Es necesario que haya curas.
Es de todo punto incontrovertible que una
creencia o un hecho casi universalmente admitidos en todos los tiempos y
circunstancias, y por todos los pueblos del mundo, constituyen una verdad
necesaria o un hecho cuya autenticidad no puede ponerse en duda.
Podrá la razón humana, según esté iluminada
por la luz de la fe o nublada por las tinieblas del error, creer las verdades
de la única religión verdadera, o dudar de ellas o negarlas; pero no podrá
negar que, sea la que fuere la creencia por que se decida, en ella encontrará
siempre, bajo una u otra forma, al intermediario entre Dios y los demás
hombres, o sea al cura.
Sacerdotes han existido y existen en todos
los tiempos y en todas las religiones. El judaísmo, el budismo, el paganismo y
el mahometismo, reconocieron y han reconocido siempre una clase sacerdotal más
o menos privilegiada, pero siempre rodeada de consideraciones y respetos de
parte de los pueblos sujetos a las creencias por aquellos sacerdotes enseñadas.
¿Qué más? Hasta en el mismo protestantismo, que basado en el libre examen
sostiene la facultad de que cada cual interprete las Sagradas Escrituras como
se lo dicte su espíritu privado, tiene sacerdotes, y con jerarquía
eclesiástica, como sucede en la secta anglicana.
Es, pues, universal la institución del
sacerdocio desde que, perdida por el primer hombre la justicia original, quedó
privado de la facultad que antes tenía para comunicarse con Dios directamente.
Y como una cosa no puede existir y haber
existido siempre en todos los pueblos del mundo sin ser necesaria, el
sacerdote, el cura, lo es indudablemente, aun prescindiendo de la verdad
revelada que así lo demuestra. Pero ya oímos decir a algunos:
—Convenimos
desde luego en esa necesidad; pero no es contra los curas precisamente contra
quienes nos declaramos, sino contra los frailes.
Sofisma burdo se llama esta figura, porque ¿qué otra cosa que curas son los miembros
de las Órdenes religiosas? ¿Acaso unos y otros, no han recibido las mismas órdenes
sacerdotales? Las únicas diferencias, y no substanciales, que existen entre
unos y otros, es que los sacerdotes seculares viven cada cual en su respectiva
casa, y los regulares habitan en común, y en que además de los deberes
generales de los primeros, tienen otros especiales nacidos de la regla
particular a que se sujetan, y de los votos también especiales que pronuncian.
Un sacerdote secular puede convertirse, y no
son pocos los que se convierten, en sacerdote regular, ingresando en cualquiera
de las Órdenes religiosas aprobadas y bendecidas por la Iglesia, como un
sacerdote regular puede pasar al clero secular por diferentes causas, entre las
que podemos mencionar la de su consagración episcopal, de la que existen
bastantes ejemplos.
No hay, pues, que engañarse ni engañar a
nadie acerca de este punto: el que no quiere al sacerdote regular, no quiere
tampoco al secular, aunque otra cosa diga, para ver si de este modo consigue
suscitar la discordia entre estas dos ramas de la familia eclesiástica. Tan cura es el uno como el otro, repetimos;
la misma doctrina enseña; uno y otro predican y confiesan y hasta ejercen
iguales funciones parroquiales, como sucede, por ejemplo, en las islas
Filipinas, cuando la falta de clero secular u otras circunstancias especiales
así lo exigen.
Hermanos
de una misma familia el clero secular y regular, tienden todos como buenos
hijos a procurar la prosperidad de la Iglesia su Madre, y de Jesucristo su
Padre, como Esposo místico de aquélla, y ni existen antagonismos entre ambos cleros,
ni hay razón fundada para que los haya.
Curas son unos y curas son otros, y cada
cual en la órbita que su razón de ser les ha trazado, concurren a la obra común
de la santificación del género humano.
Y hecha esta salvedad, en lo que se refiere
a la insidiosa distinción con que los enemigos de la Religión católica tratan
de encubrir sus perversos propósitos, sigamos demostrando la necesidad de la
existencia de los curas de orden más elevado que los que llevamos expuesto.
El hombre es un compuesto de alma y de
cuerpo, y tiene, por consiguiente, necesidades espirituales y corporales; tiene
también dolencias morales y físicas, y así como para estas últimas reclama el
auxilio de aquellos de sus semejantes que se han dedicado al estudio de las
enfermedades del cuerpo, requiere el auxilio de otros hombres consagrados al
estudio de las enfermedades del alma.
Estos hombres no son otros que los
sacerdotes, cuyos auxilios comienzan desde que nace un niño al que sanan de la
enfermedad original con las aguas regeneradoras del Bautismo. En caso de
urgente necesidad, este Sacramento puede ser administrado por cualquier seglar
que tenga uso de razón y la intención de aplicarlo según el espíritu de la
Iglesia: pero como esa dolencia original del alma no es la única que el hombre
padece, como no lo son tampoco las enfermedades propias de la infancia, hay que
recurrir al cura para que haga su oficio de médico espiritual en todas aquellas
otras dolencias espirituales que el hombre padece en el transcurso de su vida
mortal, por medio de la enseñanza de la doctrina cristiana y la aplicación de
los Sacramentos de la Penitencia, de la Eucaristía y de la Extremaunción.
El
cura es también necesario para la formación de la familia, uniendo con lazos
indisolubles y no sujeto a las veleidades humanas al hombre y a la mujer que
tratan de constituir aquélla.
Y es un error gravísimo afirmar que la
intervención del cura en este caso puede ser sustituida por la del juez
municipal o la del notario, porque no tratándose solamente de la unión de dos
cuerpos y de los intereses materiales de ambos cónyuges, sino muy
principalmente de la unión de dos almas, sin la cual el matrimonio no pasaría
de ser un ayuntamiento carnal y un contrato mercantil, por todo extremo
precario desde el momento en que surgiera el menor disentimiento entre las
partes contratantes, la santa institución de la familia correría gravísimos é
inminentes riesgos de la más lamentable disolución.
De
esta pueden presentarse millares de tristísimos ejemplos de los países en donde,
como consecuencia lógica del llamado matrimonio civil, existe el divorcio,
quedando en libertad los cónyuges así separados, de contraer otras civiles
nupcias que, a más de la degradación de la mujer, producen males sin cuento en
la educación de la prole nacida de semejantes uniones.
Basta para mostrar la intensidad de esos
males, con sólo fijarse en que si allí donde no existe el divorcio con esa
facultad de contraer otros enlaces, el casamiento de un viudo o una viuda con
hijos es causa frecuente de disensiones entre los hijos del primer matrimonio y
su padrastro o madrastra y aun entre los hermanastros, ¿qué no sucederá allí donde los hijos, cuyos padres o madres viven,
vean penetrar en su hogar a seres extraños que usurpen las atribuciones de
aquéllos? ¿Y qué autoridad moral podrán tener para reprender los desórdenes de
sus hijos, esos padres y esas madres que en vida de sus respectivos y
primitivos cónyuges contraen nuevos enlaces, dando así ejemplo de disolución a
sus descendientes?
A todos esos y otros incalculables males
aplica especial preservativo el sacramento del matrimonio, que no puede
contraerse sin la intervención del sacerdote, que sólo por este hecho, aunque
no hubiera otros que la demostrasen, hace necesaria e imprescindible la
existencia del cura, único que puede dar a la unión del hombre y de la mujer el
carácter de indisoluble, pues en los contratos meramente humanos no pueden
existir los compromisos de por vida, que siempre puede revocar la voluntad de
los que los han contratado.
“Apostolado
de la prensa”
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