En consecuencia, hemos
de rezar, en primer lugar, viam ut
videamus, para que veamos el camino y con la Iglesia podamos decir a Dios: “De la ceguera del corazón, líbranos,
Señor” (Cfr. Eph 4,19¿8.). Y con el profeta cuando dice: “Enséñame a hacer tu voluntad” (Ps 142,
10.) y también: “Muéstrame tus
caminos y enséñame tus senderos” (Ps 24, 4.).
Después, desearemos con toda nuestra alma
correr tras de Ti, oh Dios, en el olor de tu ungüento y en la dulce fragancia
de tu espíritu. Si languidecemos en nuestra marcha (como casi siempre ocurre) y quedamos rezagados, tan distantes que
difícilmente conseguimos seguirle desde lejos, acudamos a Dios de inmediato
diciéndole: “Coge mi mano derecha” (Ps 72, 24.) Y “Guíame
a lo largo del camino” (Ps 5, 9.)
Si vencidos por el cansancio apenas tenemos
ya fuerza para continuar, o si tanta es la pereza y blandenguería que estamos a
punto de pararnos, pidamos a Dios que, por favor, nos arrastre aunque opongamos
resistencia. Finalmente, si tanto resistimos, y contra la voluntad de Dios y
nuestra propia felicidad, nos empeñamos, tercos y duros de mollera, como
caballos y burros que carecen de inteligencia, debemos humildemente pedir a
Dios con las muy adecuadas palabras del profeta: “Sujétame bien fuerte con el freno de la brida y golpéame cuando no
marche cerca de Ti” (Ps 31, 9.)
La ilusión por la oración es lo primero que
hemos de buscar cuando nos veamos atrapados por la tibieza y la desidia; pero
en esa situación del alma no apetece rezar por nada que no deseemos recibir (ni siquiera aunque nos sea muy útil). Por
esta razón, si tenemos un poco de sentido común, deberíamos contar con esta
debilidad por anticipado, deberíamos preverla antes de caer en ese enfermizo y
penoso estado espiritual. En otras palabras, deberíamos derramar sin cesar
sobre Dios jaculatorias y oraciones como las que acabo de mencionar, implorando
con humildad que, si en algún momento, viniéramos a pedir algo que no nos es
conveniente, impulsados por los atractivos de la carne, o seducidos por los
espejuelos de los placeres, o atraídos por el anhelo de las cosas terrenales, o
trastornados por las insidias y maquinaciones del diablo, se haga sordo a
nuestra petición y aleje aquello por lo que rezamos, derramando sobre nosotros
todo aquello que Él sabe nos hará bien, aunque mucho le pidamos lo aparte de
nuestra vida.
Nada de particular ni de extraño tiene esta
conducta. Es bien lógica. En efecto, así nos comportamos de ordinario (si tenemos un poco de inteligencia)
cuando estamos a punto de coger una fiebre maligna. Advertimos y avisamos por
adelantado a quienes nos van a cuidar durante la enfermedad que, aunque se lo
supliquemos, no nos proporcionen en absoluto aquello que nuestra enfermiza
condición nos hará desear aunque sea nocivo para la salud e, incluso, vaya a
empeorar la fiebre.
Estamos a veces tan dormidos en los vicios
que ni siquiera queremos despertarnos ante las llamadas y sacudidas de la
misericordia divina, y regresar a la práctica de las virtudes. Nosotros mismos
somos la causa de que Dios se aleje abandonándonos en nuestra vida viciosa. A
algunos los deja de tal manera que ya no vuelve a ellos; a otros les deja
dormir hasta otro momento, según lo vea más oportuno en su admirable bondad y
en la profundidad inescrutable de su sabiduría. La conducta de Cristo cuando
regresó a ver qué hacían los Apóstoles ofrece un buen ejemplo de esto. No
habían querido permanecer despiertos, sino que se durmieron inmediatamente.
Cristo, por tanto, los dejó y se marchó: “dejándolos
se volvió y oraba con las mismas palabras: Padre, si quieres, aparta de mí este
cáliz, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya”.
Reza y pide otra vez por lo mismo. Una vez
más añade la misma condición, y de nuevo nos da ejemplo, mostrando que cuando
estamos en gran peligro (aunque sea por
el honor de Dios) no podemos pensar que sea inoportuno pedir urgentemente a
Dios que nos procure una salida. Incluso es posible que permita seamos llevados
a tales dificultades, precisamente porque el miedo al peligro nos hará ser más
fervientes en la oración, cuando quizás la prosperidad nos había enfriado. Esto
es particularmente cierto si se trata de un peligro corporal, pues muchos de
nosotros no estamos demasiado preocupados con los peligros que afectan al alma.
Fuera del caso de quien es inspirado y fortalecido
por Dios para sufrir martirio, toda otra persona que se preocupa, como debe
ser, de su alma, tiene suficientes motivos para temer que se cansará tanto bajo
tal peso que acabará sucumbiendo. Sólo conoce que debe sufrir martirio quien ha
experimentado esa llamada de un modo inenarrable, o bien, lo ha juzgado así por
indicaciones y datos apropiados. De lo que se deduce que, para evitar aquella
misma excesiva confianza que Pedro
tenía de sí, ha de rezar cada uno diligentemente para que Dios, en su bondad,
le libre de un peligro tan grande para su alma. Con todo, se ha de insistir una
y otra vez en que nadie ha de rezar pidiendo escapar tan totalmente del peligro
que ya no quede en su ánimo el deseo de abandonar el asunto en Dios, dispuesto
a cumplir con esmerada obediencia todo cuanto Dios haya dispuesto para él.
Estas son algunas de las razones por las que
Cristo nos dejó este ejemplo de oración tan aprovechable para nosotros: que Él
se hallaba tan lejos de necesitar tal petición como la tierra dista del cielo.
En cuanto Dios, no era inferior al Padre; no sólo su poder, sino también su
voluntad, se identificaban con la del Padre. En cuanto hombre, su poder era
infinitamente menor, pero todo el poder, en el cielo y en la tierra, le fue
finalmente entregado por el Padre. Aunque su voluntad humana era distinta a la
del Padre, estaba en tal grado de conformidad con ella que jamás hubo
desacuerdo alguno. Acepta, por tanto, sufrir amarga muerte en obediencia a la
voluntad del Padre, y al mismo tiempo, se muestra hombre verdadero, pues la
sensibilidad toda de su cuerpo reacciona ante la muerte con horror. Su oración
expresa muy vívidamente tanto el miedo como la obediencia: “Padre”, decía, “si quieres aparta
de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya”. Y que sus
facultades mentales nunca rehuyeron suplicio tan horroroso, sino que
permanecieron obedientes al Padre hasta la muerte y muerte de cruz, es algo que
muestran sus obras (las que siguieron en
su pasión) con mayor claridad todavía que sus palabras.
Al mismo tiempo, sus sentimientos eran
abrumados con un intenso terror ante la inminente pasión, como lo prueban las
palabras que siguen en el evangelio: “Se
le apareció un ángel del cielo para confortarle” (Luc 22, 43). ¡Qué, grande hubo de ser su angustia que un
ángel tuvo que venir del cielo para darle ánimo!
Al leer este pasaje no puedo dejar de asombrarme
ante la estupidez de quienes afirman ser del todo inútil buscar la intercesión
de un ángel o de un santo difunto. Vienen tales a decir que podemos dirigirnos
con confianza a Dios mismo; no sólo porque está más cerca nuestro que todos los
ángeles y santos juntos, sino también porque tiene poder de darnos más, y desea
hacerlo así mucho más que todos los santos del cielo, cualesquiera que sean.
Son argumentos tan triviales e infundados
que sólo expresan el disgusto y la envidia de quienes así hablan por la gloria
de los santos. Mientras éstos, por su parte, han de estar con razón disgustados
con tales hombres que se esfuerzan por demoler el homenaje de amor que damos a
los santos y la asistencia protectora que nos prestan. ¿Por qué estos desvergonzados no razonan de la misma manera en este
pasaje, diciendo que el esfuerzo del ángel por consolar a Cristo salvador era
completamente inútil y vano? ¿Qué ángel podría ser tan poderoso como Cristo?
¿Qué ángel estaba tan cercano a Dios como lo estaba El, si Cristo era Dios?
Lo cierto es
que, de la misma manera que quiso sufrir tristeza y angustia por nuestra causa,
quiso también tener un ángel para ser consolado. Refutaba así los
argumentos sin sentido de esos individuos, al mismo tiempo que declaraba ser
hombre verdadero: porque así como los ángeles le sirvieron como Dios al
triunfar sobre las tentaciones del demonio, también ahora un ángel vino a
consolarle como hombre mientras avanzaba hacia la muerte. Nos llenó así de
esperanza sabiendo que, si estando en peligro nos dirigimos a Dios, no nos
faltará consolación, con tal de que no recemos perezosa y rutinariamente sino
con un ruego que salga de lo más profundo del corazón, tal como vemos a Cristo
en este pasaje.
“LA
AGONÍA DE CRISTO”
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