre para elevarlo al
cielo, se lo confió a San Miguel, que lo acompañó en su gloriosa Asunción,
introduciéndolo con la mayor alegría en los sagrados atrios, y ordenando a las
santas falanges que aclamaran a su reina y madrina. Además, un tímpano de Nuestra Señora de
Tréveris representa así la coronación de María en los cielos: Cristo, ayudado por San Miguel, coloca la corona sobre la
cabeza de su Madre Santísima.
Estos son los privilegios que Dios
concede a San Miguel: ¿No podemos repetir con un Santo Doctor: “Qué grande eres, oh San Miguel, ya que Dios te ha
confiado a María, a todos los santos y a todos los elegidos sin excepción, para
que tú mismo los introduzcas en el seno de Dios"? Escribamos, pues, con Santa Gertrudis: “Salve, gloriosísimo príncipe, Arcángel San
Miguel. Salve, honor y gloria de las jerarquías celestiales. Eres tú a quien
Dios ha designado como Príncipe del Cielo para recibir a las almas y llevarlas
al paraíso de la gloria. Te recuerdo, oh bendito príncipe, estas gracias y
todas las que la ilimitada liberalidad de Dios te ha concedido por encima de
todas las órdenes de los ángeles, y te pido, por el mutuo amor que une tu
corazón angélico al de Dios, que recibas mi alma el día de la muerte y me hagas
de juez misericordioso, intercediendo por mí."
MEDITACIÓN
Según Santo Tomás, el cielo es lo más grande
y perfecto que Dios puede hacer, pues es el disfrute de Dios mismo. Deriva la
perfección infinita del bien infinito, que es Dios, y Dios no puede hacer nada
mejor. Es una ciudad maravillosa cuyo Rey es la belleza, la verdad y la propia
santidad, cuya ley es la caridad duración y cuya duración es la eternidad. En
el cielo está la cumbre de la dicha, la gloria suprema, la alegría infinita y
todo el bien. Este reino incomparable supera todo lo que se puede decir de él,
está por encima de toda alabanza y supera todas las glorias, todas las
felicidades. Ni el ojo ha visto, ni el oído ha oído, ni el corazón del hombre
ha concebido lo que Dios ha preparado para los que le aman. Bendito sea,
pues, el Señor, que según su gran misericordia nos ha regenerado, dándonos la
esperanza de la vida y de esa herencia pura, inmortal e incorruptible que nos
está reservada en el cielo. Sin duda, al pensar en tal felicidad, nuestros
corazones suspiran ardientemente por este torrente de delicias inefables. Pero el cielo sufre violencia, y nadie entrará en él sino
quien ha sabido hacerse violencia a sí mismo. Pero, ¿quién puede negarse a trabajar por ello? Porque
lo que Dios nos pide no está por encima de nuestras
fuerzas, y ni siquiera es tan difícil como se cree que es ganar, merecer el
cielo. Escuchemos a San Agustín: "El reino de los cielos se puede vender -dice-,
¿lo quieres?
Cómpralo. No tendrás que
soportar mucho sufrimiento ni hacer grandes cosas para adquirir un bien tan
grande. No está por encima de tus posibilidades y tienes los medios para
pagarlo. No examines lo que vales, sino lo que eres. El cielo vale lo que tú
vales. Entrégate a Dios y lo tendrás. Pero, dirás, soy malo y Dios no me querrá.
Al entregarte a Él, te convertirás en bueno, y cuando lo hagas, merecerás el
cielo. Amar -añade-, no es algo difícil, el corazón está hecho para
amar”. Ahora bien, si
merecemos el cielo es por amor, el amor de Dios es la moneda con la que podemos
ganar la corona de la gloria. ¿Nos negaremos a amar a Dios? No, ciertamente,
tenemos demasiadas razones para amar a Aquel que es supremamente amable. Así
que amémoslo con todo nuestro corazón, con toda
nuestra fuerza y por encima de todas las cosas, y entonces podremos
hacer lo que queramos: Ama et fac quod vis: Ama y haz lo que quieras. Vivamos, pues, para la verdad, por la
inmortalidad, por la eternidad, en una palabra, vivamos por amor, y tendremos a
Dios por nuestra recompensa.
ORACIÓN
Oh, San Miguel, ¡qué
hermoso debe ser este cielo el cielo, lleno de la infinita Majestad de Dios!
Y cuando pensamos que este es nuestro verdadero hogar, que si queremos un día
disfrutaremos de las supremas alegrías de este lugar de dicha eterna ¡ah! Cómo se inflama nuestro corazón con el deseo
de poseerlo. Pero
necesitamos tu ayuda, te pedimos con humildad y confianza: enséñanos a amar a
Dios como tú le amas, a luchar tan bien como luchas tú. Apóyanos en nuestros
fracasos, levántanos de nuestras caídas, repele a los enemigos de nuestra salvación
y haznos victoriosos sobre todo en la batalla final, para que nos lleves a la
morada celestial donde cantaremos las alabanzas del Padre, del Hijo y del
Espíritu Santo contigo para siempre. Amén.