Este
día meditarás en las penas del infierno, para que con esta meditación también
se confirme más tu ánima en el temor de Dios y aborrecimiento del pecado.
Estas penas, dice San Buenaventura, se
deben imaginar debajo de algunas figuras y semejanzas corporales que los santos
nos enseñaron. Por lo cual será cosa conveniente imaginar el lugar del
infierno (según él mismo dice) como un lago oscuro y tenebroso, puesto debajo
de la tierra, o como un pozo profundísimo lleno de fuego, o como una ciudad
espantable y tenebrosa, que toda arde en vivas llamas, en la cual no suena otra
cosa sino voces y gemidos de atormentadores y atormentados, con perpetuo llanto
y crujir de dientes.
Pues en este malaventurado lugar se padecen
dos penas principales: la una que llaman de sentido y la otra de daño. Y cuanto
a la primera, piensa cómo no habrá allí sentido alguno dentro ni fuera de ánima
que no esté penando con su propio tormento, porque así como los malos
ofendieron a Dios con todos sus miembros y sentidos y de todos hicieron armas
para servir al pecado, así ordenará el que cada uno de ellos pene con su propio
tormento y pague su merecido. Allí los
ojos adúlteros y deshonestos padecerán con la visión horrible de los demonios.
Allí las orejas que se dieron a oír mentiras y palabras torpes, oirán perpetuas
blasfemias y gemidos. Allí las narices amadoras de perfumes y olores sensuales,
serán llenas de intolerable hedor. Allí el gusto que se regalaba con diversos
manjares y golosinas, será atormentado con rabiosa hambre y sed. Allí la lengua murmuradora y blasfema será
amargada con hiel de dragones. Allí
el tacto amador de regalos y blanduras, andará nadando en aquellas heladas,
dice Job, del río Cocyto, (lamentación, río del hades) y entre los ardores y llamas del fuego. Allí la imaginación padecerá con la
aprensión de los dolores presentes; la memoria, con la recordación de los
placeres pasados; el entendimiento, con la representación de los males
venideros, y la voluntad, con grandísimas iras y rabias que los malos tendrán
contra Dios. Finalmente, allí se
hallarán en uno todos los males y tormentos que se pueden pensar, porque, como
dice San Gregorio, allí habrá frío que no se pueda sufrir, fuego
que no se pueda apagar, gusano inmortal, hedor intolerable, tinieblas
palpables, azotes de atormentadores, visión de demonios, confusión de pecados y
desesperación de todos los bienes. Pues dime ahora: si el menor de todos estos
males que hay acá se padeciese por muy pequeño espacio de tiempo, sería tan
recio de llevar, ¿qué será padecer allí en un mismo tiempo toda esta muchedumbre
de males en todos los miembros y sentidos interiores y exteriores, y esto no
por espacio de una noche sola, ni de mil, sino de una eternidad infinita? ¿Qué
sentidos? ¿Qué palabras? ¿Qué juicio hay en el mundo que pueda sentir ni
encarecer esto cómo es?
Pues
no es ésta la mayor de las penas que allí se pasan: otra hay sin comparación
mayor, que es la que llaman los teólogos pena de daño, la cual es haber de
carecer para siempre de la vista de Dios y de su gloriosa compañía, porque
tanto es mayor una pena, cuanto priva al hombre de mayor bien, y pues Dios es
el mayor bien de los bienes, así carecer de él será el mayor mal de los males,
cual de verdad es éste.
Estas son las penas que generalmente
competen a todos los condenados. Mas allende estas penas generales, hay otras
particulares que allí padecerá cada uno conforme a la calidad de su delito. Porque
una será allí la pena del soberbio, y otra la del envidioso, y otra la del
avariento, y otra la del lujurioso, y así los demás. Allí se tasará el dolor
conforme al deleite recibido, y la confusión conforme a la presunción y
soberbia, y la desnudez conforme a la demasía y abundancia, y el hambre y sed
conforme al regalo y la hartura pasada.
A todas estas penas sucede la eternidad del padecer,
que es como el sello y la llave de todas ellas, porque todo esto aún sería
tolerable si fuese finito, porque ninguna cosa es grande si tiene fin. Más pena
que no tiene fin, ni alivio, ni declinación, ni disminución, ni hay esperanza
que se acabará jamás, ni la pena, ni el que la da, ni el que la padece, sino
que es como un destierro preciso y como un sambenito irremisible, que nunca
jamás se quita; esto es cosa para sacar de juicio a quien atentamente lo
considera.
Ésta es, pues, la mayor de las penas que en
aquel malaventurado lugar se padecen; porque si estas penas hubieran de durar
por algún tiempo limitado, aunque fuera mil años, o cien mil años, o, como dice
un Doctor, si esperasen que se habían de acabar en agotándose toda el agua del
mar Océano, sacando cada mil años una sola gota del mar, aun esto les sería
algún linaje de consuelo. Mas esto no es así, sino que sus penas compiten con
la eternidad de Dios, y la duración de su miseria con la duración de su divina
gloria; en cuanto Dios viviere, ellos morirán, y cuando Dios dejare de ser el
que es, dejarán de ser ellos lo que son; pues en esta duración, en esta eternidad
querría yo, hermano mío, que hincases los ojos de la consideración, y que (como
animal limpio) rumiases ahora este paso dentro de ti, pues clama en su
Evangelio aquella eterna verdad, diciendo: El cielo y la tierra faltarán; mas
mis palabras no faltarán.
“TRATADO
DE LA ORACIÓN Y LA MEDITACIÓN”
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