lunes, 7 de noviembre de 2016

LOS CURAS (Parte III)




Es necesario que haya curas.

   Es de todo punto incontrovertible que una creencia o un hecho casi universalmente admitidos en todos los tiempos y circunstancias, y por todos los pueblos del mundo, constituyen una verdad necesaria o un hecho cuya autenticidad no puede ponerse en duda.

   Podrá la razón humana, según esté iluminada por la luz de la fe o nublada por las tinieblas del error, creer las verdades de la única religión verdadera, o dudar de ellas o negarlas; pero no podrá negar que, sea la que fuere la creencia por que se decida, en ella encontrará siempre, bajo una u otra forma, al intermediario entre Dios y los demás hombres, o sea al cura.

   Sacerdotes han existido y existen en todos los tiempos y en todas las religiones. El judaísmo, el budismo, el paganismo y el mahometismo, reconocieron y han reconocido siempre una clase sacerdotal más o menos privilegiada, pero siempre rodeada de consideraciones y respetos de parte de los pueblos sujetos a las creencias por aquellos sacerdotes enseñadas. ¿Qué más? Hasta en el mismo protestantismo, que basado en el libre examen sostiene la facultad de que cada cual interprete las Sagradas Escrituras como se lo dicte su espíritu privado, tiene sacerdotes, y con jerarquía eclesiástica, como sucede en la secta anglicana.

   Es, pues, universal la institución del sacerdocio desde que, perdida por el primer hombre la justicia original, quedó privado de la facultad que antes tenía para comunicarse con Dios directamente.

   Y como una cosa no puede existir y haber existido siempre en todos los pueblos del mundo sin ser necesaria, el sacerdote, el cura, lo es indudablemente, aun prescindiendo de la verdad revelada que así lo demuestra. Pero ya oímos decir a algunos:

—Convenimos desde luego en esa necesidad; pero no es contra los curas precisamente contra quienes nos declaramos, sino contra los frailes.

   Sofisma burdo se llama esta figura, porque ¿qué otra cosa que curas son los miembros de las Órdenes religiosas? ¿Acaso unos y otros, no han recibido las mismas órdenes sacerdotales? Las únicas diferencias, y no substanciales, que existen entre unos y otros, es que los sacerdotes seculares viven cada cual en su respectiva casa, y los regulares habitan en común, y en que además de los deberes generales de los primeros, tienen otros especiales nacidos de la regla particular a que se sujetan, y de los votos también especiales que pronuncian.

   Un sacerdote secular puede convertirse, y no son pocos los que se convierten, en sacerdote regular, ingresando en cualquiera de las Órdenes religiosas aprobadas y bendecidas por la Iglesia, como un sacerdote regular puede pasar al clero secular por diferentes causas, entre las que podemos mencionar la de su consagración episcopal, de la que existen bastantes ejemplos.

   No hay, pues, que engañarse ni engañar a nadie acerca de este punto: el que no quiere al sacerdote regular, no quiere tampoco al secular, aunque otra cosa diga, para ver si de este modo consigue suscitar la discordia entre estas dos ramas de la familia eclesiástica. Tan cura es el uno como el otro, repetimos; la misma doctrina enseña; uno y otro predican y confiesan y hasta ejercen iguales funciones parroquiales, como sucede, por ejemplo, en las islas Filipinas, cuando la falta de clero secular u otras circunstancias especiales así lo exigen.

   Hermanos de una misma familia el clero secular y regular, tienden todos como buenos hijos a procurar la prosperidad de la Iglesia su Madre, y de Jesucristo su Padre, como Esposo místico de aquélla, y ni existen antagonismos entre ambos cleros, ni hay razón fundada para que los haya.

   Curas son unos y curas son otros, y cada cual en la órbita que su razón de ser les ha trazado, concurren a la obra común de la santificación del género humano.

   Y hecha esta salvedad, en lo que se refiere a la insidiosa distinción con que los enemigos de la Religión católica tratan de encubrir sus perversos propósitos, sigamos demostrando la necesidad de la existencia de los curas de orden más elevado que los que llevamos expuesto.

   El hombre es un compuesto de alma y de cuerpo, y tiene, por consiguiente, necesidades espirituales y corporales; tiene también dolencias morales y físicas, y así como para estas últimas reclama el auxilio de aquellos de sus semejantes que se han dedicado al estudio de las enfermedades del cuerpo, requiere el auxilio de otros hombres consagrados al estudio de las enfermedades del alma.
   Estos hombres no son otros que los sacerdotes, cuyos auxilios comienzan desde que nace un niño al que sanan de la enfermedad original con las aguas regeneradoras del Bautismo. En caso de urgente necesidad, este Sacramento puede ser administrado por cualquier seglar que tenga uso de razón y la intención de aplicarlo según el espíritu de la Iglesia: pero como esa dolencia original del alma no es la única que el hombre padece, como no lo son tampoco las enfermedades propias de la infancia, hay que recurrir al cura para que haga su oficio de médico espiritual en todas aquellas otras dolencias espirituales que el hombre padece en el transcurso de su vida mortal, por medio de la enseñanza de la doctrina cristiana y la aplicación de los Sacramentos de la Penitencia, de la Eucaristía y de la Extremaunción.


   El cura es también necesario para la formación de la familia, uniendo con lazos indisolubles y no sujeto a las veleidades humanas al hombre y a la mujer que tratan de constituir aquélla.

   Y es un error gravísimo afirmar que la intervención del cura en este caso puede ser sustituida por la del juez municipal o la del notario, porque no tratándose solamente de la unión de dos cuerpos y de los intereses materiales de ambos cónyuges, sino muy principalmente de la unión de dos almas, sin la cual el matrimonio no pasaría de ser un ayuntamiento carnal y un contrato mercantil, por todo extremo precario desde el momento en que surgiera el menor disentimiento entre las partes contratantes, la santa institución de la familia correría gravísimos é inminentes riesgos de la más lamentable disolución.

   De esta pueden presentarse millares de tristísimos ejemplos de los países en donde, como consecuencia lógica del llamado matrimonio civil, existe el divorcio, quedando en libertad los cónyuges así separados, de contraer otras civiles nupcias que, a más de la degradación de la mujer, producen males sin cuento en la educación de la prole nacida de semejantes uniones.

   Basta para mostrar la intensidad de esos males, con sólo fijarse en que si allí donde no existe el divorcio con esa facultad de contraer otros enlaces, el casamiento de un viudo o una viuda con hijos es causa frecuente de disensiones entre los hijos del primer matrimonio y su padrastro o madrastra y aun entre los hermanastros, ¿qué no sucederá allí donde los hijos, cuyos padres o madres viven, vean penetrar en su hogar a seres extraños que usurpen las atribuciones de aquéllos? ¿Y qué autoridad moral podrán tener para reprender los desórdenes de sus hijos, esos padres y esas madres que en vida de sus respectivos y primitivos cónyuges contraen nuevos enlaces, dando así ejemplo de disolución a sus descendientes?

   A todos esos y otros incalculables males aplica especial preservativo el sacramento del matrimonio, que no puede contraerse sin la intervención del sacerdote, que sólo por este hecho, aunque no hubiera otros que la demostrasen, hace necesaria e imprescindible la existencia del cura, único que puede dar a la unión del hombre y de la mujer el carácter de indisoluble, pues en los contratos meramente humanos no pueden existir los compromisos de por vida, que siempre puede revocar la voluntad de los que los han contratado.


“Apostolado de la prensa”

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