viernes, 29 de septiembre de 2017

La fiesta de San Miguel, arcángel. — 29 de septiembre.




   Celebra hoy la santa Iglesia fiesta particular, no sólo de san Miguel que es el príncipe de toda la milicia celestial, sino también en honra de todos los santos ángeles. Estos soberanos espíritus, cuya muchedumbre excede, como dicen algunos doctores, al número de las estrellas del cielo y de las gotas del mar y de los átomos del aire, fueron criados antes que todas las criaturas o con las primeras de todas, y son incorruptibles e inmortales. Su inteligencia entiende sin discurso todas las cosas que naturalmente se pueden saber: su voluntad es tan constante que, según dice Santo Tomás, nunca se aparta de lo que una vez escogió; su memoria nunca se olvida de lo que una vez aprendió; su poder es grande sobre toda fuerza de la naturaleza corpórea, y su agilidad es tan admirable, que no hay velocidad en la tierra ni en los cuerpos celestes que con la suya pueda compararse. Enseña el doctor angélico que no hay ningún ángel que no difiera en especie de todos los demás; y con todo, están distintos en tres jerarquías, suprema, media e ínfima, y cada jerarquía dividida en tres coros, como se saca de las divinas Letras y santos doctores. En la suprema jerarquía hay tres órdenes: Serafines, Querubines y Tronos; en la segunda hay tres coros, Dominaciones, Virtudes y Potestades; en la tercera, Principados, Arcángeles y Ángeles. Llámanse todos estos soberanos espíritus con el nombre de ángeles, porque como dice san Pablo, son ministros del Señor para bien de los que han de heredar la bienaventuranza eterna. Todos ellos están vestidos de la estola de la gracia que nunca perdieron, y son la familia lucidísima de criados que sirven a Dios, y de ministros que ejecutan su voluntad soberana en la gobernación del mundo y en la particular providencia que tiene de la Iglesia, y también de cada uno de los hombres, así fieles y cristianos, como infieles y pecadores, pues todos tienen su ángel de guarda. Por estas excelencias de los santos ángeles y por los beneficios que de sus manos recibimos, los debemos honrar, y señaladamente al gloriosísimo príncipe de ellos, San Miguel, que es soberano protector de la Iglesia. Su nombre significa ¿Quién como Dios? porque cuando el príncipe de los ángeles Lucifer, envanecido con la grandeza de sus dones y gracias, se negó a adorar el misterio de la humana naturaleza tan ensalzada en la persona de Cristo, y atrajo a su rebelión a muchos ángeles, el fidelísimo san Miguel volvió por la honra de Dios, y de su Unigénito, y con gran poder arrojó de los cielos a los ángeles rebeldes. Entonces fué exaltado San Miguel al trono que perdió Lucifer, y recibió el principado de todos los ejércitos celestiales, y la representación de la divina autoridad en la tierra, y la protección de la Iglesia de Cristo a la cual defenderá de todos los poderes del mundo y del infierno, hasta el fin de los siglos.

   Reflexión: Entiendan bien todos los católicos que esa actual rebelión de los hombres que ensoberbecidos por los progresos materiales, apostatan de la fe, no es otra cosa que una imitación de la rebeldía de los ángeles malos, que inspira Lucifer a los pobres hijos de Adán, para que no logren la dicha de reinar en el cielo con los ángeles buenos, sino que se condenen y padezcan eternamente con los demonios.

   Oración: ¡San Miguel Arcángel! Defiéndenos en la batalla: sé nuestra protección contra la malicia y las asechanzas del diablo. Reprímale Dios, suplicamos humildemente: y tú, oh príncipe de la milicia celestial, arroja a los infiernos a Satanás y a los otros espíritus malignos que andan sueltos por el mundo, para causar la perdición de las almas. Amén.




Flos Sanctorvm

martes, 26 de septiembre de 2017

¿QUIÉN HA VUELTO DEL OTRO MUNDO? - CAPÍTULO VIII Y FIN DE ESTA PUBLICACIÓN - (Diálogo entre dos amigos, Francisco que si cree en el infierno y Adolfo que no)




Observa los mandamientos, confiésate bien y... creerás en el infierno.

ADOLFO: Veo Francisco, que nos vamos acercando al término de nuestro viaje, y antes de despedirnos quiero descubrirte la lucha que experimenta mi pecho. Desde el sermón de ayer noche quedó herido mi corazón con la consideración de las eternas penas, que tan vivamente nos pintó el buen predicador en la iglesia del Corazón de Jesús. De esto debieran tratar a menudo los predicadores, porque es verdad importantísima. Y ahora, con las razones y argumentos que tú me acabas de exponer sobre la misma materia, estoy que no sé lo que me pasa.

FRANCISCO: —Algo he advertido en tu semblante, imagen de tu lucha interior...
ADOLFO: —Por una parte, brotan en mi alma vivos deseos de asegurar, cueste lo que cueste, mi salvación eterna como el negocio más importante de la vida; porque me digo en mis adentros: si me salvo, he sacado la lotería, está ganado el premio gordo; si me condeno, todo está perdido y para siempre jamás. Mas por otra parte me abruman otras mil dudas que quisiera ver desvanecidas, y el terrible temor de lo que dirán mis amigos, de las dificultades que me opondrán, y de sus sarcasmos y cuchufletas; en fin, me encuentro ahogado en un mar sin fondo, perdido en un laberinto sin salida.
FRANCISCO:¿Quieres seguir mi consejo, amigo?
ADOLFO: —En esto estoy, pues vivo convencido de la gran bondad de tu corazón.
FRANCISCO: —Pues proporción tienes en Tarragona de hallar luz en tus dudas y consuelo  en tu aflicción. Vete a la catedral o a otra iglesia, confiésate, y desaparecerán todas tus vacilaciones y temores.
ADOLFO:¿Confesarme yo?
FRANCISCO: —Sí, Adolfo; confesarte. Y ya que tan poco tiempo nos resta de estar juntos, quiero que medites el hecho histórico que te voy a referir por despedida.

   A principios del protestantismo, recorría algunos lugares de Alemania inficionados por la herejía el celoso beato Pedro Fabro, compañero de San Ignacio. En uno de los pueblos de sus apostólicas excursiones visitóle un cura contagiado del virus protestante, y le encontró que estaba rezando el Oficio divino. Con Todo, interrumpiendo su rezo, preguntó al señor cura:

   ¿Qué se le ofrece a Ud., señor mío?
—Padre Fabro, —le dijo— venía a proponer a Ud. gravísimas dificultades, que me oprimen contra la religión católica y a favor de las nuevas doctrinas.
—Tenga Ud. la bondad—le contestó el Padre, —de aguardar unos momentos a que concluya mi Oficio, y luego estaré a las órdenes de Ud.




   Sentóse el sacerdote para que el Padre diera fin a su ocupación sagrada, y el Padre, tan presto como concluyó su rezo, se dirigió al señor cura y le dijo:
— Estoy a sus órdenes., señor cura; pero le confieso que me parece inspiración de Dios lo que voy a proponerle antes que entablemos discusión para disipar sus dudas.
— ¿Qué inspiración es, Padre mío?
—Que antes se confiese Ud., —le contestó el santo varón.
—Pero, hombre de Dios, —repuso el sacerdote— si no venía para ello, ni tampoco estoy preparado.
—No importa—replicó el Padre—basta la buena voluntad, y Dios suplirá lo que falte.

   Tanto hizo, tanto dijo y tanto suplicó el P. Fabro, que al fin recabó del señor cura que, arrodillado a sus pies, confesara humildemente sus culpas. Aquel apostólico y santo varón, penetrando las llagas de su penitente, consiguió con gran dulzura que le abriera toda su alma y concibiera eficaz propósito de mudar de vida. Terminóse la confesión con gran consuelo de su ministro y no poca satisfacción del penitente.

   Entonces invitó el P. Fabro al señor cura a que le propusiera todas sus dudas y dificultades, a lo cual contestó el otro:
—Padre mío, todas se me han desvanecido; gracias a Dios, veo clarísimo todo lo que antes me parecía obscuro; creo que la verdad sólo e íntegramente se encuentra en la Iglesia católica; fuera de ella no hay salvación.

ADOLFO: —Conque, Francisco, ¿quieres decirme con eso que con sólo confesarme bien también quedará ilustrado mi entendimiento para resolver las dificultades que me objeten mis compañeros?

FRANCISCO: —Tal vez sí; y en caso de que no consiguieras don tan precioso, por lo menos te hallarías mejor dispuesto para comprender la verdad; porque nada hay que obscurezca tanto el entendimiento y más lo extravíe del sendero del bien como el pecado y las pasiones.

¡Cuántos ejemplos pudiera referirte en confirmación de mi aserto!


Tomado de una publicación de “APOSTOLADO DE LA PRENSA” Año 1892.




¿QUIÉN HA VUELTO DEL OTRO MUNDO? - CAPÍTULO VII - (Diálogo entre dos amigos, Francisco que si cree en el infierno y Adolfo que no)




Pero eso es cruel… ¡Por un pecado… un infierno!

ADOLFO: Canario, que veo que en esto del infierno sabes más que el jesuita de anoche. No parece sino que has estado allí.
FRANCISCO: —Porque no quiero ir (al infierno), querido mío, por eso lo estudio. Otros, a fuerza de olvidarlo, se van a él de cabeza.
ADOLFO: — Pero otra objeción: ¿qué proporción hay entre los suplicios infernales y una cosa de tan pocos momentos cual es la culpa? ¿Dónde aparece el restablecimiento del orden trastornado por ella? Por más que profundice, no puedo alcanzar cómo se aviene la justicia de Dios con tan gran castigo. Vamos, es para volverse locos.
FRANCISCO: —He ahí otro de tus errores manifestados poco ha. ¿Dices que la culpa es cosa de poco peso? ¡Válgame San Crispín! ¡Si no hay mal en el mundo que iguale su malicia: el mayor mal de Dios y de la criatura...!
ADOLFO: —De la criatura lo comprendo, si es verdad que le acarrea penas insufribles, como tú dices; pero a Dios, ¿qué daño le puede causar la culpa, por grave que sea? Dios es inmortal é impasible. ¿Qué mal le hago yo a Dios con un mal pensamiento, o porque no me dé la gana de ir a misa un día de fiesta?
FRANCISCO: —Claro que, con que Tú no vayas a misa, Dios no deja de ser Dios; ni le quitas, ni le pones. Dios es invulnerable, no hay duda, y por esta parte no puede recibir herida ni daño interior; mas hay otro mal, que se llama insulto, ignominia, menosprecio, que un varón honrado siente más que la muerte, y este mal es el que irroga la criatura al Criador por el pecado, y por ello, en cuanto está de su parte, es el pecador deicida y reo de lesa divina Majestad. Lo entenderás por una comparación.

   Preséntase en público un poderoso monarca, blindado con vestido metálico, impenetrable a las balas; le sale al encuentro un asesino, y le dispara un tiro con ánimo de quitarle la vida. ¿No sería éste reo de regicidio y sentenciado como tal, por más que el soberano no hubiese recibido daño ninguno? Pues ahora aplica tú la semejanza. El pecador no mata a Dios, porque Dios es inmortal; pero, por lo que al pecador toca, menosprecia a Dios, digno de toda alabanza, se burla de su majestad y dice, siendo un gusano, a la majestad divina: “No quiero, no me da la gana de observar tu ley”. Quédate con tu cielo, que yo prefiero hacer mi gusto y dar oído a mis pasiones.”

ADOLFO: —Muy exagerado me parece todo eso; yo no veo cómo una sola culpa pueda encerrar tanta maldad.
FRANCISCO: —Escucha. ¿No es menosprecia del monarca pisotear en su presencia las disposiciones en que cifra el logro de sus planes, llenos de sabiduría y de bondad, y pisotearlas a pesar de las terribles amenazas con que conmina a los infractores?
ADOLFO: —No cabe duda.
FRANCISCO: —Pues eso hace el pecador en presencia o en la cara misma del Altísimo. Dice su divina ley: no jurarás el nombre de Dios en vano; y se levanta el blasfemo, y se encara con el supremo Legislador, y le escupe en el rostro, profiriendo esas blasfemias, que parecen inventadas en lo más profundo del infierno. Dice la divina ley: santificarás las fiestas; y se presenta el impío, y, burlándose de Dios, exclama con las obras: pues a mí no me da la gana; y en vez de descansar, como Dios manda para bien del obrero, se entrega a la labor con toda osadía. Dice la divina ley: no tomarás venganza, no fornicarás; y vienen el asesino, el duelista, el lascivo, y en presencia del mismo Dios, que penetra lo más secreto de los corazones y los amenaza con suplicios eternos, exclaman con sus hechos: no me amedrentan esos espantajos; quiero ser libre para hacer de mi capa un sayo.
ADOLFO: —Me voy convenciendo de que hasta ahora había caminado sin tiento al borde de un espantoso precipicio, poniendo en duda un dogma de tanta transcendencia. ¿No es preferible padecer todos los tormentos de la vida antes que ponernos a riesgo de condenarnos eternamente?

FRANCISCO: —Eso hicieron, Adolfo, todos los mártires, confirmando con su sangre la verdad de que no hay mal tan digno de ser aborrecido y llorado como el pecado, que tanta desgracia causa al infeliz que se endurece en él. Para que acabes de resolverte a romper las cadenas de tus errores y peligrosas amistades, admira la heroicidad y respuestas de dos piadosas mujeres.

   Corría el año 285 de la era cristiana, cuando Domnina y Teonila fueron prendidas como católicas y metidas en la cárcel, donde aguardaron la llegada del procónsul de Cilicia, llamado Lisias. Llegado allí, mandó que le presentaran a Domnina. Al momento compareció la santa llena de gozo, con la esperanza de padecer por Jesucristo. Con el fin de acobardarla e infundirle terror, habían hacinado allí muchos instrumentos de suplicio.


   — ¿Ves, — díjole el juez, — ese fuego abrasador y esos instrumentos de muerte? Para ti están preparados si rehúsas ofrecer sacrificio a los dioses.

lunes, 25 de septiembre de 2017

DEMONIOS – Por Cornelio Á Lápide. (Parte V)




El demonio está en todas partes; vigila sin cesar para perdernos.


   El demonio está en el aire, en las aguas, en la tierra, en el infierno...

   Nuestros perseguidores, dice Jeremías, han sido más rápidos que las águilas: nos han perseguido en las montañas; nos han tendido lazos en el desierto (Lamentaciones. IV, 19) En un abrir y cerrar de ojos están en donde quieren; andan más veloces que el pensamiento; todo lo ven sin ser vistos; todo lo oyen sin ser oídos ni apercibidos. El demonio está siempre en acecho, y da vueltas sin cesar al rededor nuestro, buscando víctimas: (I. Petr. V. 9).

   Estas idas y venidas, este círculo que forma al rededor nuestro, indican: que el demonio es un vagabundo entregado a la instabilidad, porque, al abandonar a Dios con el pecado, ha perdido la estabilidad de espíritu. El, que quería sentarse en el trono del Omnipotente, ha sido condenado a andar siempre errante, a no sentarse nunca, ni siquiera en el infierno. Jamás tendrá descanso ni sueño. Estas expresiones indican también la ira y el deseo insaciable de dañar que le animan. Pintan sus astucias, sus engaños y sus rodeos. Príncipe del mundo, recorre sin cesar su imperio. Ojea como un cazador. Las vueltas que da, son el emblema de su sagacidad y de sus exploraciones. Obliga a los hombres culpables a acabar de recorrer el círculo de sus iniquidades, a fin de caer entonces en el círculo de la desdicha eternidad...

Ciencia del demonio.


   Satanás, antes de atacar, examina el vicio, la inclinación, la parte débil de cada uno.

   Oíd a San León: Satanás, dice, conoce a quien ha de abrasar con el fuego de la codicia, a quien ha de coger por la gula, a quien ha de poseer por la lujuria, a quien ha de inocular el veneno de la envidia; conoce al que ha de turbarse por los pesares, excederse por la alegría, agobiarse por el temor, y dejarse seducir por la admiración.

   Tantea las inclinaciones de cada uno; descubre sus cuidados, escudriña sus afectos, busca los medios de dañar, explotando sobre todo las inclinaciones del hombre.

   Conoce todo lo que pasa en la tierra. Ve los pensamientos, los deseos, las palabras, los pasos, las acciones y las omisiones de todos los hombres Sabe y conoce todo lo qne ha sucedido desde el principio del mundo Sondea las entrañas y los corazones. Sabe todos los giros y rodeos, los pliegues y dobleces que tiene que seguir para insinuarse, seducir, vencer, derribar, asesinar y llevar al infierno...

   Todo en él se convierte en ojos, en oídos, en lengua, en espíritu, en inteligencia, en astucia, en ciencia. Aunque sumergido en las más profundas tinieblas, todo lo ve, todo lo comprende, todo lo nota, todo lo aprecia...


“Tesoros de Cornelio Á Lápide”








DIOS ENVÍA LOS CASTIGOS EN ESTA VIDA, NO PARA NUESTRA RUINA, SINO PARA NUESTRO BIEN – Por San Alfonso María de Ligorio.




“No os alegráis (Dios) de las desgracias con que nos agobiáis…” (Тоbías; III, 22.)

   Señor, decía Tobías (Tob., III, 21), el que os sirve tiene la certeza de que después de la prueba alcanzará la corona, y que después de la tribulación de esta vida quedará libre de la pena que había merecido. (Tob; III, 21-22.)

   Después de las tempestades y de los infortunios nos concedéis la calma, y después de los llantos nos enviáis la paz y la alegría. Digámosle, pues, y no cesemos de repetir: No nos envía Dios las desdichas de esta vida para nuestra ruina, sino para nuestro bien; es decir, a fin de que dejemos el pecado, y que, recobrando la gracia, podamos escapar de los castigos eternos.

   Dice el Señor que derrama el temor en nuestros corazones para que no nos hagamos esclavos de las delicias de la Tierra, y que para poseerlas no pensemos jamás en ser ingratos y en abandonarle. (Jerem., XXXII, 40.) ¿Qué hace el Señor para llamar a su gracia a los pecadores que le han abandonado? Muéstrese indignado, y les amenaza con castigos en esta vida. (Ps., LV, 8.) Cólmales Dios de tribulaciones, a fin de que la aflicción misma les impela a abandonar el pecado y a recurrir a Él. ¿Qué hace una madre que quiere destetar a su hijo? Pone hiel en su pecho. Esto mismo hace el Señor para atraer a él las almas, y despegarlas de los placeres de la Tierra, que les hacen olvidar la eterna salud; derrama amargura en sus placeres, en sus fiestas, en una palabra, sobre todo cuanto poseen, a fin de que, no hallando ya paz en las cosas terrestres, recurran a Dios, único que puede contentarles. (Os; VI, 1.)

   Si permito, dice el Señor, que los pecadores no dejen de deleitarse en el pecado, no cesarán de dormir en él: necesario es, pues, que les aflija para despertarles de su letargo y volverlos a Mí. Guando se vean afligidos exclamarán: ¿Qué hacemos? Si no abandonamos el vicio, Dios no se aplacará, y continuará, con justicia, castigándonos. Valor, pues, volemos a sus plantas, que Él nos curará de nuestras dolencias. Si nos ha afligido con sus castigos, nos consolará por su misericordia.

   En el tiempo de mis aflicciones, decía David, he buscado al Señor y no he quedado burlado en mi esperanza, porque Él me ha consolado. (Ps; XXVI, 3.)

sábado, 23 de septiembre de 2017

LA PIEDAD Y LAS VIRTUDES CRISTIANAS – Por Monseñor de Segur.




I

Que Jesús viviendo en nosotros es el origen de la verdadera piedad.

   Jesús, Criador, Señor y Salvador nuestro, que está presente en el cielo y en el santísimo Sacramento, vive también en nuestras almas y habita en ellas por medio de su gracia. “Yo estoy en vosotros, nos dice, y vosotros estáis en mí,.. Vivís en mí, y yo en vosotros. Aquel que en mí vive, lleva mucho fruto”.

   Él es la vid y nosotros somos sus racimos; el racimo está unido a la vid, y no vive sino por medio de esta unión. Nosotros también, por medio de la gracia del Bautismo, quedamos interiormente unidos a Jesús, nuestro Rey celestial, que de este modo está presente en nuestra alma; y nuestra alma le está también siempre presente, como el racimo de la viña está presente en la vid que lo sostiene. Es una inmensa gracia, y una gloria inmensa para nosotros, pobres y miserables criaturas, poseer tal suerte al Dios de bondad, ser su templo viviente, su muy amado tabernáculo y el vaso en que su amor le hace permanecer. Gracias a Jesús, el más pequeño niño cristiano es más grande a los ojos de Dios que el cielo y la tierra; y Dios quiere más a su alma que al universo entero.

   Así como la vida difunde en todos sus racimos la savia que a ella misma le da vida, del mismo modo Jesús, presente y viviendo en nuestras almas bautizadas, difunde en ellas el Espíritu Santo, que viene a ser la vida de nuestras almas. Y así como la savia difundida en él racimo lo hace vivir con la misma vida con que vive la vid, de la misma manera el Espíritu Santo difundido en nuestras almas por Jesús; en nombre de Dios Padre, hace vivir nuestra alma con la misma vida con que vive Jesús, con la misma vida con que Dios, vida toda santa, toda perfecta. Por esto nosotros tenemos que ser muy santos y muy buenos, parecidos en todo a Jesús, nuestro adorable y celestial modelo.

   La piedad cristiana no es otra cosa que la semejanza tan perfecta como posible sea con Nuestro Señor Jesucristo; es la unión de nuestro espíritu, de nuestros pensamientos, de nuestras afecciones, de nuestra voluntad, de todos nuestros sentimientos y de toda nuestra vida, con los sentimientos, los pensamientos y el espíritu de Nuestro Señor.

   Hazte bien cargo de esto, niño o niña que me lees, porque es una cosa de suma importancia. La piedad es Jesús que vive en ti, y tú que vives en Jesús; es la unión íntima que el Espíritu Santo establece entre ti y tu Salvador; es la comunicación que Jesús se digna hacerte de su filial amor para con Dios, de un fraternal y desinteresado amor para con el prójimo, y de todas las virtudes que llenan su sagrado Corazón. Te lo diré en otros términos: la piedad es Jesús que por medio de su gracia te cambia, te transforma en otro Él, de modo que sólo Él, Jesús, vive en ti. Un buen cristiano, una niña piadosa, es otro Jesús, que en todas sus acciones, en todas sus palabras y en todos los detalles de su vida, es una copia perfecta, una verdadera fotografía de Jesús.

   Jesús decía en aquellos tiempos: “el que a mí me ve, a mi Padre ve”. Un verdadero cristiano, una niña verdaderamente piadosa, debe poder también decir: “el que me ve a mí, a Jesús ve”. Esto no quiere decir que nosotros seamos un solo Dios con Jesús, como Jesús es un solo Dios con su Padre; esto solamente quiere decir que nosotros estamos unidos interiormente con Jesús, y que. Jesús vive en nuestra alma a la manera de la unión mucho más perfecta que existía entre su Padre y Él.

   Cuando San Edmundo de Cantorbery era todavía niño, tenía afición a pasearse solo para pensar con más libertad en Dios y unirse más fácilmente con Nuestro Señor. Cierto día que de esta suerte había sacrificado en aras de su piedad un recreo muy divertido, vió de pronto delante de él; y a algunos pasos, a un niño de su edad, de cara noble y hermosa, que se dirigió a él diciéndole con graciosa sonrisa:

   —Te saludo, amado mío.

   —De seguro que os equivocáis, —respondióle sumamente contrariado Edmundo—, pues lo que es yo no os conozco.

   — ¿No me conoces?, —repuso el niño— y sin embargo estoy contigo en la escuela, en la iglesia, en tu casa, en tus diversiones; estoy contigo y te acompaño siempre y por todas partes... ¡y dices que no me conoces!...

   Y como el joven Santo no sabía qué contestar, añadió el misterioso niño:

   —Levanta los ojos, y mírame en la frente. Y la faz del niño se transfiguró; y Edmundo leyó en ella estas dos palabras trazadas con caracteres luminosos: Jesús Nazarenus: Jesús Nazareno... Edmundo se arrodilló pegando al suelo la cara, y el Niño Jesús le dejó después de haberle bendecido.

   Así está siempre Jesús con todos los que le son fieles: es el compañero celestial de la vida de los cristianos en la tierra. Es para nosotros como una fuente de vida, y por medio de Él recibimos todos los dones y todas las gracias de Dios.

   Ya vez, pues, que toda la piedad cristiana reposa en Jesucristo que viene de Él, y que Él es su principio. Así como toda el agua de un riachuelo viene de la fuente donde nace, del mismo modo nuestra piedad viene de Jesús, que está presente y vivo en nuestros corazones.

   ¡Oh buen Jesús!, llenadme de vuestro Espíritu   Santo, y hacedme vivir con vuestra vida enteramente pura y celestial. Mi dulce y santo Jesús, cambiadme en Vos, a fin de que ya no haya en mí cosa alguna mala, y a fin de que me convierta en un segundo Hijo de Dios, en otro Vos mismo.



viernes, 15 de septiembre de 2017

Sólo el salvarse es necesario – Por San Alfonso María de Ligorio.




   Una sola cosa es necesaria (Lucas. X, 42). No es necesario que en este mundo tengamos riquezas, ni que alcancemos honores, ni que gocemos de salud, ni que disfrutemos de placeres: sólo es necesario que nos salvemos: porque no hay medio; si no nos salvamos, seremos condenados.

   Después de esta corta vida, o gozaremos eternamente de la bienaventuranza de la gloria, o para siempre durará nuestra desdicha en los infiernos.

   ¡Oh Dios mío! ¿Qué será de mí? ¿Me salvaré, o me condenaré? Una de estas dos cosas me ha de caber indispensablemente. Yo espero salvarme, ¿pero tengo de ello alguna seguridad? Después de saber que he merecido el infierno tantas veces, Jesús mío, mi Salvador, en vuestra muerte está cifrada mi esperanza.

   ¡Cuántos mundanos que se vieron en otro tiempo colmados de riquezas y de honores, elevados a grandes puestos y hasta colocados sobre el trono, se hallan ahora en el infierno, en donde todo su fausto, todas sus grandezas pasadas no les sirven sino para acrecentar sus tormentos y su desesperación!

   Ved aquí, no obstante, lo que les había dicho el Señor: No queráis atesorar para vosotros tesoros en la tierra... mas atesorad para vosotros tesoros en el cielo, en donde no los consume orín ni polilla (Mateo. VI, 19).  Todos los bienes terrestres los arrebata la muerte; pero los bienes espirituales son tesoros mil veces más preciosos, y duran eternamente.
   Dios nos hace saber que quiere la salvación de todo el mundo (I Timoteo, I, 4), y a todos nos da los socorros necesarios para que nos salvemos. ¡Desdichados de los que se pierden! Su perdición nace de ellos mismos: Tu perdición, Israel, de tí: sólo en mí está tu socorro (Oseas. XIII, 9) El más cruel tormento que padecen los condenados, es pensar que se han perdido por su propia culpa.

   El fuego y el gusano roedor, esto es, el remordimiento de la conciencia, serán los verdugos de los condenados en venganza de sus pecados (Ecle. VII, 9) Pero el gusano roedor les atormentará sin fin, y mucho más que el fuego. ¡Cuánta no es nuestra aflicción en la tierra si perdemos algún precioso objeto, un diamante, un reloj, un bolsillo lleno de oro, por nuestro descuido! Esta pérdida nos quita el apetito, y no nos deja con ciliar el sueño, pensando en ella aunque haya esperanza de repararla por otro camino. Ahora pues, ¿cuál será el tormento de un condenado, al considerar que ha sido por su culpa el perder a Dios y la gloria, sin esperanza de poderlos recobrar?

   Erramos, será el grito eterno de los condenados (Sap. V, 6). Nos hemos engañado, nos hemos perdido voluntariamente y nuestro yerro no tiene remedio. Mientras estamos en la vida, con el tiempo, con un cambio de estado, con una entera resignación a la voluntad divina, podemos poner remedio a las desgracias que nos acontecen; pero ninguno de estos remedios nos servirá cuando hayamos entrado en la eternidad, si hemos errado el camino del cielo.

   El apóstol San Pablo nos exhorta a que busquemos nuestra salvación eterna, con un continuo temor de perderla: Obrad vuestra salud con temor y con temblor (Filipenses. II, 12) Este temor nos hará caminar siempre con cautela, huir de las malas ocasiones, encomendarnos continuamente a Dios y así nos salvaremos. Roguemos, pues, al Señor se digne grabar en nuestra mente el pensamiento que de nuestro último suspiro depende nuestra felicidad eterna, o nuestra eterna desdicha sin esperanza de remedio.

   ¡Oh Dios mío! yo he despreciado a menudo vuestra gracia y no merezco compasión; pero el profeta me asegura que vos sois compasivo con los que os buscan: Bueno es el Señor para el alma que le busca.


   He huido de vos hasta ahora, pero ya ni busco, ni deseo, ni amo más que a vos solo. Por piedad, no me desechéis. Acordaos de la sangre que por mí derramasteis: y esta sangre y vuestra intercesión, ¡oh María! madre de Dios, son toda mi esperanza.

miércoles, 13 de septiembre de 2017

Confianza en Jesucristo – Por San Alfonso María de Ligorio.




   La misericordia de Dios para con nosotros llega hasta el extremo,  pero quiere que esperemos los efectos de su misericordia, y que le imploremos excitados por la más viva confianza en los méritos de Jesucristo y en sus promesas. Por esto nos encarga San Pablo el conservar siempre esta confianza, la cual obtiene de Dios gran recompensa: No queráis perder vuestra confianza, que  tiene un crecido galardón (Hebreos X, 35).

   Cuando, pues, el terror que nos infunde el juicio de Dios parezca que disminuye en nosotros esta confianza, hemos de expulsar este terror de nuestro corazón, y decirnos a nosotros mismos lo que se decía David en el Salmo 42, ¿Quare tristis es anima mea? (¿Por qué estas triste alma mía?)

   ¿Pero tú esperar no sabes?
   ¿Palpitas, corazón mío?
   Destierra el temor, no des
   Tan presurosos latidos.
   ¿Para qué quieres turbarte?
   Espera en tu Señor, Dios,
   Que algún día sus favores
   Cantaremos con amor.

   Jesucristo reveló a Santa Gertrudis que puede tanto en su corazón nuestra confianza, que consigue de él todo cuanto le pedimos. San Juan Clímaco dice lo mismo. Toda oración hecha con confianza casi hace fuerza al Señor, pero esta violencia le es agradable.

   San Bernardo dice que la misericordia divina es como una fuente inmensa de la cual el que va con un vaso mayor de confianza, se lleva mayor caudal de gracias. Es lo que David dice: Hágase, Señor, tu misericordia sobre nosotros, de la manera que en ti hemos esperado (Psal. XXXII, 22). Dios nos ha declarado, que él es protector y salva a todos los que esperan en Él. (Psal. XVII, 31- XVI,)

   Alégrense pues, decía David, todos los que esperan en ti, Dios mío, porque serán eternamente felices, y tú habitarás en ellos para siempre. El mismo profeta ha dicho: El que en el Señor espera se verá rodeado de su misericordia, protegido por ella, y a cubierto de todo peligro de perderse (Psal. XXXI, 10)

   ¿Qué grandes promesas no hacen las Santas Escrituras a todos los que esperan en Dios? ¿Nuestros pecados nos han conducido al borde de la condenación? El remedio es fácil: corramos con confianza a abrazar los pies de Jesucristo, dice el Apóstol, y conseguiremos el perdón de ellos. (Hebreo, IV 16). No aguardemos, para acudir  Jesucristo, a que esté sentado en el trono de la justicia, ahora es tiempo de acudir, ahora que está sentado en el trono de la gracia. San Juan Crisóstomo dice que nuestro Salvador tiene más deseo de perdonarnos que nosotros de ser perdonados.

   Pero, dirá un pecador: yo no merezco ser atendido si pido perdón. Yo le respondo; que si le faltan merecimientos, su confianza en la divina misericordia le obtendrá la gracia; porque este perdón no se funda en el mérito del pecador, sino en la promesa que Dios ha hecho de perdonar todos los que se arrepienten; por esto ha dicho Jesucristo: Todo aquél que pide, recibe (Lucas XI, 10). Un comentador del Evangelio explica la palabra Omnis, diciendo: sea justo, sea pecador, con tal que ruegue con confianza. Oigamos de la boca del mismo Jesucristo cuánto hace la confianza: Todo cuanto pidiéreis orando, creed  que os será concedido y os acontecerá (Marcos.  XI, 24).

   Los que por debilidad temen volver a caer en sus antiguos pecados, tengan confianza en Dios y no volverán a cometerlos. Como lo afirma el profeta: No será culpado ninguno de los que esperan en él (Psal XXXIII, 23). Isaías dice que los que esperan en Dios hallarán nueva fuerza (Isaías XL, 31). Seamos, pues, firmes en nuestra confianza, como dice San Pablo, porque Dios ha prometido proteger a todos los que esperan en él. Así, pues, cuando tengamos que vencer algún obstáculo muy superior a nuestras fuerzas, digamos: Todo lo puedo en aquél que me conforta (Phil. IV, 13.) ¿Quién ha esperado en Dios y se ha perdido? (Ecle, II, 11).

   Pero no busquemos, no exijamos siempre aquella confianza sensible que quisiéramos sentir, basta tener la voluntad de confiar en Dios. La verdadera confianza es querer confiar porque Dios es bueno y quiere ayudarnos; porque es omnipotente y puede ayudarnos; porque es fiel y lo ha prometido; y sobre todo aseguremos nuestra confianza en la promesa hecha por Jesucristo: En verdad, en verdad os digo, que os dará el Padre todo lo que le pidiéreis en mi nombre (Juan. XVI, 23). Pidamos pues a Dios las gracias por los méritos de Jesucristo, y obtendremos cuanto le pidamos.


   ¡Oh! eterno Dios: yo ya sé que soy pobre de todo; nada puedo y nada tengo que no me haya venido de vuestras manos. Así, pues, únicamente os digo: Señor, tened piedad de mí. Lo peor es que a mi pobreza he añadido el demérito de corresponder a vuestras gracias con las ofensas que contra vos he cometido; pero esto no obstante, espero de vuestra bondad esta doble misericordia, primero que perdonaréis mis pecados, y después que me concederéis la santa perseverancia con vuestro amor y con la gracia de pediros siempre que me ayudéis hasta la muerte. Yo solicito y espero todas estas gracias por los méritos de vuestro Hijo y de la bienaventurada Virgen María. ¡Oh Virgen María! mi protectora, socorredme con vuestros ruegos.

lunes, 11 de septiembre de 2017

Idólatras son, no ateos




   Pero si se quita a Dios y a Cristo del horizonte de la vida pública, se lo deberá sustituir por algo. Así lo afirma Dostoievski en su novela El adolescente: 

   “el hombre no puede vivir sin arrodillarse, no se soportaría, ninguno sería capaz de ello. Y si a Dios rechaza ante un ídolo se inclina, de madera de oro, o imaginario. Idólatras son no ateos.”

jueves, 7 de septiembre de 2017

LA INQUISICIÓN (esclarecimiento y cotejo) – Por Tomás Barutta S. D. B. (Parte III-A)




PRIMERA PARTE

LA INQUISICION

Bosquejo - ideológico e histórico

LA HEREJÍA Y SU REPRESIÓN
Iglesia y ortodoxia.

   El cristianismo no es invención humana sino religión revelada definitiva; no es una doctrina filosófica que deba perfeccionarse, sino un depósito divino que ha de guardarse fielmente y declararse infaliblemente (Concilio Vaticano I Constitución Dei Filius, cap. IV, 5.); no es un conjunto de conclusiones variables y cambiantes de la razón humana, sino una participación de la inmutable sabiduría divina. Dogmáticamente admite progreso doctrinal, pero sólo en la expresión o mejor formulación del dogma y en la explicitación de una verdad hasta entonces implícita, y, en el campo de la vida práctica, en la mayor valoración ascética de verdades ya conocidas.

   La Iglesia ha sido establecida por Cristo, su fundador, como custodio fiel, investigador asiduo, expositor auténtico e infalible y apóstol constante y ubicuo de la revelación divina    hasta el fin de los tiempos. Esta es una de sus misiones específicas; más aún, una de     las razones fundamentales de su existencia. Para que pudiera cumplirla, Cristo la constituyó sociedad perfecta, esto es, suprema e independiente en su género, dotada del triple poder legislativo, ejecutivo (y coercitivo) y judicial, y de todos los medios necesarios para el logro de sus fines. Integrada por hombres, es decir, por almas substancialmente unidas a cuerpos, que desarrollan en su seno no sólo una vida interior, invisible, espiritual y sobrenatural, sino también una vida exterior, visible, material, la Iglesia puede ejercer sobre sus miembros tanto coerción espiritual como temporal, exceptuada —según sentir de los canonistas— la pena capital, que repugna a su carácter de sociedad religiosa que no quiere “la muerte del pecador, sino que se convierta y viva”.

   El tesoro de la revelación es uno e indivisible. No se puede descalzar de él un solo elemento revelado sin        que toda la construcción se haga pedazos. Palabra divina, es objetivamente infalible, no admite negación ni duda. La Iglesia, a quien asisten promesas de indefectibilidad doctrinal, no puede en la interpretación de la palabra de Dios permitirse concesión alguna en pro del escepticismo o de un sentimental irenismo. Si, por un imposible, así lo hiciera, marcharía directamente a un sincretismo religioso, y perdería su específica fisonomía. Dejaría de ser religión divina para trocarse en creación puramente humana, destinada, como todas las cosas puramente humanas, a evolucionar sin cesar, dejando de ser constantemente. De allí que la más rígida intolerancia doctrinal sea deber estrictísimo de la Iglesia y razón y explicación de su supervivencia.

   Esto nos aclara el porqué, a lo largo de toda la historia, desde los días de su aparición —cuando era considerada por el Estado como sociedad ilícita— hasta nuestros tiempos de decantado liberalismo ideológico, la Iglesia haya vindicado para sí, como derecho exclusivo, la vigilancia sobre la ortodoxia de sus miembros, vigilancia indispensable y trascendente, que atañe primordialmente y como ordinaria incumbencia a sus supremos jerarcas, los obispos y el sumo pontífice.

   La Iglesia considera tan grave deber esta obra de profilaxis que jamás la ha descuidado ni descuidará, cualesquiera sean los riesgos que tal empeño le atraiga. Es que, en realidad, en esta función de vigilancia se asienta, como en uno de sus pilares fundamentales, la vida misma de la Iglesia, su unidad esencial, su fisonomía peculiar. Sin pureza de doctrina desaparecerían sus notas características de unidad y catolicidad; la Iglesia dejaría de ser una, católica, apostólica y romana, para trocarse en un conglomerado de sectas dispares, vinculadas a lo sumo por algún lazo moral, como más o menos sucede en el protestantismo.

   Ortodoxia es para la Iglesia sinónimo de principio de conservación. De allí que su defensa equivalga a lucha por la existencia. De aquí la gravedad social del delito de herejía. Prescindiremos de su aspecto dogmático (la herejía, doctrina errónea contra la fe auténticamente revelada) y moral (la herejía, pecado de infidelidad), para ceñirnos al aspecto canónico (la herejía, delito contra la estabilidad de la Iglesia).

La herejía, delito religioso.

   Por herejía se entiende toda doctrina directamente opuesta a uno de los dogmas, definidos o enseñados por la Iglesia como directamente revelados.

   Frente al patrimonio de la revelación divina el hereje hace una elección o selección; se queda con algunas verdades y rechaza otras, o las interpreta en forma distinta de la oficial eclesiástica.


   La herejía puede ser material o formal. Material es el error inconsciente o de buena fe; formal es la negación concierne y voluntaria de la verdad revelada. Por la herejía formal el hereje se levanta contra el magisterio de la Iglesia considerado como regla de fe. Esta oposición querida constituye la PERTINACIA, la que radica la razón de pecado; pertinacia que, llegando a la obstinación ante las repetidas amonestaciones de la Iglesia, dará particular gravedad y colorido al delito de herejía.

   La herejía puede ser interna o externa. Es interna la conservada en el fondo del espíritu sin manifestación exterior alguna. Es externa la que de cualquier manera se manifiesta exteriormente, por señales, escritos, palabras acciones. La herejía externa puede, a su vez, ser pública u oculta. Es pública la exteriorizada ante un número suficiente de testigos. Es oculta la no declarada delante de nadie, o sólo delante de un pequeño número de personas discretas.

   La Iglesia sancionará con sus penas sólo la herejía formal y externa; no se ocupará socialmente de la meramente interna ni castigará en forma alguna la puramente material. Particular empeño pondrá, como es natural, en reprimir la pública por los peligros de escándalo y proselitismo.

   Por su oposición directa a la fe la herejía es el más grave de todos los pecados, después del odio de Dios de que puede proceder. Constituye una soberana injuria directamente dirigida contra la autoridad divina, coloca al culpable fuera de la sociedad establecida por Jesucristo para la salvación de los hombres y, en consecuencia, fuera del camino que conduce normalmente al Paraíso.

   Como delito eclesiástico es asimismo el más grave, pues niego la  autoridad de la Iglesia, destruye la nota esencial de su unidad, se alza en rebelión o incita a los demás a la revuelta. EI hereje es, por lo tanto, en el seno de la Iglesia un auténtico revolucionario. Su obra es de lo más perniciosa contra la Iglesia como sociedad, y contra sus miembros como individuos, pues pretende arrebatarles la fe, pues es el más precioso de todos los bienes, ya que es fundamento y raíz de toda justificación y sin ella —al decir de la Sagrada Escritura— es imposible agradar a Dios ni salvar el alma.

   La gravedad y perniciosidad del delito de herejía nos explica el que la Iglesia haya empleado y siga empleando los más eficaces medios a su alcance para preservar la fe de sus miembros y su propia unidad interior. El actual derecho canónico (recordamos que la obra es de 1958) todavía señala contra la herejía no sólo las profesiones de fe y visitas episcopales, sino también la condena de libros y de proposiciones, la prohibición a los católicos de ciertas comunicaciones con los herejes, la excomunión, privación de oficios o beneficios eclesiásticos, de sepultura religiosa, etc.

   Es que la Iglesia no ignora que Cristo, enviando a los Apóstoles a predicar, impuso a  todos la obligación de creerles y vinculó a la fe la salvación, según las palabras traídas por san Marcos: “Id por el mundo universo y predicad el Evangelio a toda criatura. EI que creyere y fuere bautizado, será salvo; mas el que no creyere, será condenado” (XVI, Í5-16). No ignora tampoco que los Apóstoles tuvieron por la herejía la misma repulsión que el Divino Maestro. San Juan ve en ella la obra del Anticristo (I Juan. IV, 3) y prohíbe recibir y hasta saludar a los herejes (II Juan. 10). San Pedro y san Judas hablan de ellos con extrema energía (II Petr. II, 1-17; Jud. 4 ss.). San Pablo los anatematiza (Gal. I, 9) y entiende reprimirlos y domarlos con su poder espiritual (II Cor. X, 4, 6) a fin de no tener que abandonarlos a Satanás (I Tim. I, 19 ss.).

   Fiel, pues, a este mandato y a estos sentimientos, la Iglesia de todos los tiempos considera como deber primordial y sagrado la prevención y represión de la herejía. Resulta así la más intransigente de las iglesias, pues profesa la intolerancia de la verdad; pero, fiel a su carácter maternal, se esfuerza, al mismo tiempo, por derramar constantemente y doquiera las efusiones de su caridad (CF. Concilio Tridentino, ses. XIII. de reform., cap. I.)

La herejía, crimen público.