Acabado este tormento
de los azotes comiénzase otro no menos injurioso que el pasado, que fue la
coronación de espinas. Porque acabado este martirio, dice el Evangelista que vinieron
los soldados del presidente a hacer fiesta de los dolores e injurias del
Salvador, y tejiendo una corona de juncos marinos, hincáronsela por la cabeza
para que así padeciese por una parte sumo dolor, y por otra suma deshonra.
Muchas de las espinas se quebraban al entrar por la cabeza; otras llegaban,
como dice San Bernardo, hasta los huesos, rompiendo y agujereando por todas
partes el sagrado cerebro.
Y no contentos con este
tan doloroso vituperio, vístenle con una ropa colorada, que era entonces
vestidura de Reyes, y pénenle por cetro real una caña en la mano, e hincándose
de rodillas dábanle bofetadas y escupían en su divino rostro, y tomándole la caña
de las manos, heríanle con ella en la cabeza, diciendo: “Dios te salve, Rey de los Judíos”.
No parece que era posible caber tantas invenciones de crueldades
en corazones humanos; porque cosas eran éstas que si en un mortal enemigo se
hicieran, bastaran para enternecer cualquiera corazón; mas como el demonio era
el que las inventaba, y Dios el que las padecía, ni aquella tan grande malicia
se hartaba con ningún tormento según era grande su odio, ni esta tan grande
piedad se contentaba con menores trabajos, según era su amor.
No sé determinar cuál fue mayor: o la
injuria que el Salvador aquí recibió o el tormento que padeció. Porque cada día
vemos poner coronas en las cabezas de algunos malhechores para deshonrarlos con
esta ignominia; más éstas, aunque traen deshonra, no sacan sangre, no causan
dolor; mas corona de espinas hincada por el cerebro, que por una parte causase
tan grande ignominia y por otro tan gran dolor, ¿quién jamás la vio ni la oyó?
De manera que la crueldad y fiereza de estos
corazones no se contentó con los tormentos usados y conocidos en todas las
edades del mundo, sino que vino a descubrir nuevas artes y maneras de tormentos
nunca vistos, los cuales de tal manera deshonrasen la persona que también la
afligiesen y atormentasen.
Pues ¿qué
diré de las otras salsas con que acedaron esta purga tan amarga como fue
vestirle de una ropa colorada, como a Rey, y ponerle una caña por cetro real en
la mano e hincarse de rodillas por escarnio y herirle con la caña en la cabeza
y dar bofetadas en su divino rostro? ¿Cuándo jamás, desde que el mundo es
mundo, se vio tal farsa, tal invención y tal manera de fiesta tan cruel y tan
sangrienta?
Nada de esto leemos, ni en las batallas de
los Mártires, ni en los castigos de los malhechores; donde, aunque había muchas
maneras de crueldades, no había estas invenciones de salsas y potajes tan
amargos. Mas todo esto se guardaba para este Señor, el cual, como satisfacía
por los pecados de los hombres, con la grandeza de sus dolores pagaba nuestros
deleites y con la deshonra de sus ignominias satisfacía por nuestras soberbias.
En lo cual también se nos declara la
grandeza de su bondad y caridad, la cual no se contentó con morir cualquier
manera de muerte, sino escogió la muerte más acerba, más ignominiosa y más
injuriosa que podía haber, y quiso que en ella interviniesen todas estas
maneras de ignominias, para que con esto fuese su caridad más conocida y
nuestra redención más copiosa.
Y que
ésta haya sido obra de su inmensa bondad y caridad, parece claro por esta
razón. Porque cierto es que sin comparación era mayor la bondad y caridad de
Cristo que la malicia y odio del demonio. Pues si esta malicia y odio
bastaron para inventar estos modos de injurias, mucho más había de bastar la
bondad y caridad de Cristo no sólo para sufrirlas, sino también para desearlas.
Pues como el presidente tuviese claramente
conocimiento de la inocencia del Salvador y viese que no su culpa, sino la envida
de sus enemigos le condenaba, procuraba por todas vías librarle de sus manos.
Para lo cual le pareció bastante medio sacarlo así como estaba a vista del
pueblo furioso, porque Él estaba tal que bastaba la figura que tenía, según él
creyó, para amansar la furia de sus corazones.
Pues tú, ¡oh alma mía!, procura hallarte en este espectáculo tan doloroso, y
como si ahí estuvieras presente, mira con atención la figura con que salía a
vista del pueblo este Señor que es resplandor de la gloria del Padre y espejo
de su hermosura.
Mira cuán avergonzado estaría allí en medio
de tanta gente con su vestidura de escarnio, con sus manos atadas, con su
corona de espinas, con su caña en la mano, con el cuerpo todo quebrantado y
molido de los azotes, y todo encogido, afeado y ensangrentado.
Mira
cuál estaría aquel divino rostro; hinchado con los golpes, afeado con las
salivas, rascuñado con las espinas, arroyado con la sangre, por unas partes
reciente y fresca, y por otras fea y denegrida. Y como el santo Cordero tenía
las manos atadas, no podía con ellas limpiar los hilos de sangre que por los
ojos corrían, y así estaban aquellas dos lumbreras del Cielo eclipsadas y casi
ciegas y hechas un pedazo de carne. Finalmente, tal estaba su figura que ya no
parecía quien era, y aun parecía hombre, sino un retablo de dolores pintado por
manos de aquellos crueles pintores y de aquel mal presidente a fin de que
abogase por Él ante sus enemigos esta tan dolorosa figura.
“VIDA
DE JESUCRISTO”