Es espeluznante el caso
de un desgraciado que, públicamente, se jactaba de ser ateo y de aborrecer a
los curas, a la Iglesia, sus fiestas y Sacramentos. Cuantas veces afeaban su
parecer y pretendían convencerle de sus desatinos y necias palabras,
exponiéndose al peligro de una mala muerte, contestaba él: ––A la hora de la muerte ya me entenderé yo solo con Dios, y, por lo
que hace al honor de mi familia, no me faltará tiempo para simular que comulgo
convencido y bien preparado. ¡Qué desgraciado! Sobrevínole una enfermedad
mortal, y al decirle que sería conveniente llamar al sacerdote, contestó: ––Yo siempre estoy bien con Dios; al
confesor no tengo nada que decirle: que me traigan la Comunión. Con mucho
pesar se le trajo la Comunión para complacer a los parientes, y esperando que
volvería en sí. La recibió como la puede recibir un incrédulo, sin fervor, sin
devoción, sin respeto y como si se burlara, con la mayor indiferencia. Pero ¿qué sucedió? Que apenas hubo pasado la
Sagrada Forma, se estremece, se retuerce en modo horrible y grita: Que me
quemo, que me abraso. —Y así, gritando, muere desesperado, dejando en todos
segura impresión de un merecido castigo.
Peor
suerte tuvo otro individuo del mismo lugar. Este no se las daba de irreligioso,
pues le convenía proceder así; más bien era amigo de los sacerdotes y
frecuentaba la Iglesia y recibía los Sacramentos. Pero al mismo tiempo vivía
con malos compañeros y era asiduo también a las casas de perdición, sin
preocuparse de su conciencia, ni del buen ejemplo, ni de la vida cristiana. Nadaba
a dos aguas, como decimos nosotros; lo mismo trataba con los sacerdotes que con
el demonio. Estando para morir, pues la muerte no respeta a nadie, llamó a
tiempo al sacerdote, se confesó y se le quiso administrar el Santo Viático;
pero al momento se hinchó en forma horrible, los ojos se le cerraron de tal
manera que apenas se le notaban; la boca se le estiró; y en tal forma se le
cerró que fué imposible de todo punto hacerle pasar ni siquiera una pequeña
partícula de la Sagrada Forma. Jesucristo,
infinitamente bueno, no quiso entrar más en aquel cuerpo, reo de tantos
sacrilegios, ni consintió fuera recibido sacrílegamente por última vez. Los
fieles que habían acompañado al Santísimo Sacramento comentaban el hecho, que
les sirvió de provechosa lección.
Estos dos casos, por
demás horribles, pero que pueden servir de gran escarmiento, son la fiel
expresión de aquellas palabras de la Sagrada Escritura: “De Dios nadie se ríe”. Y
mayores serían aún los castigos si estos sacrilegios los cometieran (lo que
Dios no permita) personas religiosas o ministros de Dios.
Narra la Historia que cierto rey del antiguo
país de Etiopía había confiado a un general de su ejército a su hijo, que era
único, y por tanto debería sucederle en el trono con la dignidad
correspondiente a tan elevada misión. Aquel general aprovechó con la mayor
indignidad la confianza que en él había depositado su rey, con intención de
hacerle traición, envenenando, lenta, pero eficazmente al hijo, para conseguir
que muriera y así apoderarse del gobierno de la nación. Habiéndose enterado el
rey de tan siniestras como crueles intenciones, montando en justa ira, mandó
ataran a un palo al general en medio de la Plaza Mayor, y, presente; todo el
ejército, arco en ristre, afeó su conducta con estas palabras: ¿Así, miserable,
querías corresponder a mis esperanzas y a la confianza depositada en ti? Recibe,
pues, el castigo que mereces. Y, dada la orden, cientos y miles de flechas envenenadas
atravesaron el pecho y el corazón de aquel general cruel y traidor para con su
rey. Pues
bien, esta terrible escena se repetirá eternamente en el infierno contra los sacrílegos
que hayan correspondido mal a los favores de Dios y a las gracias de la Santa
Comunión; para éstos será mucho peor su suerte. ¿Has oído lo que dicen del avispero?
Discípulo —No, Padre; cuéntemelo.
Maestro —Un fulano,
mientras paseaba cierto día por el campo, topó con un montón de tierra de la
forma de un grande sombrero lleno de agujeros, oyéndose dentro del mismo un
leve, pero animado susurro. Se detiene acusado por la curiosidad, se asoma, y con
la punta del bastón, hurga los pequeños agujeros. ¡Pobrecillo, ojalá no se le hubiese ocurrido hacer esto! Era un
enorme avispero; al momento de meter el bastón, salen precipitadamente millares
de avispas irritadas, y todas a la vez se agolpan en él y le acribillan a
picaduras de la manera más furiosa y terrible. El pobre desventurado se
defendía furiosamente para librarse; pero con esto irritaba a las avispas que,
enfurecidas, hunden sus aguijones en el pobre infeliz, hasta el punto de que
este, hinchada la cara y la cabeza, cae extenuado y muere entre horribles convulsiones. Todos los
sacrilegios, con tantísima frecuencia cometidos por cientos y por miles de
veces tendrán también sus avispas que en el infierno atormentarán eternamente a
los religiosos y sacerdotes que hayan abusado de su vocación y ministerio y
héchose reos de sacrilegios en este misterio de amor. Con la particularidad de que estas avispas
no desaparecerán, como ellos, nunca jamás, renovándose constantemente estas
torturas.
D. —
¡Dios mío, qué castigos tan horrorosos! Pero, Padre, yo creo que habrá muy
pocos de estos sacerdotes y religiosos.
M.
— Confiemos que serán pocos, porque Dios
los protege y guarda, y Jesucristo los defiende como la pupila de sus ojos;
pero difícil será que no haya alguna sorpresa desagradable.
(Recemos pues, por nuestros sacerdotes todo los días) Agregado
por el blog.
Pbro.
Luis José Chiavarino
COMULGAD
BIEN
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