miércoles, 10 de febrero de 2021

Resignación a la voluntad de Dios en la “Enfermedades corporales”


 



   Nota de SMA. Toda persona enferma, sin importar el grado de la dolencia, ya leve, ya grave, debe leer este artículo.

 

   Es preciso que sepamos resignarnos, sobre todo en las enfermedades corporales, soportándolas de buen grado como y cuando plazca a Dios el enviárnoslas. No quita eso que hagamos uso de los remedios ordinarios, puesto que el Señor así lo quiere; pero, si éstos no llegan a producir efecto, unámonos a la voluntad de Dios, lo que valdrá mucho más que la salud misma. Digámosle entonces: — Señor, no deseo sanar ni permanecer enfermo; únicamente quiero lo que Vos queráis. — Indudablemente, en las enfermedades es lo más perfecto no lamentarse de los dolores que se experimentan; no obstante, cuando con su crudeza nos aflijan fuertemente, no está por esto vedado comunicarlo a nuestros amigos, ni menos pedir al Señor que nos alivie de ellos. No me refiero con esto más que a los grandes sufrimientos, puesto que se ven personas que, por el contrario, obran muy mal al lamentarse; cada vez que sienten alguna pena, el menor disgusto, quisieran que todo el mundo acudiese a demostrarles compasión, y a llorar a su lado. —Por lo demás, el mismo Jesucristo, en el momento de sufrir su dolorosa pasión, reveló a sus discípulos la aflicción extrema de su espíritu: “Mi alma siente una tristeza de muerte” (Mateo., XXVI, 38), y suplicó a su Eterno Padre que le librase de ella: Pater mí, si possibile est, transeat a me calix iste; pero ese divino Salvador nos enseñó al mismo tiempo, con su propio ejemplo, lo que debíamos hacer después de semejantes súplicas; esto es, resignarnos al momento con la voluntad de Dios, añadiendo con El: Veruntamen, non sicut ego voló, sed sicut tu: No obstante, hágase no como yo quiero, sino como quieres Tú.

 

   ¡Cuán grande es la ilusión de ciertas personas que dicen desear la salud, no para dejar de sufrir, sino para mejor servir al Señor, observar sus mandamientos, ser útiles al prójimo, ir a la iglesia, recibir la santa comunión, practicar la penitencia, estudiar, trabajar o emplearse en la salvación de las almas confesando y predicando! —Pero yo te pregunto, alma fiel, dime: ¿Por qué piensas hacer esto? ¿No es acaso para agradar a Dios? ¿Y qué buscas con esto, si sabes ya que el gusto de Dios no está en que te entregues a la oración, a las comuniones, a la penitencia, al estudio, a las predicaciones  u otras obras, sino en que soportes lleno de paciencia esta enfermedad y estos dolores que te envía? Une entonces tus sufrimientos con los de Jesucristo. —Lo que me pesa, di, es, hallándome enfermo de este modo, sentirme inútil y gravoso al prójimo y  mi familia. — Pero, resignándote  a la voluntad de Dios, debes creer que tus allegados y superiores se resignan a ella igualmente, al ver que sólo por voluntad del Señor, y no por culpa tuya, llevas una carga más a tu familia. ¡Ah! Tales deseos y lamentos no nacen tanto del amor de Dios como del amor propio, que busca siempre pretextos para alejarse de la voluntad de Dios. ¿Queremos hacernos gratos al Señor? Desde el momento que nos veamos retenidos en el lecho, digamos está sola palabra: Fiat voluntas tua, y repitámosla desde el fondo del pecho cien mil veces, siempre, ya que con esta sola palabra agradecemos más a Dios que con todas las mortificaciones y devociones posibles. No hay mejor medio de agradar a Dios que abrazar con alegría su santa voluntad. San Juan de Ávila escribió un día a un sacerdote, enfermo: “Amigo mío, no os dediquéis a imaginar lo que haríais, de encontraros bien; contentaos con estar enfermo tanto tiempo como a Dios le plazca. Si no buscáis más que la voluntad de Dios, ¿qué ha de importaros gozar buena salud o estar enfermo?”  Sin duda esto es muy bien dicho, por cuanto lo que mejor agrada a Dios no son tanto nuestras obras como nuestra resignación, y la conformidad de nuestra voluntad con la suya. Por esto decía San Francisco de Sales que mejor se sirve al buen Dios sufriendo que obrando.

SOBRE LAS CRUCES – Por Cornelio A Lápide. (Parte III).


 



Dios ama a quienes envía Cruces.

 

   Reprendo y castigo a todos los que amo, dice el Señor en el Apocalipsis: (III. 19). Jesucristo envía cruces a los fíeles: “para aumentar sus méritos; .mantenerlos en la humildad; para hacerles expiar sus pecados; 4° para manifestar con mayor brillo su bondad, su poder y su sabiduría, como sucedió cuando la resurrección de Lázaro, y como experimentaron el ciego, el paralitico, los mártires, etc...

 

Las cruces inspiran valor.

 

   En todas las ciudades por donde paso, dice el gran Apóstol: el Espíritu Santo me dice que me aguardan cadenas y tribulaciones. Pero nada de esto temo, ni aprecio más mi vida que a mí mismo, o a mi alma, contento estoy mientras que de esta suerte concluya felizmente mi carrera y cumpla con el ministerio recibido del Señor Jesús. (Act. XX. 23-24).

 

   Estoy pronto no sólo a ser aprisionado, sino a morir también por el nombre del Señor Jesús. (Act. XXI. 13).

 

   El valor heroico de San Pablo ha sido imitado por millares de mártires y por los Santos de todos los siglos. Si las cruces fuesen tan pesadas, como lo dicen los ciegos partidarios del mundo, no habrían los Santos subido al cielo, con paso tan firme, tan rápido y alegre. Los mayores Santos siempre han sido los que más cruces han recibido; y como el gran Apóstol rebosaban de alegría en medio de todas sus pruebas; ningún trabajo podía detenerlos.

 

De Dios viene el valor necesario para sufrir las cruces.

 

   He padecido persecuciones y vejaciones, dice San Pablo á Timoteo y ¡qué grandes han sido! Pero el Señor me ha sacado a salvo de todas ellas.

 

   Estoy contigo en la tribulación, dice el Señor;  te pondré a salvo, y  te llenaré de gloria. (Psal. XC. 13).

 

   Nada temas, dice el Señor por boca de Isaías, que yo soy tu sostén. (XLI. 13).

 

   ¿Quién es el que ha esperado en Dios en la adversidad, y ha sido desoído? Ved a José, a Jeremías, a Daniel, a los tres niños en el horno, a Job, a Tobías, a la viuda de Naim, al Centurión, al buen ladrón, a los apóstoles, a los mártires, etc...

 

Cuán grande es el número de las cruces.

 

   En su segunda Carta a los Corintios, San Pablo nos hace una abreviada enumeración de las cruces, comprendiendo tan sólo en ella las cruces que vienen de los peligros: Me he visto muchas veces en peligro en los viajes, dice; peligros en los ríos, peligros entre los ladrones, peligros de parte de mis allegados, peligros en las ciudades, peligros en los desiertos, peligros en el mar, peligros entre los falsos hermanos. El Apóstol pasa luego a otras cruces: He vivido, dice, en medio de trabajos y pesares, sufriendo vigilias, con hambre y sed, con frio y desnudez. (II. Cor. XI. 27). Hemos sufrido toda suerte de tribulaciones: combates por de fuera, por dentro temores: Omnem tribulationem passi sumus: foris pugnae, intus timores. (II. Cor. Vil. 5). Cruces por causa de contratiempos, enojos, tristezas, aflicciones, pérdidas, decepciones, celos, maledicencias, calumnias, etc Cruces por causa de enfermedades que nos afligen, o afligen a nuestros parientes y amigos, etc… Cruces por causa de la muerte de un padre, de una madre, de un esposo, de una esposa, de un niño, etc...

 

   Habiendo el pecado entrado en el mundo, ha traído toda clase de miserias, de tribulaciones, de calamidades, etc...

 

“Tesoros de Cornelio Á Lapide”

 

 


martes, 9 de febrero de 2021

De cómo un joven que renegó de Dios (ante el demonio) salvo su alma por su devoción a María. – Por San Alfonso María de Ligorio.

 



   Cuentan el Belovacense y Cesáreo que un joven noble, al verse reducido sus vicios de rico —porque su padre lo había dejado en tan pobre situación que le era preciso mendigar para vivir— se alejó de su patria para irse a vivir con menor vergüenza en un país lejano, donde no lo conocieran. Durante el viaje se encontró con un antiguo servidor de su padre, quien, al verlo tan afligido por la pobreza a la que había rodado, le dijo que se alegrara, porque él iba a llevarlo a un príncipe tan generoso, que lo proveería de todo. Aquel servidor se había convertido en un impío hechicero. Un día se llevó consigo al pobre joven, lo condujo a través de un bosque hasta una laguna, donde empezó a hablar con una persona invisible. Por lo cual el joven le preguntó con quién hablaba.

 

— Con el demonio —le respondió—, y al ver su reacción de temor, lo animó a no asustarse. Hablando todavía con el demonio, le dijo:

 

— Señor, este joven se halla reducido a extrema necesidad y querría regresar a su situación anterior.

 

— Si quiere obedecerme —contestó el enemigo— lo haré más rico que antes. Pero ante todo, tiene que renegar de Dios.

 

   Horrorizóse el joven. Pero el maldito mago lo incitó a hacerlo y él renegó de Dios.

 

— No es suficiente, replicó el demonio; tiene también que renegar de María, porque ésa es la que, tenemos que reconocerlo, nos ha causado las mayores pérdidas. ¡A cuántos nos arrebata de las manos para convertirlos a Dios y salvarlos!

 

— No. Esto no, replicó el joven; no voy a renegar de mi Madre; ella es toda mi esperanza. Prefiero seguir mendigando toda la vida. Y diciendo esto, el joven se alejó de aquel lugar.

 

   De regreso, pasó ante una Iglesia de María. Entró el afligido joven y arrodillándose ante su imagen comenzó a llorar e implorar a la Santísima Virgen que le alcanzara el perdón de sus pecados. Y María comenzó al momento a orar a su Hijo por aquel miserable. Jesús dijo al principio:

 

— Madre, pero este ingrato, ha renegado de mí. Más, al ver que su Madre no dejaba de pedirle, dijo finalmente:

 

— Madre mía, nunca te he negado nada; que sea perdonado, ya que tú me lo pides.

 

   El ciudadano que había comprado la hacienda del joven derrochador, observó en secreto todo esto. Al ver él, la compasión de María con aquel pecador, le dio a su única hija por esposa, constituyéndolo heredero  de su fortuna. De esta manera, aquel joven recuperó por medio de María la gracia de Dios e incluso los bienes temporales.

 

“Las Glorias de María”

 

 

Aceptar la Voluntad de Dios (Defectos naturales).

 




Si tenemos algún defecto natural, así de cuerpo como de espíritu, como una mala memoria, una inteligencia tardía, falta de destreza, algún miembro estropeado, una salud delicada u otra cosa por el estilo, no nos lamentemos nunca por esto. ¿Acaso merecimos o estaba Dios obligado a darnos más elevado espíritu, un cuerpo más perfecto? ¿No podía crearnos al rango de los brutos, o dejarnos sumidos en la nada? ¿Quién, después de haber recibido un don, se atreve a lamentarse de él? Demos, pues, gracias al Señor de cuanto nos ha concedido por puro efecto de su bondad, y contentémonos con ser tales como nos ha creado. ¿Quién sabe si, con mayor talento, una salud más robusta y un exterior más agradable, nos habríamos perdido? ¡Cuántos seres existen para quienes la ciencia y los talentos han sido causa de eterna ruina, inspirándoles sentimientos de vanidad y de desprecio al prójimo, peligros a que están sumamente expuestos los que más por sus cualidades se distinguen! ¡Para cuántos desventurados, la belleza o la fuerza corporal no han servido sino para precipitarles en mil maldades! ¡Cuántos, por el contrario, existen que, por haber sido pobres o hallarse enfermos o deformes, se han santificado y salvado, a pesar de que se habrían condenado si hubiesen sido vigorosos, ricos o bien conformados! Contentémonos, pues, con lo que Dios nos ha dado. No es ciertamente necesario tener una hermosa figura, ni una buena salud, ni relevantes dotes intelectuales; sólo una cosa es esencialmente necesaria: la salvación del alma.

 

“SAN ALFONSO MARÍA DE LIGORIO”

SANTA APOLONIA Virgen y mártir (+ 249). —9 DE FEBRERO.






   La bienaventurada virgen y mártir Santa Apolonia nació en Alejandría en las primeras décadas del siglo III de la era cristiana, y de ella tenemos muy escasos informes biográficos, pero los pocos que han llegado a nosotros son excelentes y de indudable autenticidad: es una epístola que San Dionisio Alejandrino escribió al obispo Fabián de Antioquía en la que hace el relato minucioso y conmovedor del martirio de la Santa y sus compañeros, mártires en el año 249. Cuenta asimismo los estragos que desolaron a la Iglesia de Alejandría desde el siguiente año. al estallar la terrible persecución de Decio. Esta epístola y otras dos sumamente preciosas para la historia de época tan sangrienta, se las debemos a Eusebio Cesariense, justamente apellidado «el padre de la Historia eclesiástica».


   Era nuestra Santa —dice San Dionisio— «admirable doncella y a la vez grave matrona»; por eso gozaba de gran reputación entre los fieles de Alejandría. Se descubría en ella una piedad bien fundamentada a la vez que una caridad sin límites que le inducía a prestar servicios de todo género. Desde sus más tiernos años se habían notado en ella señales inequívocas de la gracia divina que la conducía; por eso desde niña consagró a Cristo su virginidad y resolvió no tener otro esposo.


   Se la vio crecer en virtud a medida que crecía en edad, siendo la oración su ocupación favorita. Como en aquella época no siempre tenían los cristianos facilidad para congregarse y asistir a los divinos misterios, el hogar paterno era el Santuario donde vivía retirada; santuario bendito, testigo de sus vigilias, ayunos y obras de caridad. Al morir sus padres, la dejaron heredera de cuantiosa fortuna que empleó ella liberalmente en obras de misericordia, beneficiándose mucho de sus larguezas los pobres de Alejandría. Todos la miraban como a dechado de virtud y de modestia cristiana; por mucho que la prueba llamase a su puerta, la sierva de Cristo se hallaba siempre animosa y dispuesta.





MOTIN CONTRA LOS CRISTIANOS DE ALEJANDRÍA



   Las primeras víctimas que señala la epístola de San Dionisio Alejandrino cayeron, no en virtud de un edicto de persecución, sino a consecuencia de un motín promovido por los paganos de Alejandría, en donde los cristianos tuvieron que sufrir siempre mucho por la fe.

   Desde la persecución de Séptimo Severo, muerto en el año 211 de la era cristiana, hasta la de Decio en el 250, gozó la Iglesia de verdadera paz, interrumpida un instante, no más, en 236, por la breve y parcial persecución de Maximino. Con todo no faltaron mártires, unas veces en tal provincia y otras en otra, con motivo de sublevaciones populares que los gobernadores locales no podían o no querían reprimir.

   El emperador Felipe, apellidado el Árabe, predecesor de Decio, fue favorable a los cristianos, no faltando quien sospechara que practicaba su religión. Mas no llegaba a tanto su afecto por ellos que pudiera garantizarlos de persecuciones parciales de que no acertaban a prescindir los adoradores de los ídolos, y así, mientras el imperio gozaba de paz en el centro, surgían nuevos perseguidores acá y acullá en las regiones apartadas y caían nuevos mártires.

   Alejandría, país natal de Apolonia, vio organizarse en 249 uno de esos motines, precursores de más violenta y general persecución. Era a la sazón esta ciudad la segunda capital del imperio, el emporio del comercio de Oriente y justamente el centro de todas las sectas, encerrando en su seno una población pagana numerosa y osada, siempre dispuesta a satisfacer sus feroces costumbres y a mancharse las manos en sangre. Las matanzas a que se entregó en las discordias civiles, hicieron estremecer más de una vez a los gobernadores romanos.

   Había en aquella ciudad un adivino, poeta adocenado y enemigo declarado del cristianismo, que supo aprovechar las disposiciones de las masas para saciar sus secretos rencores y excitar al populacho contra los fieles de Cristo. Fingiendo aires de profeta, anunció en tono inspirado que en breve habían de sobrevenir grandes calamidades sobre la ciudad si se dejaba en paz a los cristianos, enemigos mortales de los dioses. Y la plebe idólatra y perdida se dejó fascinar una vez más con los acentos del tribuno. Bien pronto respondió a las palabras fogosas del poeta el grito que encendiera los pasados furores: «¡Mueran los cristianos!»

   Y libres como siempre para entregarse a toda clase de desmanes, los paganos se figuraron demostrar gran piedad a sus dioses, degollando a los discípulos de Cristo.

   San Dionisio, testigo de esas escenas de exterminio, dice«Los idólatras se entregaban a toda suerte de excesos contra nosotros. Las arengas del agorero fueron como otras tantas saetas infernales. Inflamados de cólera, los paganos entraron por las casas de los cristianos, saquearon y devastaron cuanto les vino a la mano, incendiaron lo que no podían llevarse y asesinaron a los moradores que hallaban en casa. A tal punto llegaron la mortandad y la devastación, que parecía como si aquella ciudad se hubiera rendido al enemigo y fuera entregada al escarnio y al pillaje de los vencedores.»
   El mismo escritor añade que nadie se atrevía a salir a la calle ni de día ni de noche, pues por todas partes se oía vociferar: «El que no blasfeme de Cristo será arrastrado y quemado vivo.»





LOS MÁRTIRES METRAS, QUINTA Y SERAPIÓN



   En semejante coyuntura, algunos cristianos tomaron el partido de huir de la tempestad y, para no exponer su fe, se ocultaron en las soledades de los montes cercanos, sacrificando gustosos los bienes temporales para proteger los tesoros del alma. Otros se quedaron en espera del enemigo, resueltos a confesar su fe hasta el derramamiento de la sangre. Entre los que nos son conocidos, unos fueron inmolados en vida de Santa Apolonia, y otros después de su muerte.

   Hacia el año 249 o tal vez el 250, se cita a San Metras o Metrano, venerable anciano a quien los perseguidores quisieron hacer blasfemar del verdadero Dios; como se resistiera, le dieron de palos, le clavaron en el rostro y en los ojos cañas puntiagudas y, habiéndole sacado extramuros, le acabaron a pedradas. Consta su nombre en el Martirologio el 31 de enero.



SAN METRAS O METRANO 




   También se apoderaron de una mujer cristiana por nombre Quinta o Coínta: la llevaron violentamente a uno de sus templos y pretendieron a toda fuerza que adorase a los ídolos. El horror que le causó la impiedad a que querían obligarla, y la heroica constancia con que se negó a cometerla, redobló en ellos la furia y la crueldad. La ataron por los pies y la arrastraron inhumanamente por la ciudad sobre empedrados de agudos guijarros; magullaron su cuerpo con grandes piedras y la flagelaron cruelmente. Admiró a aquellos ensangrentados verdugos la constancia de la invencible heroína; pero como la rabia que los animaba había ahogado en ellos todos los sentimientos de la compasión, la condujeron al mismo sitio en que San Medrano acababa de ser apedreado, y en él le quitaron la vida con el mismo género de martirio. Honra la Iglesia a esta mártir el 8 de febrero.



SANTA QUINTA O COÍNTA



   San Serapión, cuya muerte es tal vez dos años posterior, padeció en su propia casa los más atroces tormentos. Le quebrantaron los miembros del cuerpo y le dislocaron los huesos y luego le arrojaron desde el tejado a Ia calle, donde consumó su martirio. La Iglesia celebra su fiesta el 14 de noviembre.




MARTIRIO DE SANTA APOLONIA



   Mientras descargó la tormenta, la virgen Apolonia se mantuvo encerrada en su casa, tranquila y confiada en manos de Dios, dispuesta a sacrificarlo todo, sus bienes y la misma vida, antes que renunciar a la fe.

   ¿Cuál podía ser el remate obligado de carrera tan santa, sino la palma del martirio? Apolonia debió sin duda tener cierto presentimiento de ello cuando vio que estallaba a su lado el motín, o cuando menos la posibilidad de que derramaría su sangre, y en santos coloquios con Dios nuestro Señor le expondría sus anhelos y esperanzas. No andaba equivocada, pues los paganos que buscaban ansiosos una víctima, pronto se presentaron en su casa.






   La trataron como víctima de valía y, como rehusara netamente ceder a sus infames intentos, le golpearon el rostro con tanta furia que le quebrantaron las mandíbulas y le rompieron todos los dientes. Irritados no sólo de la serenidad, sino del gozo que manifestaba la Santa al verse digna de padecer algo por amor de Jesucristo, no hubo crueldad que no ejercitasen en aquella cristiana heroína, cuya constancia los tenía asombrados. Se valieron de las amenazas, de las promesas, de cuantos artificios pudieron imaginar para derribarla; pero hallaron siempre en ella una firmeza y una magnanimidad muy superior a su sexo y a sus años. Desesperados de lograr su intento, creyeron que su perseverancia no podría resistir a la prueba del fuego, siendo natural que una doncella sin vigor cediese sólo al terror de ser quemada viva. Con esta idea la sacaron fuera de la ciudad y, disponiendo una enorme pira, la amenazaron con arrojarla al instante si no pronunciaba tras ellos palabras impías contra Jesucristo, y si no ofrecía incienso a los ídolos.






   Entonces rogó la Santa le fueran concedidos unos instantes para pensárselo y consintieron en ello. Se recogió interiormente, como quien delibera sobre el partido que va a adoptar; los paganos, al verla, concibieron cierta esperanza de que al fin cedería a sus instancias. Pero otros eran los pensamientos de Apolonia mientras miraba al cielo con ojos suplicantes. ¿Ofrecía tal vez su vida a Jesucristo? ¿Imploraba luces para el proyecto que en su interior preparaba? Eso Dios lo sabe.







   Lo que sí sabemos es que a impulsos del divino amor en qué su alma se abrazaba, repentinamente se escapó de manos de sus verdugos y espontáneamente se lanzó a las llamas, donde en breves instantes quedó consumida. Era el 9 de febrero del año 249, siendo papa San Fabián y Felipe emperador.

   Pasmados quedaron los verdugos al ver que una doncella fuera más animosa para ir en busca de la muerte que ellos para dársela. El ejemplo de Apolonia, Serapión, Quinta y Metras, tuvieron en esas matanzas numerosos imitadores cuyos nombres han quedado desconocidos.

   «Tales violencias duraron largo tiempo declara San Dionisio— y sólo una guerra civil consiguió que cesaran; pues, mientras los paganos se destrozaban mutuamente volviendo contra sí mismos el furor que usaran contra nosotros, pudimos respirar una temporada. Más pronto nos anunciaron que el gobierno un tanto más favorable que gozábamos acababa de ser derribado y nos vimos expuestos a nuevos sobresaltos. Entonces apareció el terrible edicto del emperador Decio, tan cruel y tan funesto que parecía llegado el tiempo de la desolación predicha por el Salvador en el Evangelio y de la que dice que apenas si podrían los justos librarse del error y de las asechanzas de sus enemigos.»





PENSAMIENTODE SAN AGUSTÍN ACERCA DE LA MUERTE DE SANTA APOLONIA



   ¿Qué debemos pensar de ese sacrificio voluntario y espontáneo? ¿No hubiera debido esperar Apolonia la orden del verdugo y dejarse arrojar a las llamas por sus manos impuras? En manera alguna, pues obró movida dé inspiración especialísima del Espíritu Santo. Ella es del número de esas santas mujeres de que nos habla San Agustín en la Ciudad de Dios cuando dice:

   «Algunas de entre ellas se echaron al río para librarse de las solicitaciones criminales de sus perseguidores. Y con todo la Iglesia católica las cuenta entre los mártires. No hay que regatearlas este honor, con tal que vaya apoyado por el asentimiento de la Iglesia. Esas santas mujeres, en efecto; no llegaron a tal extremo por precipitación o movimiento natural, sino por impulso del divino Espíritu a quien obedecían. ¿No obró así Sansón cuando echó sobre sí las columnas y bóvedas del templo de Dagón? ¿Acaso no proclamamos la santidad de ese héroe de la Escritura?

   «Si Dios ordena una cosa y da claramente a conocer que Él lo ordena, ¿quién se atreverá a calificar de crimen esa obediencia, u osará condenar una obra de piedad?»

   La conducta de Santa Apolonia, inflamada del deseo del martirio hasta el punto de que ella misma se adelanta a la ejecución, es más de admirar que de imitar. Dios, Autor de la vida, envía a veces a tales o cuales santos inspiraciones extraordinarias que ellos consideran como mandatos formales. Fuera de estos casos muy contados, en los que muestra el cielo con la más irresistible evidencia su voluntad, siempre será un crimen el darse la muerte.








SAN FRANCISCO DE SALES Y SANTA APOLONIA



   La razón y la fe están contestes al decirnos que los Santos que padecieron de modo especial en determinada parte de su cuerpo, se muestran particularmente compasivos con los que padecen idéntica dolencia. Lo que el pueblo cristiano recuerda con preferencia del martirio de Santa Apolonia, es que le quebrantaron las mandíbulas y le rompieron todos los dientes. Por esa razón acuden los fieles a ella de modo casi universal para pedir la curación del dolor de muelas. El P. Ribadeneira en su Flos Sanctorum, se hace eco de la confianza popular para con esta Santa, cuando afirma que es la abogada de los que padecen dolor de muelas o de encías y que Dios, por su intercesión, concede muchas veces la curación a los que devotamente la invocan.

   Refiere el abate Hamón en su vida del obispo de Ginebra, que cierto día San Francisco de Sales sufría un rabioso dolor de muelas. Al tener noticia de ello Santa Juana de Chantal, le envió un lienzo que había tocado las reliquias de Santa Apolonia, encargándole que se lo aplicara a la mejilla dolorida, mientras rogaba la Comunidad para su alivio. Al devolverle poco después el lienzo le ponía estas palabras: Os devuelvo el remedio que por cierto ha sido soberano, pues debo declarar para gloria de Jesucristo y de su esposa Santa Apolonia que no pensaba poder celebrar hoy por la desmesurada hinchazón de la mejilla; pero al arrodillarme en el reclinatorio y aplicar la reliquia sobre la mejilla, he orado así: «Dios mío, hágase en mí lo que las Hijas de la Visitación desean, si tal es vuestra voluntad»; y al instante ha cesado el dolor de muelas y la mejilla se ha deshinchado. ¡Cuán admirable es Dios en sus Santos! Ha permitido este achaque en mí para honrar a su esposa Santa Apolonia y darnos una prueba sensible de la comunión de los Santos.





UN EXVOTO



      Hacia fines del siglo XIX, un sacerdote se vio igualmente atormentado por espacio de unos días de violento dolor de muelas. En uno de los breves ratos de alto en el sufrir, se entretenía en leer la vida de San Francisco de Sales, cuando sus ojos tuvieron la suerte de dar con el pasaje transcrito. Al instante, penetrado de la más viva confianza en Santa Apolonia, le dirige una fervorosa plegaria y promete un exvoto a la Santa si le libra del dolor que padece. Pasados unos instantes, desaparece el dolor por completo y desde entonces jamás volvió a sentir dolor de muelas ni achaque alguno en la boca.

   Como exvoto, prometió a la santa mártir publicar su biografía, a la sazón muy poco conocida, incluyendo en ella el pasaje de la vida de San Francisco de Sales que encendió su confianza y logró la curación. Cumplió dicho voto en 1897 con una biografía de Santa Apolonia, completada más tarde por otro estudio del cual nos hemos servido para escribir la presente vida.




CULTO DEL PUEBLO CRISTIANO A SANTA APOLONIA



   Desde el siglo III hasta nuestros días, ha gozado Santa Apolonia de gran veneración en la Iglesia católica. Los fieles han venido invocándola siempre, los sacerdotes le levantaron templos o erigieron altares en su honor, los artistas han reproducido su imagen y los poetas la han cantado. Los pintores acostumbran a representarla junto a una pira empuñando unas tenazas, y a veces con un diente saltado, recuerdo del suplicio y símbolo de su patrocinio.

   En otras partes se le ha esculpido un sepulcro bajo la mesa del altar. Allí aparece Apolonia echada como en lecho de honor, con la cabeza orlada por una corona de laurel y los cabellos sueltos sobre la espalda; tiene cerrados los ojos, la mano derecha extendida a lo largo del cuerpo, y en la mano izquierda, que descansa en el pecho, empuña una cruz y una tenaza. Así está representada en algunas iglesias.

   No nos detendremos a narrar la serie incontable de Santuarios levantados en memoria de Santa Apolonia. La ciudad de Roma, que manifiesta gran devoción a la Santa, puesto que doce de sus iglesias cuando menos se precian de poseer alguna de sus reliquias, le ha erigido un altar digno en una de las capillas de la iglesia de San Agustín. En ella se ha erigido una cofradía, y cada año el día 9 de febrero, terminada la misa mayor, se hace un reparto de dotes entre doncellas pobres.

   En España, en Bélgica, en Francia, en Italia, en Alemania, muchos pueblecitos rivalizan con las ciudades para honrar a la Santa mártir y se ve siempre su imagen rodeada de exvotos.

   En no pocos lugares los peregrinos estiman que la Santa atiende preferentemente a los devotos de las almas del Purgatorio, prometiéndole a cambio de sus favores, trabajar en librar algunas almas abandonadas. Si curan, mandan celebrar en honor de Santa Apolonia una misa en alivio de las almas del Purgatorio. Piadosa confianza que de seguro ha de ser muy grata al cielo y no dejará de recompensar con gracias aún temporales.

   Terminaremos con una oración a Santa Apolonia contra el dolor de muelas y de cabeza, tomada de un breviario muy antiguo de Colonia.

   «Dios todopoderoso, por cuyo amor la bienaventurada Apolonia virgen y mártir, sufrió con valor que le arrancaran los dientes, te suplicamos te dignes preservar del dolor de muelas y de cabeza a cuantos imploren tu protección, haciéndoles saborear después de este destierro, las alegrías de la vida eterna. Por Jesucristo nuestro Señor, que, siendo Dios, vive y reina contigo en unidad del Espíritu Santo, por los siglos de los siglos. Amén.»

   Oraciones parecidas se hallan en otros breviarios y devocionarios antiguos de España, Francia, Italia, Alemania y Holanda.





EL SANTO DE CADA DIA
POR
EDELVIVES