lunes, 21 de noviembre de 2016

DEBEMOS DESEAR EL AMOR DIVINO Y RENUNCIAR A LAS VANAS AFECCIONES




   “¡Ay, hija mía, dijo Nuestro Señor a Santa Teresa, cuán poquitos son los que me aman de verdad! Si me amaran no les ocultaría mis secretos”. (Vida XL). A los que lo aman con grande amor los llama Jesús sus amigos: Dico vobis amicis meis. ¡Qué dulce nombre y qué título tan envidiable! Antes de manifestarlo a Santa Teresa había declarado a sus apóstoles que para sus amigos no tiene secretos: “No os llamo siervos porque el siervo no sabe lo que hace su Señor; os llamo amigos porque todo lo que he oído de mi Padre, os lo he dado a conocer” (S. J. XV, 15). No que el Salvador enseñara a sus apóstoles ni enseñe ahora a sus amigos en la tierra los hechos ocultos o sucesos futuros que halaguen su curiosidad, sino las verdades útiles al alma que ayudan a servir a Dios perfectamente, a llevar una vida santa, eso es lo que Jesús manifiesta a sus amigos; les da la ciencia de los santos: dedit illis scientiam sanctorum.

   Al mismo tiempo los ilumina, los fortalece, los enriquece con sus gracias, transforma su alma haciéndola cada vez más semejante a El mismo.

   Es pues preciosa esta amistad de Jesús. ¿Cómo adquirirla? Jesús la concede a todo el que lo ama con amor perfecto. ¿Pero qué medios hemos de emplear para obtener este amor verdadero que es tan raro y al que, sin embargo, son llamados todos los sacerdotes, todas las almas consagradas y las personas todas que aun viviendo en medio del mundo reciben elevadas gracias?

   Hemos dicho ya que todos los esfuerzos del alma, no bastan para adquirirlo, que es un don de Dios. Mantengamos esta verdad importante, pero añadamos que Dios, según dice un santo, nada comunica con tanto gusto como su amor, y por lo mismo no lo niega jamás a quien sabe disponerse para recibirlo.

   La primera condición es tener un gran deseo de él. “Desear amar siempre más, decía San Francisco de Sales, es el medio de crecer siempre en el amor; el que bien desea el amor bien lo busca; el que bien lo busca bien lo halla” (Vie, par M. Hamon, I, VII, ch. VI). “Bienaventurados, dijo el Señor, los que tienen hambre y sed de perfección, porque ellos serán hartos.” No bastan, pues, simples aspiraciones que podrían permanecer estériles: el que tiene hambre y sed no se contenta con forjar deseos, lanzar suspiros, sino que obra, se mueve y no descansa hasta que halla alimentos y bebida; a toda costa quiere saciarse y aliviar su sed. Así el que tiene gran hambre del puro amor, primero lo pide con instancia, sometiéndole de antemano a todas las condiciones que Dios le imponga, aceptando todas las pruebas que la Sabiduría divina juzgue necesarias para purificarlo y después abrasarlo. Luego, por su parte, multiplica sus esfuerzos, se hace violencia y lucha con perseverancia contra sí mismo. El que no tiene esta sed ardiente, insaciable de amar, no la pedirá jamás con el ardor conveniente, no hará todos los esfuerzos, no realizará todos los sacrificios que son necesarios para llegar al amor perfecto.

   ¿Y cómo conservar este deseo encendido de perfección? Teniendo siempre presente en el alma los motivos que la hacen tan deseable. “Yo vivo, decía San Pablo, en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gal. II, 20). Este pensamiento de que su Dios lo amó hasta la muerte no lo dejaba el santo apóstol jamás y por eso lo mantenía en disposición constante de devolverle amor por amor. ¿No prometió Jesús que la devoción a su Corazón divino volvería fervientes las almas tibias y muy perfectas las almas fervientes? ¿Y esto por qué? Es que ella nos pone sin cesar delante de la vista el inmenso amor de Jesús, y nos decide a no vivir como ingratos, ni rehusar nada a quien tanto hizo por nosotros. Los ejercicios de piedad, sobre todo la oración  bien hecha, las lecturas piadosas, pero bien escogidas, son un excelente medio de recordarnos las bondades de Dios, el encanto y valor de su servicio, y de conservar siempre ardiendo en el corazón la sed del santo amor.

   El segundo medio para aumentar el amor es renunciar por Dios toda afección que no sea inspirada por él, despedir sobre todo el amor de nosotros mismos, porque el amor divino está siempre en un alma con proporción del olvido de sí misma. Jesús compendió todo su Evangelio al pronunciar aquella sentencia: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame”.

   Hay también que atender a no mezclar un amor excesivo de sí mismo con el celo de la gloria de Dios, cuando procuramos la virtud. ¡Cuántas personas cuyo deseo de perfección no es bastante desinteresado! En vez de decir quiero, cueste lo que cueste, agradar a Dios, alegrar a mi Jesús, piensan, y muchas veces sin advertirlo bien: quiero santificarme, porque es tan bello ser perfecto, tan consolador ser virtuoso. Sin duda, no es ese el único motivo de sus afanes; el amor tiene también su parte, pero no la que debiera tener. En el alma ardiente y generosa, el deseo de la gloria de Dios es tan poderoso, que dice con toda sinceridad: yo abandono en las manos de mi Padre todo mi presente y todo mi porvenir. El me tratará según su bondad; no quiero trabajar más que por él, no miro sino a amarlo y a que sea amado. El alma que está en tal disposición progresa con más rapidez y va mucho más lejos que la que no acierta a olvidarse de sí.

   Da grandes pasos, sobre todo, si, al mismo tiempo, es más animosa en la práctica de la abnegación. Los sacrificios, en efecto, las mortificaciones de todo género practicadas con muy pura intención, ved ahí los verdaderos medios de adelantar en el amor, medios indispensables, realmente insubstituibles. Practicados por Dios, son actos de amor y de amor el más puro; son también pepitas de amor, porque producen otros actos, y todo el que siembra muchos sacrificios recogerá gran cosecha de amor.

   Importa mucho lanzarse con generosidad por el camino de la abnegación, pues el que no tiene bríos, el que vacila, se detendrá muchas veces. En el camino del amor y del sacrificio él que calcula, recula. El que mucho reflexiona, siempre halla razones para huir lo que cuesta, o hacer lo que agrada; poseyendo poquísimo amor de Dios y mucho amor de sí mismo, tomará las más veces el partido de la naturaleza; pareciéndole grandes los cortos sacrificios que hace, se contentará con eso, y así tendrá pérdidas incalculables. Los que, por lo contrario, ponen desde el principio grandes alientos para mortificarse y humillarse, llegan pronto a un grado de amor bastante fuerte para reputarse felices padeciendo por Dios, e inmolándose por él. Como los sacrificios le cuestan menos, los multiplica sin hacer cuenta de ellos, y el amor hace rápidos, progresos en él.


“EL IDEAL DEL ALMA FEVIENTE”

Por Augusto Saudreau. Canónigo Honorario de Angers.


No hay comentarios.:

Publicar un comentario

Nota: sólo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.