La
oración no sólo es útil, sino necesaria para nuestra salvación: así es que
Dios, que quiere que nos salvemos todos, nos la impone como un precepto: Pedid
y os será concedido. Uno de los errores de Wiclef, condenado por el concilio de Constanza, era decir, que
la oración es de consejo y no de precepto para nosotros. Es menester orar siempre; y
adviértase que no dice, es provechoso, ni conveniente, sino es menester orar.
Por eso los doctores enseñan con verdad, que comete falta grave el que descuida
encomendarse a Dios, al menos una vez al mes, y en todas las ocasiones en que
lucha con alguna tentación violenta.
La razón de esta necesidad de encomendarnos a
Dios a menudo, nace de nuestra insuficiencia para hacer ninguna obra buena, y
tener por nosotros mismos ningún buen pensamiento. Esto hacía decir a San Felipe Neri
que no confiaba en sí mismo. Dios, dice San Agustín, no desea otra cosa sino derramar sus gracias:
pero no las concede sino a los que las piden. Y añade el Santo Doctor particularmente,
que la gracia de la perseverancia no se da sino al que la busca.
Ya que el demonio no
cesa de dar vueltas a nuestro alrededor para devorarnos, debemos buscar
continuamente nuestra defensa en la oración; le es necesaria al hombre la oración continua, como dice Santo Tomás.
Jesucristo es el primero que lo ha
enseñado así: Conviene orar siempre y no desfallecer. De lo contrario, ¿cómo podríamos nosotros resistir tí las
continuas tentaciones que experimentamos de parte del mundo y del infierno?
Es un error de Jansenio, condenado
por la Iglesia, asegurar que hay preceptos que nos es imposible observar, y que
nos falta a veces la gracia que debe hacérnoslos posibles. Dios es fiel, dice San Pablo, y no permite que la tentación sea mayor que nuestras
fuerzas. Pero quiere que acudamos a él cuando nos asalta la tentación y le
pidamos el auxilio necesario para resistirla. Nosotros no podíamos observar la ley sin la gracia. Dios nos ha dado la
ley para que busquemos la gracia, y nos concede después la gracia para que
cumplamos la ley. Todo lo cual explicó bien el concilio de Trento, cuando dice: Dios no ordena lo imposible, sino que cuando ordena algo, nos advierte
que hagamos cuanto este de nuestra parte, y que pidamos lo que no podemos, y
»os ayuda para que podamos.
El Señor, pues, se halla enteramente
dispuesto en prestarnos su auxilio para que no sucumbamos en la tentación; pero
no concede estos auxilios sino a los que acuden a Él en tiempo de la tentación,
y especialmente en las tentaciones contra la castidad, como lo dijo el Sabio: Y como llegue a entender que de otra manera
no podría ser continente, si Dios no me lo otorgaba, acudí al Señor y se lo
pedí con fervor. Ello es que nosotros no tenemos la fuerza suficiente para
domar los apetitos carnales, a no ser que nos lo otorgue Dios, a no ser que
Dios venga en nuestro auxilio; pero Dios no vendrá, sin que se lo pidamos, y
pidiéndoselo ciertamente lo tendremos para resistir a todo el infierno por la
virtud de este Dios que nos fortalece, como dice San Pablo.
Es
también importante para obtener la gracia del Señor el recurrir a la intercesión
de los Santos, que pueden mucho con Dios, mayormente cuando ruegan por sus
particulares devotos. No es este un acto de devoción arbitraria, sino un deber,
como lo ha dicho expresamente Santo Tomás. Según
este Santo, el orden de la ley exige que nosotros los mortales recibamos los
socorros necesarios para salvarnos mediante la intercesión de los Santos.
Y esto debe entenderse mayormente de la intercesión de la
Santísima Virgen María, cuyos ruegos valen más que los de todos los Santos,
con tanto mayor motivo, dice San Bernardo, cuanto por
medio de María es como logramos acceso hasta Jesucristo nuestro mediador y
Salvador. Pienso haber probado suficientemente en mi obra sobre las Glorias de María, cap. 5, I y II, así
como en mi libro sobre la Oración,
cap. 1, la doctrina sostenida por muchos Santos, y particularmente por San Bernardo, y muchos teólogos, tales corno el P. Alejandro y el P. Contenson, que todas las gracias que recibimos de Dios
las obtenemos por la mediación de María. San Bernardo añade: Busquemos la gracia, y busquémosla
por medio de María, porque el que busca encuentra, y no puede salir
frustrado su ruego. San Pedro Damián,
San Buenaventura, San Bernardino de Sena, San Antonino y otros, son
igualmente de este parecer.
Roguemos, pues, y roguemos con confianza,
dice el Apóstol. Jesús,
sentado ahora en el trono de la gracia para consolar a todos los que recurren a
él, ha dicho: Pedid, y os será dado. En el día del juicio estará también sentado en un trono;
pero este trono será el de la justicia. ¡Qué insensato es aquél que pudiendo
librarse de su miseria con recurrir a Jesús que le ofrece su gracia, espera al
día del juicio en que Jesús será su juez y no usará ya de misericordia! Nos
dice ahora que nos concederá cuanto le pidamos con confianza. ¿Qué más pudiera uno decir a un amigo para probarle
su afecto? Pídeme cuanto quieras, yo te lo daré.
Santiago añade: Si alguno de vosotros
necesita sabiduría, demándela a Dios, que la da a todos copiosamente, y no
zahiere; y le será concedida.
La sabiduría de que se trata aquí es la
sabiduría de la salvación. Para alcanzar esta sabiduría es
preciso pedir al Señor las gracias necesarias a la salud espiritual. ¿Y nos las concederá el Señor? Sí: nos las concederá y nos concederá con
profusión más de las que le habremos pedido. Téngase presente que se ha
dicho, que no zahiere a nadie. Si el
pecador se arrepiente de sus culpas, y pide a Dios su salud, Dios no hará como
los hombres, que afean a un ingrato su ingratitud y le niegan lo que les pide;
sino que le concederá sin demora todo lo que le habrá pedido y mucho más.
Si, pues, queremos salvarnos, es menester
que hasta la muerte no cese nuestra oración y que digamos: ¡Dios mío, socorredme! ¡Misericordia,
Jesús! ¡Misericordia, oh Virgen María! Si abandonamos la oración, nuestra
perdición es segura. Roguemos por nosotros, y también por los pecadores, cosa
que tanto agrada a Dios; roguemos también cada día por las almas del
purgatorio: estas santas prisioneras son muy agradecidas a las oraciones que
por ellas se hacen. Cada vez que
oremos, pidamos al Señor su gracia por los méritos da Jesucristo, porque el Señor
ha dicho que nos concederá cuanto le pidamos en su nombre.
¡Dios
Mío! esta es la
gracia que os pido en el día de hoy por los méritos de vuestro divino Hijo:
haced que durante toda mi vida, y sobre
todo en mis tentaciones, recurra a vos: espero que me ayudaréis por el amor de
Jesús y de María. ¡Virgen santa! alcanzadme esta gracia de que depende mi salud.
“SAN
ALFONSO MARÍA DE LIGORIO”
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