Discípulo:
Escuche, Padre, ¿habrá también otros que
no tengan este pecado de impureza y que comulguen mal?
Maestro.
— Sí, los hay: pero es más difícil,
porque el que evita los pecados de impureza, generalmente hablando no comete
otros pecados mortales, y si los llega a cometer, de ordinario no frecuenta la
Comunión; mientras que deshonestos que
quisieran encontrar conciliación entre el pecado y la Comunión, entre Jesús y
el demonio, hay muchos.
Desgraciadamente
hay otros también que, perjudican al prójimo en sus bienes, que denigran o que
menguan la estima y el honor del prójimo; que escandalizan con modas
indecentes, con conversaciones obscenas y libertinas; que frecuentan compañías
peligrosas y lugares sospechosos, diversiones expuestas, etc.
Todos
los que saben que una cosa es mala y pecaminosa, y la hacen sin escrúpulo,
pecan, y sabido es que estando en pecado no se puede comulgar, mucho menos
frecuentar la Comunión; bien entendido que se trate de pecados mortales y
ciertos.
Discípulo.
— ¿Y si uno ignora sus pecados o no está
cierto de haberlos cometido?
Maestro.
— Entonces, este tal, que consulte al confesor, único juez en la materia, y
sométase a su juicio.
Discípulo.
— ¿Y si el confesor se equivoca?
Maestro.
— Si el confesor se equivoca, allá él, ya se entenderá con Dios; el penitente, al obedecer no se equivoca nunca. Fíjate
en el caso siguiente:
Cuenta
el Padre
Suárez que, estando, para morir un religioso anciano, que había sido
administrador de los bienes del convento durante muchos años, se le presentó el demonio, y, haciéndole muecas de
desprecio, le dijo:
— Muy bien, amigo mío; es cierto que tú has obedecido siempre
ciegamente al confesor. Sábete que él se ha condenado y que tú le irás a hacer
compañía.
El pobre anciano, al
oír estas palabras, rompió a llorar amargamente, y apretando fuertemente el
Crucifijo a su pecho, exclamó: — ¡Oh
Jesús, dulce Jesús mío: si me he equivocado, ten compasión de mí!
Al pronunciar estas
palabras siente una voz interior que le dice: ¡Anímate, hijo mío! Es cierto que tu confesor se ha equivocado; pero
allá él... Tú has obedecido, y por esto tu obediencia será recompensada. Quién
así hablaba era Jesucristo, que le tranquilizó, y así murió santamente.
Discípulo.
— ¿Será así Padre?
Maestro.
–– Seguramente, porque Jesucristo, al conferir a los sacerdotes el poder y el
mandato de confesar, les dijo categóricamente: “Todo lo que perdonareis será perdonado, y todo lo que retuviereis será
retenido”. Por tanto, si el confesor dice al penitente: “Vete a comulgar”, que vaya, porque
hará bien; si, por el contrario, le dice: “No
te acerques a comulgar”, no debe acercarse.
Discípulo.
— Lo que usted me acaba de decir sobre la obediencia al confesor en cuanto a
comulgar es tan sencillo que hasta los niños lo comprenden.
Maestro.
— Cierto; es cosa sencillísima y que la comprenden hasta los niños; pero hay
quien no la quiere comprender, porque razona con su cabeza y no con la del
confesor, y, cerrado en su juicio, se forma una conciencia falsa, se engaña a
sí mismo, acaricia sus remordimientos y
se atreve a comulgar por capricho, por respeto humano, por egoísmo y por otras
razones.
Discípulo.
— ¿También tiene que ver en esto el
respeto humano, el capricho, el egoísmo y cosas por el estilo?
Maestro.
— Fíjate cómo se meten. Hay quien discurre así: Si yo no voy a comulgar, ¿qué dirá la gente? Y por este que dirá
van a comulgar, aunque no estén preparados o teman con razón no estarlo.
Otros
dicen: Si comulgo, me tendrán por bueno y honrado, se fiarán de mí, me
alabarán, y así saldré ganando, pues de lo contrario perderé. Y
así frecuentan la Comunión, aunque sepan que no están dispuestos.
Otros (y éstos son los
peores, aunque no tan numerosos), dicen para sus adentros: — El Confesor me ha prohibido comulgar, no me deja ir... pero yo voy lo
mismo. Y van, de verdad para contrariar al confesor.
Discípulo.
— ¡Desgraciados!
Maestro.
— Sí, bien desgraciados y quisquillosos, por no llamarles... pobres locos.
Discípulo.
— Óigame, Padre. En cierta ocasión oí a un compañero que decía: “¿Para qué confesarse? ¿Acaso la Comunión
no es mejor y de más poder que el pecado? pues entonces, comulgando, tarde o temprano,
me apartaré del pecado. ¿Pensaba éste bien?
Maestro.
—
Pensaba como
un ignorante o como un maligno.
Discípulo.
— Como maligno, no, porque era un simple.
Maestro.
— Si no pensaba voluntariamente mal, lo
hacía con ignorancia, porque es verdad que la Comunión es Jesucristo y
Jesucristo sabemos que siempre vence; pero entendámonos: Jesucristo vence
siempre mientras nosotros pongamos o hagamos lo que está de nuestra parte, que
es arrepentimos de nuestros pecados, huir y evitar las ocasiones, confesarnos
bien, comulgar con fe y amor.
En
estos casos, Jesucristo siempre vence, o sea, que la Comunión bien hecha nos
aparta, nos libra, nos restablece de las malas costumbres y de los más grandes
pecados; mas no al contrario.
Si la Comunión se ha hecho mal, servirá de
veneno y tósigo, no de medicina; cada Comunión hará caer de abismo en abismo y
de ruina en ruina; será un continuo enmarañamiento de la conciencia, madeja de
confusión por los repetidos sacrilegios. Los que proceden así se asemejan a las
zorras cazadas a lazo.
Discípulo.
— Diga, Padre, ¿por qué?
Maestro.
— El lazo que se le echa a las zorras es
un nudo al revés. Ellas, que son zorras y, por tanto, muy astutas, cuando se
ven cogidas, para librarse giran rápidamente hacia atrás y hacen otro nudo;
giran otra vez, y vuelven a hacer otro nudo; giran otra vez y vuelven a hacer
el nudo, y así siguen. Creídas que van a librarse, se atan cada vez más, hasta
que no puede dar un paso ni siquiera moverse, y quedan cogidas.
Discípulo.
— ¡Pobres!
Maestro.
— Más pobres son los que se acostumbran
a comulgar mal, confiados en que se librarán de los defectos, de los pecados y
de los remordimientos. Son tontos que se engañan a sí mismos.
Cuentan
los geólogos que en una isla del Pacífico hay una arena amarillenta dorada que,
pulverizada con el oro, se presta fácilmente a engaño. Los inexpertos recogen
aquella arena creyendo encontrar fortuna, pero, cuanto más avanzan, más se
hunden, y, metiéndose hasta las rodillas, hasta la cintura, al no poder
retroceder, quedan presos, víctimas miserables de su avaricia. Así sucede a los que se exponen voluntariamente a
comulgar sin estar preparados: sin advertirlo, de tal manera llegan a
sumergirse en el mal que ya no encuentran la salida, y son víctimas de su
temeridad.
Discípulo.
— ¡Cuánto mejor sería no acostumbrarse a
comulgar mal!
Pbro.
Luis José Chiavarino
COMULGAD
BIEN
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