Discípulo. — Padre, ¿no podría suceder que el
confesor, manifestara algún pecado oído en confesión?
Maestro.
— ¡Nunca, absolutamente nunca! Un triple sigilo le cierra la boca. Está aquí el
dedo de Dios que no permite que se falte. De hecho son ya siglos que se
confiesa, y nunca se ha oído decir que ningún confesor haya manifestado ningún
pecado oído en confesión.
Martín Lutero, que al principio fué religioso
observantísimo, apostató, se hizo protestante, se convirtió en enemigo de la
Iglesia; habló y escribió sobre mil temas en contra de la tan odiada Iglesia,
pero nunca habló ni escribió cosa oída en confesión. Un día se encontraba en
una posada con sus compañeros; y éstos, viendo que se empezaba a espontanear,
pensaron interrogarle sobre el asunto. ¡Nunca lo hubieran hecho!
Lutero se vuelve al momento furioso, se
apodera de una botella y les hubiera roto la cabeza a aquellos atrevidos, si
arrebatadamente no se hubieran traspuesto de allí.
El
secreto de la confesión es inviolable, aun con peligro de la vida.
D. —
¿Aún con peligro de la vida?
M.
—Sí. He aquí uno de los mil hechos que podría aducirte en prueba de ello.
Pocos
años hace, precisamente en la cuaresma de 1873, predicaba con gran aplauso en
una de las principales iglesias de París, un famoso misionero. Entre la
multitud inmensa que acudía a oírlo se hallaban algunos incrédulos, los cuales,
habiéndole oído hablar del secreto de la confesión, y cómo el tal secreto es
inviolable, aún en peligro de la vida, quisieron convencerse por experiencia.
Reunidos en conciliábulo, uno de ellos se fingió enfermo, dos fueron por el
misionero y le invitaron a ir a la cabecera del enfermo... Pronto consiguieron
la aquiescencia del ministro de Dios. Acompañado por dos de ellos le hicieron
subir a un coche cerrado, le vendaron los ojos y después de media hora de recorrido,
lo bajaron en una casa, y haciéndole subir por varias escaleras, lo
introdujeron en un aposento, en el que había un hombre acostado en una cama, el
cual se confesó realmente. Acabada la confesión volvieron aquellos dos señores
y de nuevo le acompañaron hacia abajo por aquellas escaleras hasta un
subterráneo. Llegados allí le desvendaron los ojos y apuntándole con dos
pistolas cargadas, le intimaron que revelase cuanto había oído en aquella
confesión.
El misionero,
completamente tranquilo,
—
¿No saben ustedes que la confesión es un secreto?
— ¡Déjese de excusas! Aquí nadie nos ve, nadie nos oye; hable o
le matamos.
––
Siendo así, me entrego en vuestras manos, espero que Dios me sea testigo de mi
deber—. Se arrodilló, se desabrochó la sotana y presentó el pecho a las balas.
Entonces
cambio la escena, aquellos dos lo levantaron, le pidieron perdón de la dura
prueba a que le habían sometido, y añadieron:
—También nosotros creemos ahora en la confesión, y nos tendrá a
sus pies dentro de poco en el confesionario.
De
nuevo, con los ojos vendados, lo llevaron al coche y a su habitación, renovando
sus excusas y promesas, que cumplieron después puntualmente.
D. —Padre, ¿cualquier sacerdote puesto en
el caso, estaría obligado a hacer lo mismo?
M.
—Ciertamente, y Dios no dejaría de darle la gracia y la fuerza necesarias; no
faltan mártires del sigilo sacramental. Escucha.
San Juan Nepomuceno era confesor de la Reina Juana,
mujer de Wenceslao, rey de Bohemia. Este, por injustas sospechas, que sólo
reconocían por causa sus celos, pretendía que Juan manifestase las culpas de la
reina oídas en confesión. Al oponerse a ello el Santo, con inquebrantable
firmeza, el impío rey le encarceló y le hizo tratar con extremada barbarie.
Finalmente llamándole a su presencia, después de muchas promesas y más
terribles amenazas, ordenó que le metieran en un saco de cuero, y bien cocido y
con una pesadísima piedra colgada del mismo, fuera echado al río Moldava, a fin
de que allí en el fondo del río., se ahogase y permaneciese oculto a todos. Mas
¡oh prodigio! he aquí que aquella misma noche el saco sobrenadó ligero en la
superficie, escoltado por una vivísima luz y suavísima armonía, como voces de
ángeles que le seguían por donde iba; por lo que, recogido, se le dio solemnísima
sepultura. Y cuando en el año 1729, casi cuatrocientos años después, fué
proclamado Santo, se observó que su lengua permanecía intacta y fresca, como en
premio de su silencio. Desde entonces es llamado
San Juan Nepomuceno, el mártir del sigilo o secreto de la confesión.
No
hace muchos años traían los periódicos de Rusia, la noticia de un Párroco
condenado a trabajos forzados por asesino de un empleado del país. La prueba
consistía en haber encontrado en la sacristía un fusil descargado. Pasaron
veinte años, el organista de la Parroquia enfermó de peligro y en sus últimos
instantes llamando a la autoridad judicial, confesó que él era quien había dado
muerte al pobre empleado, para casarse con la viuda, como de hecho lo hizo; que
había acusado al Párroco aduciendo como prueba de culpabilidad el fusil, que no
el Párroco, sino él, había dejado en la sacristía, y que, para impedir que
declarase el Párroco, se confesó con él, refiriéndole cuanto había hecho. Entonces
la autoridad telegrafió en seguida a Petersburgo, ordenando que fuese puesto
inmediatamente en libertad al Párroco Kobylovvies, este era su nombre; pero
contestaron que el Párroco hacía ya muchos meses que había muerto.
El heroico
sacerdote se llevó al sepulcro el secreto de la confesión, porque el confesor
es mártir antes que traidor.
M.
— ¿Estás ahora bien persuadido del gran secreto de la confesión?
D. — ¡Persuadidísimo! ¿Este secreto durará
solamente, hasta la muerte del penitente, pero no después?
M.
—La obligación de este secreto dura siempre, en la vida del penitente y después
de muerto, es eterno, como eterno es Dios, y esto debe inspirarnos valor y
confianza ilimitada y absoluta para confesar sinceramente nuestros pecados,
pues podemos estar seguros de que quedarán sepultados en silencio eterno;
mientras por el contrario, dejándonos llevar por el maligno rubor de manifestar
sinceramente al confesor nuestros pecados, serán declarados algún día a todo el
mundo, en el Juicio Universal a despecho nuestro, con inmensa vergüenza nuestra
y para nuestra irreparable ruina. Sinceridad, pues, sinceridad.
D. —Entonces,
Padre, ¿estaría mal dicho: Yo no me atrevo a confesar mis pecados, porque temo
que el confesor los manifieste a otros?
M.
–– Quien así hablase se engañaría a sí mismo y lanzaría contra los confesores
la más infame calumnia.
D. –– Otra cosa Padre; ¿no podría el
confesor servirse para su gobierno de las cosas oídas en confesión?
M.
–– No, no puede, no debe absolutamente hacerlo y no lo hará nunca.
Pbro.
Luis José Chiavarino
CONFESAOS
BIEN
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