Por lo visto ya en la
época del gran moralista francés La
Bruyére era común mezclar, por pasatiempo, en la conversación palabras
ociosas. Por eso escribía el mismo: “Si
nos fijásemos seriamente en lo que se dice de frívolo, pueril y vano en las
conversaciones ordinarias, nos sentiríamos avergonzados de hablar o de
escuchar” (Caráteres: De la sociedad)
El lector creerá, sin duda, que si La Bruyére volviese a este mundo, nada
tendría que modificar en aquella apreciación y juicio, a menos que encontrase
en nuestros días muy inferiores el derroche de ingenio al que brillaba en las conversaciones
de su tiempo.
Si se me preguntase por qué dedico un
capítulo preferente a las palabras ociosas, responderé que éstas dan lugar u
ocasión a la mayoría de los pecados de la lengua. Es, por tanto, lógico y
oportuno empezar por señalar la causa que engendra estos pecados.
Comencemos por dar una idea exacta de la
palabra ociosa. ¿Se llama así porque
implica algún pecado, sea de murmuración, de indecencia o de mentira? De
ninguna manera. No está ahí la malicia de la palabra ociosa. Se le reprocha
solamente el ser superflua, innecesaria o inoportuna. Según la define San Gregorio,
“es una palabra que no está justificada ni por la necesidad ni por la
utilidad”.
Conviene,
con todo, evitar el exceso de severidad, puesto que ciertas palabras pueden
parecer ociosas y que, sin embargo, a los ojos de Dios son muy meritorias. La
intención es aquí un factor de capital importancia. Vemos, por ejemplo, que
una persona sostiene animada conversación con expresiones y palabras, al
parecer, superfluas; pues bien, si esa conversación la tiene con la sana
intención de hacer algún bien a su interlocutor o a un tercero, lo que parece
ociosidad reprensible resulta una acción meritoria y virtuosa. O también
observamos que tal persona habla detenidamente con un enfermo empleando
palabras, al parecer, inútiles, que podría omitir sin ningún inconveniente; ¿hay derecho a condenar en el acto,
diciendo que dicha persona pierde el tiempo en discursos estériles? Esto
sería adelantarse demasiado. ¿Quién me
asegura que su intención no es de entretener y distraer al enfermo en su
soledad, haciéndole olvidar un tanto sus penas? ¡Conversación bendita, digna de
alabanza, esa que, bajo las apariencias de charla inútil y vana, es de una
utilidad indiscutible con un fin generoso y noble!
Quede,
pues, bien sentado que la intención cuando es recta puede comunicar a una
conversación o palabra, al parecer ociosa, un mérito sobrenatural. No se
debe, por tanto, censurar a esa madre de familia que, en la mesa, por ejemplo,
cuenta historietas con gracia y agudeza para amenizar la comida de familia y
hacer la vida hogareña agradable al marido y a los hijos. ¿Qué otra cosa se quiere? No es posible ni conveniente la actitud
seria. Hablando constantemente de literatura, ciencia o historia, esa mujer
pasaría entre los suyos por una sabihonda insoportable; hablando de moral y
religión les haría el efecto de una monja malograda.
Es por cierto, digna de encomio la que
emplea su ingenio en amenizar honestamente con su charla las reuniones de
familia. El arte de narrar historietas se me antoja un arte moralizador y
cristiano en semejantes circunstancias. No deben, pues, calificarse de ociosas
las palabras de ese género purificadas por una intención laudable.
Reservemos el calificativo para la
charlatanería que no tiene justificación alguna, para la conversación fútil
movida únicamente por el prurito de hablar.
Definida de tal manera la palabra ociosa
constituye, indudablemente, verdadero pecado. De la boca del Supremo Juez
procede esta sentencia: “Yo os lo
aseguro: los hombres tendrán que rendir cuenta, el día del Juicio, de toda
palabra ociosa que hubiere salido de sus labios.” “Tenemos, pues dice Álvarez de
Paz—, un acto que está prohibido por una ley del mismo Dios; ¿y qué nombre
merece un acto semejante sino el de pecado? Por poco respeto que tengamos al
Espíritu Santo, que habita en nuestra alma, no hemos de querer contristar a ese
divino Huésped bajo el pretexto de que solamente le ofendemos en cosa ligera”.
(La mortificación exterior, cap. XII.)
Quizás preguntará el lector, ¿por qué razón se muestra Dios tan severo
por una palabra que en sí misma no parece contener malicia alguna? A lo que
San Basilio responde: “Al hablar sin utilidad propia ni del
prójimo se desvía la palabra del objeto que Dios, en el plan de su Providencia,
le tiene asignado. En vez de hacer de ella un instrumento para el bien, se la
hace servir para cosas fútiles. Se habla para no decir nada, y por esto mismo
es el acto reprensible”. (Moral,
cap. I, reg. 25, y Reg. Brev. Interrog., XXIII.)
¿Será
menester añadir que las palabras ociosas no constituyen pecado mortal? En
esa pendiente resbaladiza no es fácil detenerse, ciertamente, y sin darse uno
cuenta se llega hasta la maledicencia, la mentira, y más allá todavía; pero en
tales casos no son ya nuestras palabras simplemente ociosas: han servido, más
bien, como de introducción a pecados de especie totalmente distinta. En tanto que dichas palabras no hayan
pasado de charla inútil no serán más que faltas veniales.
Esfuérzanse
los moralistas en poner de manifiesto la funesta fecundidad de la palabra
ociosa, la facilidad con que degenera en otros muchos pecados graves, lo cual
es una de las razones que ellos invocan para ponernos en guardia contra toda
conversación inútil. Pero, cuando se trata de determinar qué pecado
constituye la palabra ociosa que no llega a calumnia, a obscenidad o
maledicencia, no hay duda alguna en calificarla entre las faltas leves.
“El tiempo es oro”;
tal reza un axioma americano. Modifiquemos un tanto la frase, y digamos que el tiempo
es el oro con que se compra la eternidad.
Con esta denominación más
cristiana la máxima es de una verdad incontestable. Nosotros somos los
artesanos libres de nuestro eterno destino, y el buen uso del tiempo es el
único medio de que disponemos para el éxito de la empresa. ¿Dónde está, pues, nuestra savia previsión, cuando perdemos en
conversaciones inútiles ese tiempo tan precioso? No lo dudemos: Dios nos
pedirá cuenta de cada una de las horas, minutos y segundos que hubiéramos
vivido en la tierra. ¿Habrá muchos de
entre nosotros que puedan entonces decir al Señor: “Ni un solo instante de mi
vida he dejado de emplear conforme a vuestra voluntad y utilizar en orden a mi
eterna salvación”?
Haga de cuenta el lector que se halla en los
últimos momentos de su vida. Dios le pone ante su vista, en rapidísima visión,
todos los actos de su existencia, y ve cada uno de los días con el empleo
detallado que ha hecho del tiempo. Cuenta las horas que ha desperdiciado en charlas
inútiles, y, aterrorizado de espanto, siente amargamente no haber dado a su
vida una dirección más acertada y seria. ¡Ah,
si pudiese volverla a empezar! Aleccionado por la propia experiencia, de
aquellos días que se le representan horriblemente vacíos haría unos días llenos
de mérito para la eternidad. Pero ¡ya es
tarde; el mal es irremediable: el tiempo que ha perdido en vanidades frívolas
no le pertenece ya, y la muerte hará pronto en él su presa para presentarle al
Supremo Juez!...
No obstante aún le resta un medio infalible
de librarse de aquellos terrores supremos: el de reparar desde hoy su pasado,
fijarse en él con plena reflexión, y confesar con sinceridad la pérdida
lamentable de tanto tiempo en visitas interminables y conversaciones pueriles.
Previniéndose contra el desaliento que semejantes comprobaciones pudieran
engendrar ponga en seguida manos a la obra, y tome la resolución firme,
decidida, de organizar mejor su vida, cumplirla mejor, y emplear mejor el
tiempo, gran factor de su eternidad.
Deseo dirigirme ahora a las almas que
observan alguna práctica de vida interior, para hacerles presente que la
intemperancia de la lengua es el gran enemigo del recogimiento. Un Santo ha
comparado las gracias especiales que Dios derrama en las almas escogidas a un
perfume precioso que pronto se evapora si el vaso que lo encierra tiene alguna
hendidura, y con mayor razón si no está bien cerrado. Pues bien, entregarse a
una conversación inútil ¿qué es sino
iniciar la disipación del espíritu y dejar evaporarse el tan delicado perfume
que se llama la gracia de la devoción?
En efecto, todos saben que en la soledad y
en la hora del silencio es cuando Dios acostumbra visitarnos.
¡Y después nos quejamos de lo mucho que
nos cuesta conservar la presencia del divino Huésped en medio de las actividades
exteriores que el propio estado nos impone! ¿Y qué sería si, cediendo al afán y
prurito de hablar, fuésemos nosotros mismos en busca de las distracciones?
Mientras dura la conversación ociosa tenemos la espalda vuelta al Señor,
rehuimos su compañía, y El, ofendido por semejante descortesía, nos deja a su
vez también para comunicarse con otras almas que le proporcionen mejor acogida.
Muchas de las personas piadosas que leen
esta obra, ¿no hallarán en las
precedentes líneas la explicación de la sequedad y aridez que padecen, y de las
bruscas variaciones de temperatura espiritual, cuya causa tratan inútilmente de
investigar? ¡Dios se ha mostrado tan bueno con ellas en la comunión de ayer, y
parece hoy sordo a todos los llamamientos, insensible a todas las súplicas!
Todo ello es cierto; pero recuerden esas personas que, en vez de guardar en su
alma, como en vasija muy cerrada, el perfume de la comunión, le han permitido
evaporarse por todos los caminos que han andado, en todas las puertas adonde
han llamado y en todas las conversaciones ociosas que han ocupado el día
entero. Conviene, pues, que reflexionen atentamente sobre esto: si no procuran guardar a Dios dentro de sí
mismas con todo celo y cuidado, irán
omitiendo lentamente sus prácticas piadosas y su vida espiritual quedará
reducida a una medianía.
Yendo ahora a ciertos detalles prácticos, yo
os aconsejo, cristianos lectores, un serio examen de conciencia sobre el tiempo
que dedicáis a vuestras visitas. Os confieso que me quedo asombrado cuando me
hablan de una visita de pura cortesía, que ha durado una hora y alguna vez más
aún. ¿Qué se puede hablar de útil o
interesante en toda una hora? Una de dos: o la
conversación se alimenta de críticas malévolas, o degenera en una charla tan
insulsa como enojosa.
La hipótesis que se verifica las más de las
veces, es como lo saben muy bien mis lectores, la primera. Existen, no obstante,
personas que discurren el medio de hablar de todo en una tarde sin faltar a la
caridad. Pero ¡qué agradable
conversación la suya! ¡Una charla tan pesada y soporífera que llama al sueño!
¿Hay algo más fastidioso que esa manera de narrar con lujo de detalles los
hechos más insignificantes? Esos conversadores incansables, para referir
una simple excursión que no ofrece el menor interés, emplean más tiempo que si
se tratase de un viaje alrededor del mundo. ¡Desgraciado de aquel sobre quien caiga y no tenga más remedio que
aguantar y sufrir semejante aluvión! Una conversación de este género, así
prolongada, le causará tanto fastidio y molestia como la intensa fiebre que se
padece durante una larga noche. “Si los
charlatanes —decía un antiguo— sufriesen tanto como ellos hacen sufrir, se
curarían para siempre de toda comezón de hablar.”
Estoy convencido de que ninguno de mis
lectores comete la indiscreción de eternizar en esa forma sus visitas. Pero,
sin llegar a semejante extremo, ¿no es
verdad que son muchos los que en esto se propasan? Esas relaciones de
simple cortesía o de amistad son muy legítimas, indudablemente; pero no deben
usurpar el tiempo que se necesita para cumplir debidamente con las obligaciones
del propio estado. Además, las tales relaciones a nadie dispensan de la regla
precedente, relativa a las palabras ociosas. Ni con los amigos ni en ninguna
parte se debe prolongar una conversación cuya utilidad no se halle justificada.
Cuando
aconseja un confesor a sus penitentes más actividad espiritual, ejercicios de
piedad más numerosos y prolongados, no falta de entre ellos quien se resista e
invoque sus ocupaciones, verbigracia, de madre de familia, ama de casa, etc.
Pues bien, la manera de conciliar las diferentes ocupaciones con las exigencias
de una vida bien ordenada y piadosa consiste, las más de las veces, en abreviar
las visitas, haciéndolas durar, por ejemplo, un cuarto de hora, en vez de media
o de una hora. Semejante reforma, al parecer insignificante, comunicaría a
la vida espiritual una fecundidad asombrosa. No hay para qué decir que
reduciría notablemente el número de las palabras ociosas y, por consiguiente,
la deuda que, por este concepto, se hubiere contraído ante Dios.
Creo
no salir del asunto si recomiendo al piadoso lector un arte que muy pocas
personas practican en la conversación: el de
escuchar. ¡Cuántos hay que al hablar se fijan únicamente en lo que van a decir y
no prestan ninguna atención a lo que se habla en su presencia! Consciente o
inconscientemente tratan con desdén lo que es ajeno a su iniciativa, dándolo
bien a entender con su actitud de distraídos y preocupados. Tal manera de proceder no podrá menos que
hacerlos repulsivos y odiosos, los acreditará de locuaces empedernidos, y sus
conversaciones formarán grandes sartas de palabras ociosas. Esa clase de
personas, que no saben escuchar y quieren hablar siempre, con su pretensión de
brillar, hacer ruido, llamar la atención y atraerse la admiración del público,
no consiguen sino poner en evidencia la cortedad de sus alcances y excitar la
compasión de las gentes más sensatas y menos maliciosas. La Rochefoucauld, que, a juzgar por su estilo nervioso y
conciso, no debía de ser partidario de semejante sistema, ha dejado escrito: “El carácter distintivo de los grandes
talentos consiste en expresar con pocas palabras muchas cosas; y, por el
contrario, los que son cortos de alcance tienen el don de hablar mucho y de no
decir nada”. (Máximas, N° 142.)
El P. Saint-Jure aconseja
que las visitas de una mujer cristiana se diferencien de las que podría hacer
una mujer pagana; las de aquélla han de tener un carácter sobrenatural por el
fin que se proponga en el curso de la conversación. Escuche el lector piadoso
los sabios consejos de este excelente maestro de la vida espiritual. “Es preciso
—escribe— que nuestras visitas se inspiren, no en la inclinación de la
naturaleza, sino en el buen deseo de ayudar al prójimo, ni han de hacerse por
mero pasatiempo. Para ello convendrá tener en cuenta tres cosas: la primera,
procurar que la visita redunde en beneficio de aquel a quien se visita, rogando
a Dios que bendiga semejante propósito. La segunda, sostenerla con la debida
consideración y prudencia, aprovechando cualquier ocasión que se presente de
hablar de cosas piadosas, y no perder la presencia de Dios, sino dirigir hacia
El la conversación. La tercera, hacer después un breve examen para ver cómo se
ha portado en la visita: si se procedió con recta intención y sirvió de ejemplo
edificante; si fué inútil o superflua, libre en palabras o gestos,
excesivamente larga y mezclada de faltas, que habrán de corregirse
prontamente”. (Conocimiento y
amor de Jesucristo, lib. 3°, capítulo XI.)
Un lugar existe donde las palabras ociosas merecen la más
severa censura: el templo. Es necesario guardar muy rigurosa cautela
en toda conversación sostenida, aun por breve tiempo, en la casa de Dios. Y no
se alegue el motivo de la utilidad de esa conversación: nunca será la iglesia
lugar indicado. Si hay cosas útiles que decir y no puede hacerse en brevísimas
palabras, ¿por qué no retirarse del
templo para ello? Un incrédulo que viese a los creyentes conversar de esa
manera en el lugar santo tendría derecho a preguntar si aquéllos creen de
verdad en la presencia real de su Dios.
Cuantos
que practican la verdadera piedad deben también abstenerse de las palabras
ordinarias y triviales que suelen dirigirse las personas cercanas estando en la
iglesia, palabras y frases perfectamente inútiles y de mal ejemplo. Aprendan,
pues, las personas piadosas a prescindir por completo de toda conversación en
el templo, fuera de necesidad o utilidad manifiesta, evitando siempre la menor
ocasión de irreverencia o escándalo. La iglesia es lugar de oración: las
trivialidades que serían tolerables en un salón no pueden serlo en la casa de
Dios.
“MONSEÑOR
LEJEUNE”
AÑO
1947
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