Si Jesucristo ensenó y predicó alguna vez que había infierno, o
si ha sido éste invención de curas y de frailes.
FRANCISCO:
–– No sé, querido Adolfo, dónde podrás encontrar autoridades de mayor peso... Con
todo, ya que así lo quieres voy a citarte otra irrefragable, que dudo te
atrevas a rehusar.
ADOLFO: — ¿Qué autoridad es ésa? Porque yo, tratándose de que le tuesten a
uno, las rechazo todas, todas, todas.
FRANCISCO:
— La de aquel mismo que con su palabra divina creó aquella cárcel tenebrosa, y al
imperio de su voz encendió las llamas eternas para castigo de los réprobos.
ADOLFO: — ¡Eso es mucho afirmar!
FRANCISCO:
—Es la pura verdad, y lo vas a ver claro como la luz del sol.
ADOFLFO: —Veámoslo,
pues.
FRANCISCO:
— De los librepensadores, por lo menos aquí en España, muchos quieren pasar
plaza de cristianos, y aun de buenos católicos...
ADOLFO: —Yo
soy uno de ellos, y me tengo por tan buen cristiano como el mejor. Bien: ¿y qué?
FRANCISCO:
—Que Jesucristo, cuya divinidad supongo que admites, y si no yo te la probaré
en otra conversación, nos asegura en muchos lugares del Evangelio que hay
infierno, y me parece que él debe saberlo mejor que los libre pensadores, que
niegan el infierno; porque claro es que no os conviene que lo haya.
ADOLFO: —Te agradeceré me declares dónde y
con qué ocasión asegura Jesucristo eso del infierno como lo entienden los
curas. Fíjate bien.
FRANCISCO:
—Escucha, amigo mío, y piénsalo bien, porque te importa. Refiérenos el sagrado Evangelio
que, cuando el divino Maestro iba recorriendo los pueblos de la Judea y
predicando en todas partes su doctrina de salvación y de vida, contó en una de
sus conferencias esta instructiva historia
“Vivían
a un mismo tiempo, y en el mismo lugar, un hombre muy acaudalado y otro muy pobre,
llamado Lázaro; y en tanto que aquél vestía púrpura y lino finísimo, y comía
regaladamente, celebrando espléndidos banquetes, éste, harapiento y
desarrapado, y cubierto de llagas, yacía a la puerta del epulón; y deseando
saciarse con las migas que caían de la mesa del rico, no hallaba quien se las
diera, ni encontraba allí otro alivio más que el que viniesen los perros y le
lamiesen las llagas.” Sucedió en esto que murieron entrambos;
y al paso que Lázaro fué llevado por los ángeles a gozar dicha sin fin en el
seno de Abraham, el ricachón fué sepultado en los abismos del infierno. El
infeliz, sumido en aquel mar de tormentos, cuando, levantando los ojos, vió a
lo lejos a Abraham y a Lázaro rebosando satisfacción, exclamó diciendo: —“¡Padre Abraham, compadécete de mí!
Envíame a Lázaro, que venga a refrescar mi lengua con una gotita de agua,
porque me abraso en estas llamas.” Respondióle Abraham: — “Hijo, acuérdate que durante tu vida recibiste bienes en abundancia,
y que no tuviste compasión de los pobrecitos, y Lázaro sufrió con dulce
paciencia y resignación los males que le cercaban; justo es que él reciba premio
por su conformidad, y tú el debido tormento por tu falta de misericordia. Fuera
de que media entre nosotros y vosotros un abismo insondable, de suerte que del
todo es imposible vadearlo.” Ruégote, pues, ¡oh
padre!, —replicó el rico,— que lo envíes a mi casa, donde tengo cinco hermanos, aún de que los amoneste que no sigan mi mal ejemplo,
no sea que tengan ellos también la
desgracia de venir a caer en este
lugar de tormentos. Contestóle Abraham: —Tienen a Moisés y a los
Profetas; que practiquen sus enseñanzas. —No basta
eso, padre Abraham, —dijo el condenado; pero si alguno de los muertos fuese
a ellos, entonces harán penitencia. Repuso Abraham:
— Si no escuchan a Moisés ni a los Profetas,
que se creen inspirados por Dios, aun cuando
uno de los muertos resucitase y fuese a predicarles,
tampoco le darían crédito, sino que lo atribuirían a magia y hechicería, como lo hacen con otros milagros.
ADOLFO: —Pero, hombre, tengo entendido que
lo que acabas de contar no es historia, sino apología o fábula; y vamos, que
todo eso debe ser algún cuentecillo para meter miedo a la gentecilla crédula...
FRANCISCO:
—Habla con más respeto de la palabra de Dios, y no por sacudirte la moca
eches a broma lo que es muy serio. ¿Crees tú que Nuestro Señor Jesucristo se
ponía contar cuentos para entretener a los ociosos?
No, y mil veces no. Él, la Verdad
increada, no podía engañarse ni engañarnos. Usaba, si, parábolas a semejanzas
para explicar las eternas verdades al pueblo; pero no es una horrible blasfemia
suponer que todas ellas no encerraban verdades infalibles. Así, la parábola del
rico epulón, sea fábula, sea historia, incluye la misma enseñanza y demuestra
claramente que Jesús predicaba las penas el infierno, y que no hay tu tía (expresión que significa “no hay remedio”): O
decir que Jesucristo no era Dios, o apechugar con ese dogma, que es el que
crispa los nervios de todos los que no andan derechos; por eso darían una oreja
por destruirlo con sus sofismas o sus necedades. Y si eso te parece poco, allá van más testimonios, ya que
esta materia tiene miga y hay que
clavetearla bien...
ADOLFO: — Escucharélos con interés.
FRANCISCO:
— Pues oye los siguientes copiados de sus libros canónicos, y falla con
imparcialidad. En el libro de los Números se narra la rebelión de los hijos de Coré,
Datán y Abirón contra Moisés, y las blasfemias en que prorrumpieron contra las
disposiciones del Altísimo, y después añade que, en castigo de tales crímenes,
se hundió la tierra bajo sus pies, y abriendo su boca se los tragó... y cubiertos
de tierra bajaron vivos al INFIERNO.
Y en el libro de los Proverbios, capítulo V,
se escribe: “No te dejes llevar de las lisonjas
de la mala mujer... pues sus dejos son amargos como ajenjos y penetrantes como espada
de dos filos: sus pies corren a la muerte, y sus pasos van a parar en el infierno.”
Ahí puedes saborear, entre otros muchos que
te pudieran citar, estos dos lugares, para que te persuadas de que la creencia
en el infierno era cosa común entre los hijos de Israel.
Y para que no alimentes en punto de tanta
importancia la menor duda, medita este otro pasaje del libro de la Sabiduría: “Entonces, dice, los justos se levantarán con
gran valor en contra de aquellos que los angustiaron y robaron el fruto de sus
fatigas; a su vista se apoderará de los malos la turbación y un temblor
horrendo, y se asombraran de la repentina glorificación de aquéllos, gloria en
que ni esperaban, ni creían; y despechados, y arrojando gemidos de su
angustiado pecho, dirán dentro de sí: Mirad, esos son los que en otro tiempo
fueron el blanco de nuestros ludibrios (burla cruel) y escarnios; esos, a
quienes mirábamos con desprecio y vilipendio... ¡Locos de nosotros! Parecíanos
su tenor de vida una necedad, y su muerte una ignominia... ¡Todo pasó como
sombra! Así discurren en el infierno los pecadores.”
ADOLFO: —Si la memoria no me es infiel,
este mismo trozo nos recitó con gran energía el predicador de ayer noche. Cree
que, a pesar mío, todavía siento el cosquilleo que me causaron las tales
palabritas...
FRANCISCO:
—Ahora, para no dejar casi sin mención el Nuevo Testamento, te recordaré que se
encuentran en él muchos textos en los cuales se nos asegura con toda sencillez
y llaneza que después de la muerte irán los buenos a recibir el galardón de sus
virtudes, y los malos al infierno en castigo de sus culpas. Y al describir el
evangelista San Mateo el día del
juicio, expresa la sentencia que Jesús, juez de vivos y muertos, lanzará contra
los réprobos, diciendo: “Id, malditos,
al fuego eterno, criado para castigo de Satanás y de sus secuaces.”
Advierte que en ese pasaje contrapone nuestro Señor la eternidad del cielo a la
del infierno; luego una de dos: o no hay gloria o no hay infierno, y lo que
dure lo uno durará el otro. ¿Quieres
todavía autoridades de mayor peso?
ADOLFO: —Hombre,
basta, basta de autoridades, que me vas a recitar toda la Biblia, y veo que tienes
razón, y que para negar que hay infierno es preciso empezar negando la palabra de
Dios. Pero repito lo que te decía al principio. ¿Quién ha vuelto del otro mundo?
¿Más que todo eso no probaría la venida al
mundo de un condenado? ¿Y quién ha venido jamás? El muerto al hoyo y el vivo al
bollo.... (ESTE DIÁLOGO SEGUIRA EN EL CAPÍTULO III).
Tomado
de una publicación de “APOSTOLADO DE LA PRENSA” Año 1892.
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