“¡Ay, hija mía, dijo
Nuestro Señor a Santa Teresa, cuán poquitos son los
que me aman de verdad! Si me amaran no les ocultaría mis secretos”. (Vida
XL).
A los que lo aman con grande amor los llama Jesús sus amigos: Dico vobis amicis meis. ¡Qué dulce nombre y qué título tan
envidiable! Antes de manifestarlo a Santa Teresa había
declarado a sus apóstoles que para sus amigos no tiene secretos: “No os llamo siervos porque el siervo no
sabe lo que hace su Señor; os llamo amigos porque todo lo que he oído de mi
Padre, os lo he dado a conocer” (S. J. XV, 15). No que el Salvador enseñara
a sus apóstoles ni enseñe ahora a
sus amigos en la tierra los hechos ocultos
o sucesos futuros que halaguen su curiosidad, sino las verdades útiles al alma que ayudan a servir a Dios perfectamente, a llevar una vida
santa, eso es lo que Jesús
manifiesta a sus amigos; les da la ciencia de los santos: dedit illis
scientiam sanctorum.
Al mismo tiempo los ilumina, los fortalece,
los enriquece con sus gracias, transforma su alma haciéndola cada vez más
semejante a El mismo.
Es pues preciosa esta amistad de Jesús. ¿Cómo adquirirla? Jesús la concede a
todo el que lo ama con amor perfecto. ¿Pero
qué medios hemos de emplear para obtener este amor verdadero que es tan raro y
al que, sin embargo, son llamados todos los sacerdotes, todas las almas consagradas
y las personas todas que aun viviendo en medio del mundo reciben elevadas
gracias?
Hemos dicho ya que todos los esfuerzos del
alma, no bastan para adquirirlo, que es
un don de Dios. Mantengamos esta verdad importante, pero añadamos que Dios,
según dice un santo, nada comunica con tanto gusto como su amor, y por lo mismo
no lo niega jamás a quien sabe disponerse para recibirlo.
La primera condición es tener un gran deseo de él. “Desear
amar siempre más, decía San Francisco de Sales, es
el medio de crecer siempre en el amor; el que bien
desea el amor bien lo busca; el que bien lo busca bien
lo halla” (Vie, par M. Hamon, I, VII, ch. VI). “Bienaventurados, dijo el Señor, los
que tienen hambre y sed de perfección,
porque ellos serán hartos.” No bastan, pues, simples aspiraciones que podrían
permanecer estériles: el que tiene hambre y sed no se contenta con
forjar deseos,
lanzar suspiros, sino que obra, se mueve y no descansa hasta que halla alimentos y
bebida; a toda costa quiere saciarse y aliviar su sed. Así el que
tiene gran hambre
del puro amor, primero lo pide con instancia, sometiéndole de antemano a
todas las condiciones que Dios le imponga, aceptando todas las pruebas
que la Sabiduría
divina juzgue necesarias para purificarlo y después abrasarlo. Luego, por
su parte, multiplica sus esfuerzos, se hace violencia y lucha con
perseverancia
contra sí mismo. El que no
tiene esta sed ardiente, insaciable de amar,
no la pedirá jamás con el ardor conveniente, no
hará todos los esfuerzos, no realizará todos los sacrificios que son necesarios para llegar al amor perfecto.
¿Y cómo conservar este deseo encendido de
perfección? Teniendo siempre presente en el alma los
motivos que la hacen tan deseable. “Yo vivo, decía San Pablo, en la fe
del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gal. II, 20). Este
pensamiento de que su Dios lo amó hasta
la muerte no lo dejaba el santo apóstol jamás
y por eso lo mantenía en disposición constante de devolverle amor por amor. ¿No
prometió Jesús que la devoción a su Corazón divino volvería fervientes las almas
tibias y muy perfectas las almas fervientes? ¿Y esto por qué? Es que ella
nos pone sin cesar delante de la
vista el inmenso amor de Jesús, y nos decide a no vivir como ingratos, ni rehusar nada a quien tanto hizo por nosotros. Los ejercicios de piedad, sobre todo la oración bien hecha, las lecturas piadosas, pero bien
escogidas, son un excelente medio de recordarnos las bondades de Dios, el
encanto y valor de su servicio, y de conservar siempre ardiendo en el corazón
la sed del santo amor.
El segundo medio
para aumentar el amor es renunciar por Dios toda afección que no sea inspirada
por él, despedir sobre todo el amor de nosotros mismos, porque el amor divino
está siempre en un alma con proporción del olvido de sí misma.
Jesús compendió todo su Evangelio al pronunciar aquella sentencia: “Si alguno quiere venir en pos de mí,
niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame”.
Hay
también que atender a no mezclar un amor excesivo de sí mismo con el celo de la
gloria de Dios, cuando procuramos la virtud. ¡Cuántas personas cuyo deseo de perfección no es bastante desinteresado!
En vez de decir quiero, cueste lo que cueste, agradar a Dios, alegrar a mi
Jesús, piensan, y muchas veces sin advertirlo bien: quiero santificarme, porque es tan bello ser perfecto, tan consolador
ser virtuoso. Sin duda, no es ese el único motivo de sus afanes; el amor
tiene también su parte, pero no la que debiera tener. En el alma ardiente y generosa, el deseo de la gloria de Dios es tan
poderoso, que dice con toda sinceridad: yo abandono en las manos de mi Padre
todo mi presente y todo mi porvenir. El me tratará según su bondad; no quiero
trabajar más que por él, no miro sino a amarlo y a que sea amado. El alma que
está en tal disposición progresa con más rapidez y va mucho más lejos que la
que no acierta a olvidarse de sí.
Da grandes pasos, sobre todo, si, al mismo
tiempo, es más animosa en la práctica de la abnegación. Los sacrificios, en
efecto, las mortificaciones de todo género practicadas con muy pura intención,
ved ahí los verdaderos medios de adelantar en el amor, medios indispensables, realmente
insubstituibles. Practicados por Dios, son actos de amor y de amor el más puro;
son también pepitas de amor, porque producen otros actos, y todo el que siembra
muchos sacrificios recogerá gran cosecha de amor.
Importa
mucho lanzarse con generosidad por el camino de la abnegación, pues el que no
tiene bríos, el que vacila, se detendrá muchas veces. En el camino del amor y
del sacrificio él que calcula, recula. El
que mucho reflexiona, siempre halla razones para huir lo que cuesta, o hacer lo
que agrada; poseyendo poquísimo amor de Dios y mucho amor de sí mismo, tomará
las más veces el partido de la naturaleza; pareciéndole grandes los cortos
sacrificios que hace, se contentará con eso, y así tendrá pérdidas incalculables.
Los que, por
lo contrario, ponen desde el principio grandes alientos para mortificarse y
humillarse, llegan pronto a un grado de amor bastante fuerte para reputarse felices
padeciendo por Dios, e inmolándose por él. Como los sacrificios le cuestan
menos, los multiplica sin hacer cuenta de ellos, y el amor hace rápidos,
progresos en él.
“EL
IDEAL DEL ALMA FEVIENTE”
Por
Augusto Saudreau. Canónigo Honorario de Angers.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Nota: sólo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.