ASMODEO DEMONIO DE LA LUJURIA
2°) El segundo remedio contra las
tentaciones de liviandad, es el amor a la castidad y a la pureza.
San Agustín divide la castidad
en conyugal, vidual y virginal: buena es (dice) la primera; mejor la segunda;
óptima la tercera. Y san Jerónimo aplica a ellas los premios del trigésimo,
sexagésimo y centésimo de la parábola evangélica (Mateo Cap. 13); y cada cual
debe amar la especie que le pertenece, pues el amor a esta virtud es remedio
contra el vicio que le es opuesto. Este amor preserva al alma de las
caídas; le da fuerzas y la corrobora para que salga victoriosa en la ruda pelea
que mueve la carne contra el espíritu, como lo afirma el Espíritu Santo de la
valerosa Judit, en el triunfo
que alcanzó del impuro Holofernes: Has obrado varonilmente, y has confortado
tu corazón porque has amado la castidad.
La
castidad es un tesoro que depositó Dios en vasos de barro quebradizos, y es
menester gran cuidado y vigilancia para conservarlo y defenderlo de las
continuas asechanzas con que le asaltan los enemigos de fuera, y los de dentro.
El que no guarda este tesoro, y lo
expone a la vista del peligro, no quiere seguramente conservarlo sino perderlo:
“Ser robado
apetece quien un tesoro públicamente lleva en un camino” dice san Gregorio Papa.
Y este tesoro, es justamente el arma más poderosa para su propia defensa,
pudiéndose de él entender lo del santo Job: Acaso has entrado en los tesoros de nieve…
que he preparado en el día de la pelea y del combate (Job. XXXVIII, 22). Pues la castidad, como una nieve cándida y
refrigerante, apagará el fuego horrible y devorador de la impureza.
La castidad preserva de la inmensa multitud
de males de que hemos hablado, acarreados por la liviandad; y además hace al
alma muchos bienes contrarios a aquellos. “La
pureza, dice san Cipriano, es honor de los cuerpos, adorno de las honestas
costumbres, santidad de los sexos, vínculo del pudor, paz y concordia de las
familias; no busca ornatos ni galas materiales, porque ella es hermosura de sí
misma; hácenos a Dios amables, a Cristo conjuntos; reforma los ilícitos deseos,
trae a nuestro cuerpo la paz, es bienaventurada, y nos hace bienaventurados.”
Esta preciosa virtud nos hace a Dios gratos
despejando las potencias para el divino conocimiento, y haciendo al alma capaz
de los secretos celestiales. Por eso los dos apóstoles vírgenes, san Pablo y
san Juan, lograron superiores luces, siendo el uno arrebatado hasta el tercer
cielo, y el otro bebiendo altísimos secretos sobre el Corazón adorable de
Jesús. La castidad, finalmente “forma
ángeles, y el que la guarda, es un ángel,” dice san Ambrosio.
La sagrada Escritura, que, como se ha
observado no es pródiga de encarecimientos y admiraciones, hace no obstante,
admirada, esta bella exclamación. ¡Oh y
cuán bella es la generación casta, rodeada de claridad! inmortal será su
memoria, pues de Dios y de los hombres será conocida (Sap. IV, 1).
R.
P. FR. ANTONIO ARBIOL
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Nota: sólo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.