Todo eso será verdad, pero mi razón protesta la ciencia, de...
de... de...
FRANCISCO:
—Basta con lo dicho, y no tartamudees más, querido Adolfo. ¡Qué razón ni qué calabazas! Las pasiones son las que rechazan el infierno. ¿Pero la razón? ¡Pues qué! ¿Los que creemos en él somos irracionales?
¿Lo eran los santos y los sabios todos del Catolicismo? ¡Qué diantre! (Qué demonios). Estáis siempre a vueltas con la razón los que tenéis de
ella la cantidad indispensable para
ser hombres, y no hacéis caso de
usar bien de ella para discurrir.
Dime: ¿No tenemos todos, civilizados y
bárbaros, grabada en nuestros corazones una ley que nos manda adorar a Dios
Criador, amar al prójimo como a nosotros mismos; que nos veda blasfemar el santo
nombre del Señor y no causar a nuestros hermanos daño en su bienes y en su
personas?
ADOLFO: —No lo niego, así me lo dicta mi
conciencia.
FRANCISCO:
—Luego esta ley debe tener su sanción, es decir, debe estimular a su guarda con
la esperanza del premio, e impedir con el temor del castigo su infracción.
ADOLFO: —Basta
por toda sanción, Francisco, el testimonio de la conciencia, que consuela al que
obra bien y atormenta con su torcedor al que se entrega al crimen. Recuerdo que
oí en cierta ocasión a un jesuita un hecho que viene en apoyo de esta verdad. “Una mañana, dijo, se postró a mis pies un
gran criminal, el cual, entre otros gravísimos pecados, confesó que había
cometido dos horrendos asesinatos, el uno sin cómplice, y el otro con ayuda de
un joven tan desalmado como él. Por favor de Dios o desgracia suya, el homicida
quedó libre, al paso que su compañero cayó en manos de la justicia y fué
condenado a muerte. Cuando dieron a éste públicamente garrote vil, el otro
estaba presente contemplando la ejecución; pero, a pesar de gozar libertad
completa, no tenía un momento tranquilo. El gusano roedor no le dejaba punto de
reposo. Cuando veo, decía, un Guardia civil, ya me tiemblan las rodillas, temeroso
de que vengan a prenderme. Mis crímenes me persiguen por doquiera como al
fratricida Caín. Ni aun en la misma cama duermo en paz, porque estoy con la
inquietud de que, soñando, se descubra mi delito, lo sepa mi esposa y me delate.”
¿No es éste castigo suficiente para un hombre facineroso?
FRANCISCO:
—Algo es, pero no suficiente, porque sin el temor del infierno, o no habría
remordimientos, o no serían suficientes a refrenar pasiones violentas. ¿Por qué temía tanto ese criminal? ¿Por qué
tiemblan muchos, y no tienen momento de descanso aunque estén seguros de la
justicia humana? ¡Ah! Temen, sin darse tal vez cuenta de ello, él más allá,
al Juez terrible que espera más allá de la tumba, y al que no pueden sobornar y
del que no pueden huir. Además enseña la experiencia que, a medida que se van
echando callos en la maldad, se van apagando los gritos de la conciencia, hasta
morir casi por completo su gusano roedor. Y si dices que para estos criminales
está la humana justicia como instrumento de la ley natural, te contestaré: ¡Buena está la humana justicia! ¿Qué crímenes
venga esa justicia? Si lo examinas siquiera someramente, hallarás que,
aunque alguna que otra vez impone un escarmiento, por lo común no castiga más
que a los débiles y desamparados. Observa lo que pasa en nuestros tiempos, y
tendrás que convenir conmigo en que, en tanto que grandes ladrones, después de haberse
enriquecido con la sangre de los pobres, gastan lujosos coches y banquetean
tranquilos, otros pobrecitos que, acosados por la miseria, robaron unas pesetas
y a veces algunos céntimos, arrastran en los presidios pesadas cadenas y son
maltratados como viles animales. ¿Has
visto muchas levitas en los presidios? Y, sin embargo, bajo muchas buenas
levitas se ocultan muchos perdidos. ¿Dónde
está, pues, la justicia y recta sanción de la ley natural? No, amigo; no
bastan los remordimientos y humanos castigos para contener al hombre en el
cumplimiento de sus deberes; es menester el temor de unas penas que no se
acaban jamás. ¿Acaso no fué éste el
sentir, no digo de todos los doctores católicos, que esto ya lo dijimos al
principio de nuestra discusión, sino de todos los que brillaron en el mundo por
su ilustración y saber?
ADOLFO: —Eso
lo dirás tú, que, al parecer, estás muy ducho en estas materias.
FRANCISCO:
—Es que son de gran importancia, y es terrible e irremediable no acertar en
ellas. Escucha, pues. No aduciré curas a ni obispos, que para mí son los más
imparciales y competentes; voy a citar escritores ajenos o enemigos del Cristianismo,
de quienes vosotros, los librepensadores, hacéis más caso que de los Padres de
la Iglesia. De su testimonio se desprende que la creencia en el infierno se ha
transmitido de siglo en siglo, desde los días de la creación hasta nuestros tiempos,
y se transmitirá hasta el fin del mundo.
Cicerón, quien en su
Tratado de las Leyes dice: “Bástame
consignar que la pena divina es doble, ya que consta del tormento del alma de
los malvados durante su vida, y de la desgracia que les aguarda para después de
la muerte.”
Séneca añade: “Cuando hablamos de la inmortalidad de las
almas, en mi concepto no deja de tener gran peso el consentimiento de los
hombres que temen el infierno.”
El médico Sexto Empírico,
a pesar de su escepticismo, no se atrevía a negar que todos los hombres
tuvieran conocimiento así del infierno como de los dioses.
No cabe, pues, duda que aquellos gentiles admitieran
las penas del infierno. Otra prueba de que así lo creían son los diabólicos consejos
de Lucrecio, uno de los más impíos
paganos contemporáneos de Cicerón. El
infeliz exclamaba lleno de furor: No hay
reposo: es del todo imposible dormir tranquilo. ¿Y por qué? “Porque se ve uno
constreñido a temer después de la vida penas eternas. ¿Y qué mortal podrá ser
feliz con el temor de penas?” ¿No manifiesta este infame que el temor de los
tormentos del infierno anidaba en los corazones aun de los hombres más
criminales?
Más tarde, Celso, discípulo aprovechado de la piara de Epicuro, y por ende mortal enemigo del Cristianismo, escribía estas
significativas palabras: “Los cristianos
tienen razón en pensar que los que viven santamente recibirán galardón después
de la muerte, y que los malvados padecerán suplicios eternos. Por lo demás,
este sentimiento es común a todos los moradores del mundo.”
ADOLFO: —Pues
yo he leído que entre los pueblos salvajes de las Américas se hallan algunos que
ni siquiera tenían idea de esas recompensas y castigos. ¿Cómo, pues, se puede asegurar que es sentimiento general y recibido en
todo el universo?
FRANCISCO:
—Aunque así fuera, Adolfo, pues los historiadores que mejor lo investigaron
demuestran lo contrario, ¿qué fuerza
tendría tu argumento contra lo expuesto? ¿Pueden ser representantes de la razón
sana unos pueblos embrutecidos por la embriaguez y la lascivia, entre cuyos
sujetos apenas si se descubría un destello de inteligencia? Es, pues, claro
que en todas las naciones donde brilla con algún lustre la razón natural, allí
se creyó en la existencia del infierno.
ADOLFO: —No lo proclaman así nuestros
librepensadores, sino que desprecian semejante creencia como espantajo ideado para
contener a los ignorantes.
FRANCISCO:
—Pocos son, amigo, y aun, como acabas de ver, luchando contra las sanas
corrientes del humano linaje. Librepensador era Voltaire, y, no obstante, suya es esta confesión: “Los caldeos, los asirios, los egipcios,
creían en las penas eternas. Después de éstos, hallamos las mismas creencias
entre los griegos y romanos; en una palabra, en todas las naciones de la
tierra.” Y cuando un camarada suyo le escribiera: “En fin, estoy en que he descubierto razones las cuales me demuestran
que no existe el infierno”, aquel filosofastro de Voltaire, que tenía interés y empeño, como todos los que viven como
él, en librarse de semejantes temores, después de haber pesado las razones
aducidas, no pudo menos que responder con esta formal confesión “Amigo, es Ud. bien feliz con tal persuasión;
yo no he podido aún llegar a tanto.”
Librepensador era Diderot, y filósofo tan crapuloso y tan cínico que osó decir: “Entre mi perro y yo no hay más diferencia
que el vestido.” Con todo, poniendo en escena su alma depravada, sostiene
este diálogo: “—Si abusas de tu razón,
serás despreciada, no sólo en vida, mas después de la muerte en el infierno.” —Y
¿quién le ha dicho que existe un infierno? Aun en caso de sola duda, debieras conducirle como si existiera en
realidad. — ¿Y si estoy seguro de que no lo hay? —Yo le reto a que me lo
pruebes. Ya vez, amigo; aún el infame Diderot sabía que el infierno existía
y temía el infierno, y no podía
borrar de sí la duda torcedora de ¿quién sabe si es así, como nos predican? Y
si lo es, ¡cuánto daño me acarreará mis
extravíos! Y si no lo es, ¿qué
detrimento me traería el creerlo?
A este objeto te voy a referir, para tu edificación,
una anécdota: En una mañana de invierno
en que corría un viento helado, iba un pobre Padre capuchino recorriendo la
calle con los pies descalzos y agrietados, vestido pobrísimo y remendado, semblante
demacrado y pálido, predicando con su aspecto mortificación, pobreza y penitencia.
Unos mozalbetes que le vieron, asombrados de aquella vida de cruz y de abstinencia,
le dijeron:
MOZALBETES:
— ¡Oh, Padre! ¡Qué chasco para sus tristes canas si no existe el cielo que Ud.
se promete! El santo religioso, echando a aquellos infelices
una mirada de compasión, repuso:
SACERDOTE:
— ¡Ay, hijos! ¡Qué desencanto para vosotros en la hora de la muerte si de
verdad existe, como yo creo, un infierno donde arden y arderán los condenados!
En efecto, mucho, muchísimo de sentir sería
no poder gozar del cielo que esperamos; pero mucho, muchísimo más de temer es
que, perdido el cielo, tengan los malos que arder en las eternas llamas...
Mira, Adolfo, piensa con frecuencia nada más que en estas breves palabras. ¿Y si hay infierno’?
(ESTE DIÁLOGO
CONTINUARÁ EN EL CAPÍTULO V)
Tomado
de una publicación de “APOSTOLADO DE LA PRENSA” Año 1892.
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