NUESTRO
COMENTARIO SOBRE ESTE ARTÍCULO: Si te crees el peor de los pecadores de la
tierra, no dejes pasar esta lectura. Es simplemente bella, edificante y
esperanzadora.
“Jesús amaba a María Magdalena.” (Juan, XI,
5.)
Santa María Magdalena era
la amiga privilegiada de Jesús. Le servía con sus bienes y le acompañaba a
todas partes. Ella honró también magníficamente su Humanidad con sus regalos: Tenía gusto especial en orar a sus pies con
el silencio de la contemplación: por todos estos títulos es la patrona y el modelo
de la vida de adoración y de servicio a Jesús sacramentado. Estudiemos a Santa María Magdalena: su vida está llena de las mejores
enseñanzas.
Jesús
amaba a Marta, a María su hermana y a Lázaro; a María especialmente. Sin duda
que amaba a los tres, pero sentía especial afecto por María.
Aunque Jesucristo nos ame a todos, sin embargo,
tiene sus amigos predilectos, y permite que también nosotros tengamos amigos en
Dios. La naturaleza, y aun la gracia misma necesitan de ellos. Todos los santos
han tenido amigos de corazón, y ellos mismos han sido los más tiernos y
desinteresados amigos.
Magdalena fué, antes de
su conversión, una pecadora pública. Poseía todas las cualidades de cuerpo y
espíritu, y al mismo tiempo todos los bienes de fortuna que pueden conducir a
los mayores excesos. Y ella se dejó llevar. El Evangelio la rebaja hasta el
punto de decir que fué una pecadora pública. Tal llegó a ser su degradación,
que túvose como una deshonra para Simón
el Fariseo que ella hubiese entrado en su casa. Y aun llegó a dudarse del
espíritu profético de Jesús, a causa de haberla tolerado a sus pies.
Mas
esta pobre pecadora, una vez conseguido el perdón de sus culpas, va a
remontarse hasta la cumbre de la santidad. Veamos cómo.
Lo que detiene, sobre todo, a los grandes pecadores, impidiéndoles
la conversión, es el respeto humano. Yo no podría perseverar en el
bien, dicen; no
me atrevo a emprender una cosa en que no me sería posible
continuar. Y se detienen desalentados.
No obró así la Magdalena: sabe que Jesús
está en casa de Simón, y no vacila; se dirige directamente a Jesús y hace
pública confesión de su vida libertina. Ella se atreve a penetrar en una casa,
de donde se la hubiese despedido ignominiosamente y sin miramiento alguno si se
la hubiese reconocido al entrar en ella. A los pies de Jesús no profiere
palabra alguna; pero su amor habla muy alto. Los pintores la representan con
los cabellos esparcidos, desaliñados, y con los vestidos en desorden. Esto es
pura imaginación, pues ni hubiese sido digno de Jesús, ni digno de su
arrepentimiento.
Va derechamente a Jesús sin equivocarse. ¿Dónde le ha conocido? ¡Ah, es que el corazón enfermo sabe, muy
bien encontrar a aquel que hade consolarle y curarle!
María no se atreve
siquiera a levantar la vista a Jesús; no
dice palabra: tal es el carácter del verdadero arrepentimiento, como se ve en
el Hijo pródigo y en el publicano. El pecador que mira de frente al Dios a
quien ha ofendido, le insulta. María llora, y enjuga con sus cabellos los pies
de Jesús rociados con sus lágrimas. He aquí su puesto, a los pies de Jesús. Los pies pisan la tierra, y ella sabe que
no es más que polvo de cadáver. Los cabellos, esa vanidad que el mundo adora,
ella los desprecia y los hace servir como de trapo, y permanece postrada esperando
la sentencia. Ella oye los propósitos de los envidiosos, de los Apóstoles y
demás judíos, que no honraban sino la virtud coronada y triunfante. Ellos no
amaban a Magdalena, que les da a
todos esta lección. Todos habían pecado,
pero nadie había tenido valor para pedir perdón públicamente. ¡El mismo Simón, modelo de orgullo e
hipocresía, se indigna! Pero Jesús defiende a Magdalena. ¡Qué palabras de
rehabilitación: Se le han perdonado muchos pecados, porque ha amado mucho! “Ve en paz—le dice el Salvador, —tu fe te
ha salvado.” Y no añade: “No peques
más”, como dijo a la adúltera, más humillada por haber sido sorprendida en
el crimen que arrepentida por haber ofendido a Dios. La Magdalena no necesita de esta recomendación: su amor
produce en Jesús la certidumbre de su firme propósito. ¡Qué absolución tan hermosa y conmovedora! Magdalena
tiene, pues, una contrición perfecta. Cuando vayáis a los pies del confesor, unidos
á la Magdalena, y que vuestra contrición, como la suya, sea producida más por
el amor que por el temor.
La Magdalena
se retiró con el bautismo de amor, y con su humildad llegó a ser más perfecta
que los Apóstoles. ¡Ah! Después de este ejemplo, menospreciad a los
pecadores, si a ello os atrevéis. Un instante basta para hacer de ellos grandes
Santos. ¡Cuántos, entre los mayores de éstos, no han sido buscados y habidos
por Jesucristo entre el lodazal del pecado! San Pablo, San Agustín y tantos
otros son de ello elocuentísimos ejemplos. La Magdalena les abre el camino:
supo remontarse hasta el Corazón de
Jesús, porque partió de muy abajo y se humilló profundamente. ¿Quién, pues, podrá desesperar?
Después de su conversión, la Magdalena va a entrar en el amor activo.
Esta es una gran lección. Muchos de los convertidos se detienen allí. Quieren permanecer
en la paz de una buena conciencia con la práctica de los Mandamientos. No se
atreven, no se animan a seguir a Jesús, y acaban por volver a caer. El hombre no vive de lágrimas y suspiros.
Habiendo hecho pedazos los objetos que vuestro corazón tenía en tanta estima,
aquellos objetos que constituían toda vuestra vida, es necesario reemplazarlos con
algo, y este algo ha de ser la vida de Dios. ¿Quedáis arrodillados a los pies de Jesús? Pues cuando se levante,
seguidle y marchad con El. La Magdalena
va a seguir a Jesús; ya nunca se apartará de Él. Volveréis a encontrarla a sus
pies, escuchando su palabra y meditándola en su corazón. Esta es la gracia de
su vida toda: ella no usa otras palabras
que las de oración, plegaria, amor. Sigue a Jesús y practica las virtudes
de sus diversos estados. La conversión que
se limita al sentimiento no es duradera: María comparte con Jesús los
diversos estados de ánimo y las
diferentes penalidades a que se ve sometido.
Durante sus viajes, ella le proporciona lo
que es necesario para su subsistencia y la de los Apóstoles. Jesús va con
frecuencia a casa de sus amigos de Betania para comer allí: en cambio Él les concede el alimento de la
gracia y del amor. Cada vez que se presenta en aquella casa, María se echa a
sus pies y se entrega a la oración. Marta
siente por esto el aguijón de los celos, de la envidia. Así hacen aquellos que
creen que sólo hay un estado bueno, que sólo hay una manera de vivir. Todos los
estados son buenos: el que tú hayas elegido es bueno; guárdale, pero no
desprecies los demás. Marta, trabajando por Jesús, hacía bien; pero hizo mal en mostrarse celosa de su hermana. Ya sabéis cómo le
respondió Jesús defendiendo a
Magdalena. Mejor es oír su voz que prepararle
alimento. Ocurre todavía que las vocaciones
activas suelen quejarse de las almas contemplativas: “Sois inútiles —les dicen— venid, pues, a ejercitar la caridad
trabajando en favor de vuestros hermanos.” Más Jesús las defiende en este
pasaje.
Pues qué, ¿no hay que ejercitar también la caridad con
Jesucristo, pobre y abandonado en su Sacramento? Magdalena
oye este diálogo, a las quejas de su hermana no responde palabra: hállase bien a los pies del Salvador y allí
continúa.
Otro carácter del amor activo de Magdalena es el sufrimiento: ella sufre con
Jesucristo. Sin duda que había conocido con anticipación la muerte de su Maestro:
la amistad no tiene secretos; y si Jesús la reveló a su Apóstoles, tan rudos y
groseros, ¿cómo la había de ocultar a Magdalena?
Ved, pues, a Magdalena sufriendo en su amor.
Ella va adonde no osan ir los hombres; sube hasta el Calvario, abandona a su
familia querida, y sigue a Jesús hasta el término de su Pasión; y la vemos, con
María Santísima, a los pies de la cruz. El Evangelio la nombra expresamente,
cosa que tenía bien merecida por cierto. ¿Y qué hace allí? Ama y sufre con Jesús.
Aquel que ama quiere compartir las alegrías y las penas de la persona querida.
El amor funde dos vidas, dos existencias en una sola. Magdalena no está en pie:
recuerda que ha sido pecadora y que debe estar arrodillada. Sólo María
permanece a pie firme, inmolando a su hijo querido, a su fiel Isaac.
La Magdalena
espera allí hasta después de la muerte de Jesús. Al amanecer del primer día de
la semana vuelve allí. Sabe muy bien que Jesús está sepultado, y quiere todavía
sufrir y llorar. El Evangelio encomia el celo, la magnificencia de los
presentes de las otras mujeres; de Magdalena
sólo cuenta las lágrimas. ¡He aquí la
heroína cristiana! Magdalena nos
manifiesta, más que todos los demás santos, la inmensidad de la misericordia
divina,
Después de la Ascensión, ya el libro sagrado no dice nada de Magdalena. Una tradición
constante y venerable nos presenta a los judíos colocando a María, Marta y Lázaro
en un barco desmantelado, y lanzándolo a alta mar, para que allí encontrasen
una muerte segura. Pero el Amigo de otros tiempos los ama siempre: Jesús
suple la falta de piloto y gobierno del buque; los condujo basta Marsella, y
los confió a sus naturales, que son sus amigos y los hijos mayores de su
familia.
Lázaro murió mártir. Era precio que su
sangre regara la hermosa tierra Provenzal para que la fe floreciese en ella.
Marta subió hasta Tarascón, y, reuniendo una comunidad de vírgenes, practica la
caridad del cuerpo y del alma en todo el país circunvecino.
Magdalena se retira á una montaña, como para
acercarse a Dios. Encuentra allí una gruta, preparada sin duda por la mano de
los ángeles. Bien pronto recibe allí visitantes en gran número; y, faltándole tiempo
para conversar con su buen Maestro y Señor, sube más arriba, sobre un pico
escarpado, y allí alterna con Dios sólo. Allí termina sus días. Ella oraba en
aquel paraje, y continuaba en su vida los misterios de Jesucristo. Jesús no
cesaba de visitarla. Los sacerdotes cristianos le llevaban la santa Comunión;
y, cuando iba a exhalar su último aliento, San
Maximino, uno de los setenta y dos discípulos que tuvo el Salvador durante
su vida, le dió con su mano la Comunión. Ella había acompañado a Jesús en el
trance de la muerte, y este buen Salvador le correspondía con el mismo servicio
y con idéntico honor.
Murió en Francia y de ello se glorían sus
buenos hijos. Poseen sus santas reliquias. Esta es una de las pruebas más
señaladas del amor que Jesucristo profesa a Francia. Le envió a sus amigos, que
están en ella: por esto esperamos que Francia habrá de encontrar en las oraciones
y los méritos de María Magdalena un título a la misericordia de Dios, puesto que
esta nación imita su arrepentimiento y amor a Jesús, que vive en ella, que
habita en sus ciudades y en sus más insignificantes aldeas. Sí, Jesucristo ama
con predilección a Francia, como amaba a Magdalena y a la familia de Betania.
“LA DIVINA EUCARISTIA”
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